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Esta iba a ser una columna veraniega, bendiciendo el estío que disfruta el Cono Sur hasta el 21 de marzo. En ella hubiera escrito sobre cómo el comienzo de las vacaciones —esa levedad beatífica del ocio— se parece bastante a la alegría inoxidable que te brilla en el cuerpo cuando estás enamorado. Días laxos en los que hay espacio incluso para acordarse, con talante de quien descansa su humanidad en una hamaca paraguaya, de que una es poeta además de cronista y escribir ‘Braille’:
He aprendido a pensar con la piel./ A tantear el mundo y celebrar mis palmas/ como quien se pierde en lo lento del follaje;/ a vibrar ese verde como un sabor definitivo/ y a no pedirme más/ que el milagro del pan y de la sal,/ día/ por/ día.
Pero pasan cosas turbias por aquí. Y enero, que suele ser una siesta prolongada, sumió a la Argentina en la congoja. La "muerte dudosa" de Alberto Nisman, fiscal especial de la causa AMIA, enlutó el país. Había denunciado cuatro días antes a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, a funcionarios y a dirigentes kirchneristas por "encubrir" a Irán en el atentado terrorista perpetrado con un coche bomba que se estrelló contra la sede de la organización social y cultural más numerosa de la comunidad judía y mató a 85 personas el 18 de julio de 1994.
Desde entonces la causa vivió innumerables marchas y aberraciones. Su primer juez —Juan José Galeano— fue destituido al comprobarse que había destruido pruebas y pagado sobornos para incriminar a algunos imputados. Se investigaron distintas pistas en relación con la autoría: una conexión local, una siria y otra iraní. Desde que se hizo cargo del caso como fiscal en 2004, bajo la presidencia de Néstor Kirchner, Nisman se inclinó por la autoría iraní del atentado y logró que Interpol librara órdenes de captura internacional (alertas rojas) contra varios políticos de esa nacionalidad.
El presunto encubrimiento del que acusó Nisman a CFK se habría consumado por medio del Memorándum de Entendimiento Argentina-Irán, aprobado por el Gobierno en 2013, y recientemente declarado inconstitucional. En él la Argentina aceptaba formar con ese país una Comisión de la Verdad, integrada por juristas de prestigio internacional; los imputados debían ser interrogados en Irán (algo que en la práctica paralizaba las investigaciones).
El documento resultó incomprensible para la opinión pública argentina pues dejaba en manos de los acusados la potestad de someterse o no a la justicia. Desde muy pronto comenzó a sospecharse además que se apuntaba al levantamiento de las alertas rojas de Interpol.
Las pruebas en las que Nisman basó su acusación contra CFK y su ministro de Relaciones Internacionales
incluyen escuchas telefónicas entre Luis D'Elía, un dirigente cercano al Gobierno, y Alejandro Yussuf Khalil, que habría funcionado como nexo con los funcionarios argentinos en el supuesto plan para encubrir la responsabilidad de Irán en el atentado a la AMIA.
Nisman apareció muerto la noche del 18 de enero en el baño de su departamento del lujoso barrio de Puerto Madero, con un tiro en la cabeza y junto a un arma calibre 22 que le había prestado un colaborador. Nada en su ánimo preanunciaba un suicidio.
Para el día siguiente tenía agendada una entrevista periodística y estaba prevista su visita al Congreso, donde iba a ampliar su denuncia. Su muerte, ocurrida un día antes de esa cita parlamentaria que iba a ocupar la portada de los periódicos locales, fogoneó con razón todo tipo de rumores que apuntan a la autoría de servicios de inteligencia locales y/o extranjeros. A una ficción le hubiéramos pedido más verosimilitud; esto es inverosímil y, sin embargo, escalofriantemente real.
El fiscal habría expresado a algunos colaboradores temores por su seguridad. Desconfiaba, dicen, incluso de su custodia: agentes de la policía federal que, según declararon ante la justicia, a pesar de no poder ubicarlo desde las 12.30 de la mañana del domingo 18 y por un lapso de casi 10 horas, no tiraron la puerta de ese departamento abajo (ingresaron recién a las 22.05, tras buscar a la madre del fiscal y a un cerrajero), para encontrarlo muerto. Un comportamiento por demás negligente si se tiene en cuenta que sobre Nisman pesaba la amenaza de Irán, que dictó en 2004 una fetua (orden de venganza religiosa).
Inicialmente se habló de suicidio, una hipótesis sostenida por funcionarios del Gobierno, que luego se encargó de desmentir por Facebook y en un mensaje televisivo la propia presidenta, quien jamás expresó sus condolencias por la muerte del fiscal. Un gesto de humanidad que el país se quedó esperando y cuya falta agrava los costos políticos de este episodio espeluznante. Una encuesta publicada el domingo 1 de febrero por el diario Clarín da cuenta de que el 70% de los consultados evalúa de modo negativo la conducta presidencial frente al caso.
Mientras tanto, la justicia investiga, con tiempos que la avidez y el estupor de la opinión pública pueden percibir como demasiado lentos, y el debate acerca de los alcances de esta crisis se ha extendido entre escritores, artistas e intelectuales (Visiones sobre el caso que conmueve el país, en www.revistaenie.com).
La muerte de Nisman es leída ideológicamente como un nuevo duelo entre el a favor o en contra del "modelo" que rige la Argentina desde hace casi 12 años, cuando su gravedad institucional tiene un peso específico propio que debería hermanar todas las voces en el respeto por una familia que sufre y en un reclamo sin concesiones de esclarecimiento y justicia.
Alberto Nisman tenía 51 años, dos hijas de 7 y 15, cuyas conmovedoras cartas de despedida, leídas durante el entierro de su padre, el 29 de enero, anudaron de emoción la garganta de millones. Por ellas nos enteramos de que era un gran bromista y de que le gustaba el chocolate con locura. Estremece pensar cuántas veces esas niñas lo extrañarán sin pausa.
Desde su muerte, la ciudadanía se ha autoconvocado por las redes sociales en plazas y parques y ha marchado pidiendo justicia con pancartas que expresan "Yo soy Nisman" o mensajes similares. Las calles de Buenos Aires han amanecido también tapizadas de afiches callejeros con leyendas como "Ni lo intenten. Cristina somos todos", aludiendo a la explicación oficial que entendió primero la denuncia del fiscal y luego su muerte como una operación golpista contra el Gobierno.
Esa interpretación gubernamental aparece, cuando menos, miope para leer la sincera consternación de la sociedad ante un hecho atroz y su razonable demanda de respuestas.
Ya se habla de Nisman como la víctima número 86 del atentado contra la AMIA. Su muerte dudosa deja a la democracia argentina en carne viva.
Esta iba a ser una columna veraniega, bendiciendo el estío que disfruta el Cono Sur hasta el 21 de marzo. En ella hubiera escrito sobre cómo el comienzo de las vacaciones —esa levedad beatífica del ocio— se parece bastante a la alegría inoxidable que te brilla en el cuerpo cuando estás enamorado. Días laxos en...
Autor >
Raquel Garzón
Raquel Garzón es poeta y periodista. Se especializa en cultura y opinión desde 1995 y ha publicado, entre otros libros de poemas, 'Monstruos privados' y 'Riesgos de la noche'. Actualmente es Editora Jefa de la Revista Ñ de diario Clarín (Buenos Aires) y Subdirectora de De Las Palabras, un centro de formación e investigación en periodismo, escritura creativa y humanidades.
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