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¿Has oído el canto del zorzal ermitaño? Aquí tienes una muestra.
Escúchalo otra vez, porque dicen que es el sonido más bello que ha inventado la naturaleza, capaz de hechizar a los poetas y a los insectos que le sirven de almuerzo, breve y cautivador como un placer perfecto. Los indios iroqueses, que son paisanos del volátil en los bosques canadienses, lo consideran tan engañoso como una sirena y creen que obtuvo su canto haciendo trampas en un concurso de vuelo: Dios había prometido dotar del gorjeo más hermoso al pájaro que se alzara más alto en el cielo, y –sabiendo que nunca podría superar al águila en tal pendencia— el zorzal ermitaño se ocultó entre las plumas de la rapaz para ascender con ella hasta que estuvo exhausta, y después salió de su escondrijo y voló lo justo para ganar el certamen. Así se explica también que el águila no cante.
Pero ¿qué tiene el zorzal ermitaño que a todos seduce con su canto? Los ornitólogos profesionales y los meros aficionados a los pájaros -bird watchers- llevan más de un siglo insistiendo en que el gorjeo de esta especie tiene una índole enigmáticamente similar a la música humana, pero el oído puede ser muy traicionero, y en cualquier caso no sería la primera vez que se sorprende a un bird watcherdiciendo una tontería, de modo que nadie se ha tomado muy en serio ese tema.
En ciencia, “las propuestas extraordinarias requieren evidencias extraordinarias”, como dijo el astrofísico Carl Sagan. Y una evidencia extraordinaria es exactamente lo que ha obtenido el biólogo cognitivo Tecumseh Fitch, de la Universidad de Viena, junto a un grupo de musicólogos del Cornish College of the Arts en Seattle.
¿Qué tiene de especial la música humana? Su estructura matemática, según la respuesta que solemos atribuir a Pitágoras, aunque las cosas que solemos atribuir a Pitágoras suelen venir de más atrás, y de más al este, es decir, de la cuna de la revolución neolítica que inventó el mundo moderno hace 10.000 o 12.000 años.
La escala fundamental de la música occidental (do re mi fa sol la si do), que se sabrá de memoria cualquiera que tenga una vecina estudiando para soprano, parece una construcción caprichosa o un artefacto histórico, hecha de un conjunto de tonos enteros y semitonos que se suceden sin orden ni concierto, como las comas que suele salpicar por el texto un mal corrector. El gran descubrimiento de Pitágoras –o de quien fuera— es que esa escala es pura física o, mejor aún, pura matemática. Disfrazada de azar o de cultura, pero hecha de las relaciones más simples imaginables entre números, como 3/2 o 4/3. En particular, basta con multiplicar por 3/2 seis veces seguidas para obtener la escala entera (aunque sale desordenada: fa do sol re la mi si). Parece un milagro, pero es que las matemáticas lo parecen a menudo.
El otro gran milagro de la música –así lo ha llamado algún musicólogo del siglo XX— es su carácter cíclico. De nuevo, cualquier vecino de soprano sabrá con doliente nitidez que tras do re mi fa sol la si vuelve a venir do. No es exactamente el mismo do porque suena más agudo, pero el vecino percibe ambos sonidos como la misma nota. Y en realidad es la misma en un sentido físico muy literal. Las notas consecutivas del mismo nombre se llaman octavas, y se obtienen sin más que duplicar la frecuencia de vibración. En música, do por dos igual a do, si me permiten el trabalenguas alfanumérico.
Grabando y analizando 70 canciones distintas del zorzal ermitaño, el neurocientífico Fitch y sus colegas musicólogos demuestran que este pájaro tan querido por los indios iroqueses utiliza las mismas relaciones simples entre frecuencias de vibración para construir sus melodías. Son lo que los músicos llaman quintas, cuartas, octavas y todo lo demás, y al igual que ellas se derivan del fenómeno acústico de los armónicos, la propiedad más elemental del mundo sonoro que percibe hasta el oído más duro.
El científico de Viena ha demostrado algo más: que esa elección de frecuencias por el zorzal ermitaño no se deriva de alguna aburrida restricción fisiológica en la garganta o el pico del volátil canadiense, sino de una selección activa –en un humano diríamos voluntaria— ejecutada por las partes nobles de su cerebro.
“Estos datos”, dice Fitch con modestia austriaca, “aportan la evidencia empírica más rigurosa hasta la fecha del canto de un pájaro que hace uso de los mismos principios matemáticos que subyacen a la escala musical occidental y muchas de las no occidentales, lo que demuestra una convergencia sorprendente entre las culturas musicales de los humanos y los animales”.
Si tienes una vecina que estudia para soprano, tal vez te interese cambiarla por un jilguero. Al menos hasta que acabe el curso.
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Javier Sampedro es científico y periodista. Antes de dedicarse al periodismo fue investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de biología molecular del Medical Research Council de Cambridge. Ha publicado El siglo de la ciencia: nuestro mundo al descubierto (Península, 2009); Deconstruyendo a Darwin, los enigmas de la evolución a la luz de la nueva genética (Crítica, 2002) y ¿Con qué sueñan las moscas? Ciencia sin traumas en 62 píldoras (Aguilar, 2004).
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Javier Sampedro
Javier Sampedro (Madrid, 1960) es un científico y periodista español. Se doctoró en genética y biología molecular, y fue investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de biología molecular del Medical Research Council de Cambridge. En 1995 comenzó a publicar artículos de divulgación científica en El País, algunos de ellos recopilados en libro.
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