Lady Day cumple 100 años
Ayax Merino 23/04/2015
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Quiero ser franco. Así que he de confesar que a mí, durante un buen porrón de años, me aburrió soberanamente esa señora, llamada Eleanora Fagan, que se bautizó a sí misma con el bonito sobrenombre de Billie Holiday, fue apodada como Lady Day y nació en Filadelfia el 7 de abril de 1915, hace cien años.
No lo podía evitar, por más que hiciese y lo intentara ¡Y lo intentaba a modo y a conciencia! Por el qué dirán. ¡La ensalzaban tanto! Pero todo quisque. Así que ponía un disco a ver si ya le cogía el tranquillo y me dedicaba a leer los comentarios de la contraportada. Su madre tenía trece años cuando la sacó a este mundo. Parece, no es seguro, que su padre fue Clarence Holiday, un músico de jazz que las abandonó en un visto y no visto. Se mudó con su madre a Nueva York, a Harlem, ¿dónde si no? y allí durante un tiempo se dedicó a la prostitución ¡Joder, qué infancia, pobre muchacha! Pero me aburría hasta decir basta y quitaba el disco.
Y me avergonzaba de mi mal gusto. Algún engranaje, es obvio, no debía de marchar bien dentro de mí cuando era incapaz de percibir el enorme talento de esta mujer. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, me decía para mi coleto. Pero nada, que no había caso. Me aburría de lo lindo.
Pero no cejaba en mi empeño. Ponía una cinta con un disco de la Holiday grabado por un amigo y de inmediato me arrancaba a bostezar. Y avanzaba la cinta para poder darle la vuelta y oír la otra cara, donde me aguardaba un maravilloso disco de Art Tatum que era capaz de escuchar una y otra vez sin cansarme. Pero a la Holiday ni por asomo, me impacientaba y fuera, se acabó.
¡Anatema! ¡Blasfemia! ¡Heresiarca! Y no, yo deseaba con toda el alma cumplir con los dogmas de la Iglesia del Jazz, ser plenamente ortodoxo y huir de la herejía. Pero no había manera. Me aburría.
Así que volvía a colocar con mimo el disco en el tocata y otra vez me ensimismaba con los comentarios de la contraportada, por ver de pasar el tiempo. Comenzó a cantar en los garitos de Nueva York y ya a mediados de los años treinta alcanzó el éxito. Se la llevaban todos los demonios al tener que entrar por la puerta de servicio cuando iba a actuar en algún local de blancos, dado que era negra. Se enfurecía, claro ¡leche, así que en el escenario podía estar pero le estaba vedado entrar por la puerta principal, reservada para los blancos! Pero me aburría y quitaba el disco.
Así años y años. Hasta que un buen día, sin saber cómo ni por qué, vi la luz y me convertí a la fe verdadera. Sin asomo de duda, sin titubeos ni vacilaciones. Creyente convencido. Puse el disco y me quedé arrobado, místicamente transportado ¡Qué barbaridad, qué maravilla! Gozando con esa voz grave, quizás ronca a las veces, siempre triste, siempre dulce, voz personal e inconfundible, voz morosa, lenta, pausada, voz quejumbrosa.
Tumbado en la cama olvidé los comentarios, arrumbados por ahí en un rincón. Turbulenta vida amorosa. Drogadicta. Detenida por la policía por posesión de estupefacientes. Le retiraron la licencia para cantar en los locales de Nueva York. Una heroinómana que fue paulatinamente consumiéndose, descaeciendo, agostándose, hasta quedar hecha una piltrafa. Pero una piltrafa que con sus últimos bríos, sus últimos arrestos, sus últimos alientos, se mantuvo al pie del cañón cantando hasta el final de sus días. Murió con sólo 44 años.
Tirado en la cama me dejo acunar por su lánguida voz, preñada de melancolía. Una voz de terciopelo que me acaricia los oídos muy suavemente. El tiempo se detiene, se anula. Es la eternidad.
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Ayax Merino
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