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Poesía después del Holocausto, a veces

Diego E. Barros Chicago , 19/06/2015

<p>Presos españoles arrastrando una vagoneta de tierra, foto presentada por Francisco Boix en los juicios de Dachau y Núremberg. [National Archives II, College Park, Maryland, Estados Unidos].</p>

Presos españoles arrastrando una vagoneta de tierra, foto presentada por Francisco Boix en los juicios de Dachau y Núremberg. [National Archives II, College Park, Maryland, Estados Unidos].

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En uno de esos arranques lapidarios propios de la Escuela de Fráncfort, Theodor Adorno sentenció: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Corría 1955 y la opinión pública mundial comenzaba a conocer la magnitud de los horrores derivados del Nazismo. Adorno se equivocaba. En 1947, Primo Levi entregaba a la imprenta la primera edición de Si esto es un hombre, sus memorias en tres partes de su cautiverio en el campo de exterminio nazi de Auschwitz. Un texto que convertiría a su autor en una celebridad y que rezuma dureza y belleza a partes iguales. Se demostraba así que sí se podía hacer poesía (en el sentido aristotélico del término) después de lo acontecido. 

Es probable que ninguna otra materia humana haya suscitado mayor bibliografía (de todo tipo) y mayor debate (de todo tipo también) que el Holocausto. Durante un tiempo, el mero hecho de debatir (llegar a entender) sobre el tema levantó suspicacias y ataques al considerar algunos, de una forma equivocada, que cualquier intento de comprensión era poco menos que una justificación. Que se lo digan a Hannah Arendt, a quien colocaron el cartel de apestada tras la publicación, de abril a junio de 1961 en The New Yorker, de su serie de reportajes sobre el juicio al criminal nazi Adolph Eichmann en Israel. La archiconocida tesis de Arendt sobre la supuesta banalidad del mal fue calificada como la banalización del propio Holocausto. En realidad Arendt daba en el clavo: el horror absoluto es algo tan banal (por utilizar su término) y tan natural a la existencia del propio ser humano que puede ser repetido en cualquier momento de forma automática: como quien realiza un simple trabajo administrativo como pieza de un sistema mucho mayor, lo que era el caso del criminal Eichmann, en el perverso engranaje de la Solución Final. 

El Holocausto pronto se convirtió en fuente de creación de artística, en particular en el seno de la a veces denostada cultura de masas. Hasta tal punto fue así que hoy todos tenemos una idea de lo que fue sin haber estado allí y, más que por los testimonios de los supervivientes o los estudios históricos, por su transformación en producto cultural, donde Hollywood es el parteaguas fundamental.

Cuando en 1986 Art Spiegelman publicó la primera parte de Maus muy pocos lo comprendieron y algunos otros lo criticaron. La prestigiosa revista The New York Times Review of Books llegó a publicar una reseña señalando que “no era un cómic”. El propio Spiegelman entró en ese debate y en una entrevista realizada tras la publicación de la primera parte declaró: “si no puede haber arte sobre el Holocausto, dejemos al menos que haya cómics”. El primer desafío de Maus había sido presentar el Holocausto de una forma y en un medio entendido como elemento de contexto meramente convencional y errático. Ojo aquí al uso de la palabra maldita, contexto. Era un cómic ―un medio por entonces identificado con la baja cultura y el entretenimiento más banal, de ahí la invención de “novela gráfica”―, y el autor disparaba contra todos aquellos que negaban la naturaleza artística de las viñetas.

Comparado con otros productos, sorprende en Maus la ausencia total de sentimentalismo y maniqueísmo. Y que en Maus hubiera humor. Un humor negro y patibulario como corresponde a la dramática situación narrada. Este emerge en las relaciones y diálogos que se establecen entre un padre de carácter difícil y un hijo que se afana por comprenderlo sin dejar a un lado todos los tópicos raciales, comenzando por el del “judío avaro”. Más allá de estos episodios, el mayor toque de humor es haber colocado Auschwitz, que se presupone la cima de la seriedad temática, en un medio “menor” sin caer en falta de respeto alguna. En 1992, Maus, ya completo, recibió el Premio Pulitzer.

Los nazis eran gatos y los judíos ratones, siguiendo la propia iconografía nazi que los representaba en su propaganda como roedores a ser exterminados. Pero no eran los únicos animales, así los americanos eran perros, los franceses ranas, los canadienses alces y los polacos, cerdos. Esta última representación también levantó espinas, no en vano el cerdo es considerado como un animal impuro. Spiegelman, que trataba de representar así cierto comportamiento del pueblo polaco durante las persecuciones (Polonia se convirtió en una ratonera para muchos de los que intentaban huir del horror), no daba puntada sin hilo. El resultado fue que Maus no se publicó en Polonia hasta 2011, igual por los problemas del contexto. Los mismos problemas, quizá, que ocasionaron que la obra se retirara de las librerías de Rusia el pasado abril al ser considerada por las autoridades como “propaganda nazi”. La razón fue que la portada del libro tiene una esvástica, algo que también había levantado ampollas en la propia Alemania, un país cuyo manejo de algo tan sensible como la memoria histórica es ejemplar.

Pese a los problemas, Spiegelman insiste en que cualquier edición de su libro debe respetar la portada con el símbolo maldito. De nuevo, el contexto.

Muchos años después de la frase de Adorno, Roberto Benigni hacía llorar y reír a partes iguales con su emocionante La vida es bella. No era la primera vez que el horror provocaba risa, numerosos testimonios de los supervivientes insisten en que era precisamente la risa, incluso ciertas bromas sobre la inhumanidad de su situación, lo que les permitió no sucumbir a los los campos. Pero quién lee libros.

La película de Benigni rompió incluso una barrera mayor y en 1998 se alzaba con el Oscar a la mejor película extranjera (además de mejor actor y mejor banda sonora) en un lugar como Hollywood, frecuentemente calificado, de forma claramente insultante y sin necesidad de contexto alguno, como “nido de judíos”.

El humor de Benigni está muy lejos del que hay, por ejemplo, en Malditos bastardos, de Tarantino, película en la que los mejores chistes, negros-negrísimos, los hace precisamente un sanguinario oficial nazi al que a pesar de lo odioso de su personaje y lo que representa, resulta difícil no cogerle cierto aprecio.

Porque entendemos el contexto.

Algunos de los chistes más macarras y negros sobre el Holocausto han sido hechos por judíos. Ahí están Sarah Silverman o Woody Allen. La primera tiene quizá el chiste más bestia y, por ende, más gracioso de cuantos se hayan hecho sobre el asunto (al final de este vídeo) y lo es porque hay que ser muy buena para hacer un chiste ofensivo no solo con una minoría perseguida, sino con dos, y salir airosa.

Evidentemente no fue el caso del ya ex concejal de cultura de Madrid.

Y no lo fue fundamentalmente por dos razones. La primera es que sus chistes no tenían gracia. La segunda es que equivocó la principal premisa del humor negro: el contexto. Y lo hizo por torpeza, pero también por su desconocimiento de la premisa comunicativa definida por Marshall McLuhan: el medio es el mensaje. En este caso, el mensaje es Twitter en donde la inmediatez reina sin dejar espacio alguno al contexto.

Me gusta el humor negro. Bien hecho creo que es el mejor de todos porque permite reírnos de los horrores que nos acechan. Es además algo natural a la cultura mediterránea y a la anglosajona de la isla.

La primera vez que impartí clase en EE.UU. fue el año en el que se produjo una de las mayores tragedias en un campus estadounidense. El 16 de abril de 2007 un estudiante disparó contra sus compañeros en el campus de Virginia Tech, en Blacksburg, Virginia. Murieron 33 personas, incluido el asesino. Yo estaba dando clase y de repente irrumpió en el aula una estudiante muy afectada que, tras calmarse, nos puso al corriente. Evidentemente, la clase se fue por el sumidero y derivó al sempiterno debate en torno a las armas en EE.UU. Al final, en el momento de irnos, recordé aquella serie de mi infancia, Canción Triste de Hill Street, en la que capítulo tras capítulo el sargento despedía a sus oficiales con un solemne: “Tened cuidado ahí fuera”. Yo, extranjero, quise quitar hierro a la situación y tiré de humor negro tratando de emular a aquel sargento. Casi ninguno de mis alumnos lo entendió. Al día siguiente tuve que pedir disculpas ante toda la clase, hablar de que el humor es cultural y que, por supuesto, depende del contexto.

No creo que el humor deba tener límites como ahora dicen muchos una vez pasada la fiebre del Yo soy Charlie. Ni mucho menos la libertad de expresión, puesto que cualquier límite implica directamente la ausencia de dicha libertad. Ello no significa convertir todo el monte en orégano. Ahí está la maestría de los que hacen humor, la inteligencia emocional de quienes se expresan y que no tiene por qué coincidir con la de quienes escuchan. Especialmente en un sitio como Twitter.

El periodista Santiago Segurola ha definido la red social del pajarito como “un bar de borrachos”. No sé si todos los que están(mos) en Twitter son o no borrachos. Estoy seguro, sin embargo, de que todos estamos en un bar ―el más grande y público―, en el que no hay contexto que valga porque todo va demasiado rápido.

Ese fue el primer error del ex concejal, y parece que de alguno de sus compañeros.

Lo interesante es que muchos de los que ahora se llevan las manos a la cabeza hablando de “respeto y sensibilidad con las víctimas” son los mismos que probablemente hayan hecho chistes semejantes (y peores). Los chistes sobre Irene Villa son un clásico del género. Por eso la reacción de la propia Villa, además de la más comedida, fue la más inteligente de todas, cosa que no hace sino engrandecer su calidad humana. Es probable que todos los que estos últimos días portan antorchas hayan hecho alguna vez un chiste sobre la persona a la que ETA amputó las piernas. O de negros, homosexuales, moros, gitanos, mujeres, etc. Hay una diferencia, no los han hecho en Twitter y, si los han hecho (seguro que sí) ninguno resultó elegido para un cargo público el pasado 24 de mayo. El problema, por tanto, no es el exabrupto, con o sin ninguna gracia. Y sobra recordar aquí comentarios (fuera de Twitter) pronunciados por representantes políticos siendo ya representantes políticos.

El segundo error fue de cálculo y también de ingenuidad. De cálculo al no prever que el mismo escrutinio que habían demostrado frente a otros le sería aplicado, y con una alta dosis de reacción, a ellos mismos una vez ocupadas ―cualquiera diría que usurpadas―, cotas de poder que algunos parecen creer suyas por una suerte de derecho propio. De ingenuidad, al no haber valorado la propia naturaleza autodestructiva de la mencionada red social.

Dejando a un lado el falaz debate político, se cierne otro de mayor categoría y que atañe a los límites mismos de la libertad de expresión. Más específicamente, si esa supuesta libertad ejercida en la esfera pública (y Twitter lo es) tiene consecuencias en el ámbito profesional o político. En el caso español, además y por lo que estamos viendo estos días, con efecto retroactivo. Los tweets, muchos de ellos barrabasadas que nadie con dos dedos de frente mantendría en una conversación racional, se han convertido últimamente en los fantasmas de las navidades pasadas que están aquí para atormentarnos. A la vez, han sido convertidos en arma arrojadiza contra el “enemigo”.  

En un imprescindible artículo titulado “La nueva policía del pensamiento” aparecido el pasado 4 de mayo en la revista The Nation, la profesora de la Universidad de Nueva York Joan Scott reflexionaba sobre alguno de estos aspectos centrándose en el ámbito de EE.UU. Más concretamente en la libertad de cátedra, en peligro en muchas de sus universidades a raíz precisamente (aunque no solo) de las opiniones personales expresadas en Twitter.

El último caso es el de Steven Salaita. El pasado agosto Salaita debía ocupar un puesto de profesor titular (la categoría es tenured, algo así como un contrato indefinido y permanente; dado que en el sistema universitario estadounidense no existe el funcionariado, alcanzar el tenure track es lo más parecido) en el programa de Estudios Nativo Americanos en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Solo faltaba un detalle, su nombramiento debía de ser ratificado por el Consejo de Administración de la universidad. Decir que, en EEUU, aun siendo públicas, las universidades están dirigidas por consejos en los que no solo hay profesores, sino patrocinadores y grupos de interés de todo tipo, de ahí que sus dirigentes se denominen “presidentes”, y no necesariamente procedentes del ámbito académico. A Salaita le habían asegurado que se trataba de una mera formalidad pero no lo fue. El consejo se negó a ratificar su nombramiento.

La razón no tenía nada que ver con su capacidad docente, su currículum o su historial como investigador. La razón fueron unos tweets lanzados por el propio Salaita en su cuenta personal de Twitter y en los que el profesor condenaba ―en ocasiones de forma muy dura y vehemente― la política del Gobierno de Israel durante el ataque a la Franja de Gaza el pasado verano. Partidarios y asociaciones pro-Israel hicieron llegar a la universidad sus tweets, acusándolo de antisemitismo y cuestionando su capacidad docente así como su juicio político. Los manifestantes inundaron la oficina de la rectora con correos electrónicos en los que se advertía de que si finalmente Salaita era contratado, retirarían su apoyo (económico) a la universidad. Tras unos tensos días de reuniones, la rectora, Phyllis Wise, informó a Salaita de que su candidatura no sería finalmente aprobada por la junta. Wise fue más allá y declaró que la retórica apasionada de sus tweets era una señal segura de su comportamiento como profesor: intolerante en el aula, lo que pondría en peligro el ambiente en la universidad y la seguridad de sus estudiantes. Poco importó que los tweets de Salaita, así como sus opiniones personales, nunca hubieran interferido en su trabajo como profesor. Más bien al contrario. Su historial en su anterior universidad indicaba que era un respetado docente y tolerante con toda clase de ideas.

El caso ha acabado en los tribunales y la Asociación Estadounidense de Docentes Universitarios (AAUP, por sus siglas en inglés) ha tomado cartas en el asunto. Según escribe Scott, en su carta a la AAUP, Wise dejó claro desde el principio que “todo se trataba de los tweets”. Crudos, vulgares, agresivo, y por lo tanto inaceptables como formas de expresión donde quiera que se habían producido, independientemente del conflicto palestino-israelí, según la versión de Wise recogida por Scott. Ahora se investiga todo el proceso.

Argumenta la profesora de la NYU que como todo lo que genera polémica, un tweet puede ser “satírico, irónico, blasfemo o indignante”. Pero que si los leemos literalmente pueden ser “a menudo malinterpretados”, como fue el caso de uno de los más fuertemente invocados para acusar de antisemita a Salaita. El 10 de julio, escribió:

“Sionistas: transformando el antisemitismo de algo horrible a algo honorable desde 1948”.

Un tweet que a simple vista puede resultar ofensivo y al que el propio Salaita dotó de contexto, aunque nueve días más tarde:

“Por confundir constantemente judaísmo e Israel, los sionistas son, en parte, responsables de que la gente diga mierda antisemita (sic) en respuesta al terror israelí”.

No se trataba, sostiene creo que acertadamente Scott, de un ataque antisemita, sino de una clara crítica ―con la que se puede estar o no de acuerdo―, a las acciones militares de Israel sobre el pueblo palestino. Este aspecto se ve ratificado en otros tweets lanzados por Salaita en los que anhelaba un mundo en el que un día “los niños judíos y árabes sean iguales a los ojos de Dios”.

Scott hace suyo en este sentido el argumento de la historiadora social Natalie Zemon Davis, quien en una carta en protesta por la situación de Salaita señaló que “los tweets tienen que ser leídos tanto en su contexto, una conversación en curso, un conjunto de llamadas y respuestas, así como un género, una forma de expresión espontánea limitada a 140 caracteres: una ráfaga corta, rápida del sentimiento, no un argumento razonado”. Debido a la inmediatez que caracteriza el medio, no hay revisión razonada “antes de que uno publica un tweet; más bien, comentarios rápidos sobre lo dicho, de alabanza o de ira”. Algo que se puede aplicar a lo que estamos viendo estos días en buena parte de lo dicho por los “dos bandos” enfrentados, en base a comentarios que en algunas ocasiones tienen varios años de antigüedad, y responden a situaciones particulares que hacen referencia a la tensión social del momento en el que fueron emitidos.

Las reacciones en el ámbito académico estadounidense a la hora de, de alguna forma, coartar la libertad de expresión fuera de las aulas, en un intento de hacerlo también dentro no son nuevas, sostiene Scott, aunque sí se dan ahora con más fuerza. Estas están basadas teóricamente en un supuesto sentido del “civismo”, tomado como “urbanidad, el entendimiento mutuo entre los diferentes”. Scott, en su texto, contesta al argumento esgrimido por algunas universidades yendo al mismo origen del término que, según la tradición cultural occidental, bajo la apariencia de normas de conducta, esconde la regla que “define la identidad de un grupo contra un vilipendiado y subordinado ‘otro’”.

Scott acude a la obra clásica de Norbert The Civilizing Process (1939), donde este explica que siempre hay un enfrentamiento: cristianos contra bárbaros, aristócratas de la corte contra la clase media en ascenso o la alta burguesía frente a las clases bajas. Así, “civilizado era (...) uno de los muchos términos (…) por el cual la gente de la corte quería designar (...) la cualidad específica de su propio comportamiento, contrastando el refinamiento de su propias costumbres sociales, su ‘estándar’, a las costumbres de las personas más simples y socialmente inferiores”. Con el paso del tiempo “civilizado” ha ido tornando en sinónimo de “civilización” y, por ejemplo, esta dualidad estaba en la base de las relaciones que marcaron los procesos de colonización y conquista a lo largo de la historia. La (nuestra) civilización frente a (su) barbarie. Haciendo un viaje cultural en el tiempo, esta contraposición también tiene una lectura política y de clase: los de arriba frente a los de abajo, “casta” frente a “pueblo”, élite frente a masa, y así hasta el infinito. 

Hoy en día esta fiebre por un supuesto “civismo” está inserta en un ambiente de más hondo calado que, desde el paraguas de lo políticamente correcto reina en la esfera pública estadounidense. En la vida diaria hay situaciones que rozan el paroxismo: los pitidos en la televisión generalista cada vez que alguien suelta una expresión malsonante o la censura previa en retransmisiones como la de los Oscar son ejemplos. La FOX censurando una obra de la etapa cubista de Picasso al considerarla obscena. La raza es en EE.UU. un campo de minas y el académico está lleno de ellas. Lo último, por ejemplo, es que haya profesores (y alumnos) que vean peyorativo el término “hispano” (colonización, supuesto genocidio…) y prefiera la invención pop “latino” para referirse a todo lo que tenga que ver con la América post colombina.

Como sostiene Scott en su artículo, dando pie a otro debate de mucho mayor calado, existe un creciente interés de las universidades estadounidenses por mantener a sus “clientes satisfechos”; y el término cliente está muy bien elegido por parte de Scott.

¿Esto significa una condena al ostracismo social para quien dice una barbaridad públicamente? Pues, como todo, va por barrios y, como siempre, es el ámbito político el más permeable a las salidas de tono. Echen si quieren un ojo a la nómina de precandidatos presidenciales y sus manifestaciones. El último en unirse a la lista republicana, el multimillonario Donald Trump es un especialista en pisar charcos. El último y más sonado, precisamente en Twitter cuando el pasado agosto en plena crisis del ébola, escribió: “nuestro gobierno ahora importa inmigrantes ilegales y enfermedades mortales. Nuestros líderes son ineptos”. Cierto es que Trump no ostenta cargo público y es difícil, por no decir imposible, que vaya a ser presidente. Los hay que queriendo ser presidente ya ostentan cargo público. Es el caso del senador por Carolina del Sur Lindsey Graham y sus bravuconadas, ora advirtiendo de la “destrucción” de EE.UU. ora amenazando con matar a gente a base de drones. Nadie por supuesto ha pedido su dimisión.

Este escrutinio de las redes sociales como metáfora de los viajes en el tiempo tampoco es una novedad española. Le ocurrió al humorista surafricano Trevor Noah, llamado a ser el sustituto del popular Jon Stewart en el magazine satírico The Daily Show, cuyo humor negro sobre mujeres en la red social, realizado mucho tiempo antes de su nombramiento, causaron bastante polémica. El canal Comedy Central salió en su defensa: “Al igual que muchos comediantes, Trevor Noah fuerza los límites; es provocador y no perdona a nadie, incluyéndose a él mismo”, señaló la cadena en un comunicado público. “Juzgar su persona o su humor en base a un puñado de chistes es injusto. Trevor es un comediante lleno de talento y con un futuro brillante en Comedy Central”.

Pero hablando de redes sociales e idioteces, la palma se la lleva una vez más la conservadora FOX quien ayer atacó la “falta de fuertes convicciones” de Hillary Clinton en base a… ¡su lista de Spotify!

Volviendo al caso de Salaita y su dimensión sobre la libertad de expresión salvaguardada en EE.UU. por la Primera Enmienda de la Constitución, Scott acude a otra carta de protesta. La enviada por la Asociación de Historiadores Americanos a la rectora de la Universidad de Illinois señalando que si bien el civismo es “un ideal digno” nada tiene que ver con el derecho a la libre expresión. Así en una declaración que debería ser grabada en letras de oro, según la AHA, la esfera pública democrática, debe descansar “en el reconocimiento de que el discurso sobre asuntos de interés público es a menudo emocional y que emplea una variedad de lenguajes y estilos. De ahí que la ley estadounidense proteja no solo el discurso cortés, sino también la vulgaridad, no sólo la racionalidad dulce, sino también denuncia apasionada”.

El sábado, por cierto, la Asociación Estadounidense de Docentes Universitarios reprobó oficialmente a la Universidad de Illinois por el caso Salaita enmarcándolo en una vulneración del derecho a la libre expresión del docente por parte de la institución educativa. La pelea seguirá en los tribunales.  

En Madrid, el concejal ha dimitido. Se habla, con razón o no, de una “cacería” sobre otros miembros del gobierno local de Madrid. Ruido de sables en una red social con menos transcendencia de lo que parece y que impide que se hable de otras cosas importantes. Entre ellas, la entrada en vigor el próximo 1 de julio de la Ley de Seguridad Pública, apodada “ley mordaza”, y sobre la que incluso una publicación tan poco sospechosa de antisistema como The New York Times indicó que “nos devuelve inquietantemente a los oscuros días del régimen de Franco”.

Lo cierto es que unos y otros estos días han colocado el listón a ras de suelo. Poco importa que la dimisión sea justa o no. Lo que importa es saber cuánto vamos a tardar en saltárnoslo. 

En uno de esos arranques lapidarios propios de la Escuela de Fráncfort, Theodor Adorno sentenció: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Corría 1955 y la opinión pública mundial comenzaba a conocer la magnitud de los horrores derivados del Nazismo....

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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