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Apuntes de un viaje por los Balcanes

IV. Belgrado, una capital con las alas cortadas

Felipe Nieto 1/07/2015

<p>Panorámica nocturna de Nuevo Belgrado, uno de los municipios de la ciudad.</p>

Panorámica nocturna de Nuevo Belgrado, uno de los municipios de la ciudad.

Wikipedia Creative Commons

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A primera vista se percibe: Belgrado es una gran ciudad con aires de capital. Sus cerca de dos millones de habitantes la convierten  en la más poblada de los Balcanes. Las calles, el tráfico, las gentes arrolladoras que se desplazan vertiginosamente por las grandes avenidas y llenan las zonas peatonales centrales dan cuenta de un dinamismo desbordante que puede resultar atemorizador para el recién llegado, que desconoce casi todo, el idioma lo primero, y lo que es más grave, hasta el alfabeto.

Viene a corroborar esas primeras sensaciones el asentamiento de Belgrado desde sus orígenes en lo alto de una colina, un promontorio pronto fortificado que tiene a sus pies dos ríos, como si formaran una segunda barrera protectora. El Sava y el Danubio se encuentran y unen sus fuerzas, el joven impetuoso ataca por el flanco derecho al ya algo cansado Danubio, como si quisiera revitalizarlo para el largo trayecto que aún le queda. Aquí estuvo muchos años la frontera de un reino, de un imperio y hasta de dos mundos, occidente y oriente. De la extensa llanura panónica que llega hasta la misma margen izquierda vino el mayor peligro para Belgrado. De ahí que la incipiente ciudad se reforzara atenta a ese punto amenazador y que comenzara a partir del recinto fortificado, desde entonces hasta hoy conocido como Kalemegdan, su extensión hacia el este, primero entre las murallas y pronto desbordadas en sucesivas ampliaciones. Adquiere así la ciudad a primera vista esa impresión de plaza inexpugnable. No ha sido así en muchas ocasiones, es bien sabido. Las invasiones y destrucciones se han sucedido siglo tras siglo. Reconstruida y recuperada, la "capital camaleónica a disparu avec une rapidité stupéfiante", dice Pedia Milosavljevic, según nos recuerda Claudio Magris ("ha desaparecido con una rapidez impresionante", El Danubio, p. 305). Hoy Kalemegdan es por encima de todo el gran mirador al que asomarse para contemplar el espectáculo renovado de la encrucijada fluvial, especialmente en las horas del ocaso, una escena demasiado extensa para ser captada en una sola mirada. Muchos prefieren descender hasta la rivera misma y disfrutar del crepúsculo a través de un vaso de cerveza sentados cómodamente en algunas de las terrazas flotantes fondeadas a lo largo de la línea de costa fluvial.

Y sin embargo, a medida que se toma contacto con los belgradenses se percibe su voluntad de acercamiento y atención siempre correcta, ayudada por la facilidad para la comunicación, común a todos los pueblos balcánicos, por el fácil dominio de diversas lenguas. Además, los belgradenses de hoy son conscientes de que habitan una capital con las alas cortadas, capital de un territorio recortado, que ha disminuido notablemente en los últimos treinta años. Y lo que es peor, en este caso no se trata de invasiones o ataques exteriores que amputan o dividen un Estado. Son pérdidas por derrotas sucesivas, por el fracaso en la búsqueda de un dominio nacional que no ha podido consumarse, ni en la forma de una federación yugoslava ni en la sustitutiva de una Serbia única homogénea, porque, aunque a regañadientes, se ha visto obligada a reconocer independencias en territorios de Bosnia y Kosovo.

Desde hace años Belgrado se esfuerza por abrir una brecha -¿definitiva?- hacia el futuro, una vía que aleje a esta ciudad y este pueblo, maltratado cada dos generaciones, de sus destructores demonios colectivos. Entre otras formas, lo hace por medio de jornadas intensivas de trabajo y pluriempleo durante el día y por la noche dejándose ver y moviéndose frenéticamente por los numerosos locales de música y copas, surgidos algunos de las ruinas de naves, almacenes y bodegas que hace unos años tejían industrialmente las orillas del Sava. Una estética de garaje que recuerda al Berlín de los 90, otro momento también de frenesí tras la abulia siniestra de los años anteriores, y una música a todo volumen en jornadas nocturnas sin fin, empujan a los belgradenses a mirar fijamente hacia adelante, hacia un más allá de este presente incierto y de un pasado reciente de experiencias para olvidar. ¿No se dice que Belgrado es la ciudad con la noche más movida de Europa?

Si algo es cierto en este pueblo es su decepción con unos políticos que reiteradamente han errado en sus promesas de construcción de una gran nación. Buen precio han pagado por ello. Hoy Serbia es un estado disminuido que se niega a reconocer que lo es con todas sus consecuencias. Con ello el país se mantiene en la indefinición exterior e interior. Tampoco se han dado pasos para la construcción de una sociedad democrática estable en la que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos con normalidad. Es más, pocos parecen echarlo de menos. La costumbre sigue siendo culpar a los políticos en ejercicio sin interés o voluntad de ir creando cauces civiles de participación, ni partidos ni alianzas o coaliciones de partidos democráticos no nacionalistas. En esta situación y pese a las cautelas y miedos a las represiones, "puede pasar de todo en cualquier momento", me dice el profesor de lengua italiana Sandor Mattuglia.

El reconocimiento de los errores del pasado postcomunista, los de los políticos y los de quienes les siguieron ciegamente, crímenes y graves violaciones de derechos incluidos, no parece posible por el momento. Miguel Rodríguez Andreu, estudioso experto en el mundo balcánico, autor de Anatomía Serbia y mi cicerone frecuente en mis recorridos por Belgrado, sostiene que hacerlo así significaría que las dificultades económicas y las negativas perspectivas actuales son consecuencia de aquellos crímenes execrables, el justo castigo de la comunidad internacional. Serbia no puede aceptar tal razonamiento. Con ello se siguen cerrando las puertas hacia un futuro de convivencia democrática entre los ciudadanos y entre los pueblos.

El pasado, pues, sigue marcando los tiempos en Serbia, se quiera o no. Y los hay que lo quieren así. Todo lo que vino después de Tito ha sido catastrófico para los pueblos yugoslavos dirigidos por líderes ambiciosos cuya única aspiración era ser los dueños de unas repúblicas pequeñas, disgregadas, desgarradas incluso, de la matriz común a sangre y fuego. Así lo cree y lo dice con fuerza y energía admirables para sus 94 años Jovan Radovanovic, firme seguidor hoy en día de los ideales comunistas. El mariscal Tito fue siempre el número uno, tanto en la resistencia como en la jefatura del Estado, con él no había discusión, su capacidad de decisión era única -ti-to, "tú-esto", dice la más repetida etimología de su sobrenombre-. Tito fue, en definitiva, el Pericles yugoslavo. "¿Sabe quién era Pericles?", me pregunta desafiante para concluir. Según este viejo partisano, que continúa escribiendo libros de memorias y de homenaje a sus camaradas de la resistencia y el régimen yugoslavo, son muchos los serbios que piensan en los tiempos mejores del pasado comunista, cuando Yugoslavia era un país respetado e influyente en el mundo, y muchos los que lamentan que después del mariscal sólo hayan gobernado políticos mediocres que han mirado únicamente por sus intereses. Entonces no había protestas. Había una buena dirección. ¿Cuántos en la Serbia actual piensan como él, oyen exclusivamente música yugoslava en Radio Nostaljia y celebran las grandes victorias serbias del pasado? Imposible saberlo, pero es seguro que no serán unos pocos.

En estas condiciones, la confianza actual de Serbia en Europa tiene sus limitaciones. Sería positivo que se integrara en la Unión Europea, sí, pero muchos temen que el liderazgo de los países fuertes europeos anule a los débiles como Serbia y el resto de las repúblicas balcánicas. A largo plazo son optimistas, creen que pasadas un par de generaciones se cerrarán las heridas aún hoy vivas y que, en definitiva, en una Europa unida se podrán diluir hasta pasar al olvido los odios actuales. Esa sería la esperanza de muchos serbios hoy, una Europa que ayude a superar la crisis actual pero que no presuponga contraprestación democrática o adhesión a principios y valores democráticos. Porque aquí, como en el resto de las repúblicas yugoslavas, a efectos políticos y electorales siguen siendo predominantes las marcas identitarias como la nación, la etnia o la religión. Como dicen Mattuglia y Rodríguez Andreu, la mayoría de los serbios partidaria de entrar en la UE, inferior en todo caso al 60 por ciento de la población, confiesa serlo por razones económicas, porque cree que así será más segura la recuperación. Sin grandes entusiasmos, pues. Muchos no han olvidado los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado de 1999 llevados a cabo, como se recordará, sin autorización de Naciones Unidas.

Serbia sigue teniendo necesidad de héroes nacionales actuales. Los del pasado pueblan ya parques y plazas de las ciudades. Hoy, lamenta el viejo partisano, sólo nos queda Novak Djokovic. ¿Es bastante? Resulta escaso bagaje para los difíciles desafíos de hoy. No es del todo sorprendente en cambio que aquí no se eche de menos la voz de intelectuales que, como ha ocurrido en otros lugares en condiciones similares, contribuyan al rearme moral de la ciudadanía, necesario como nunca en los momentos actuales.

A primera vista se percibe: Belgrado es una gran ciudad con aires de capital. Sus cerca de dos millones de habitantes la convierten  en la más poblada de los Balcanes. Las calles, el tráfico, las gentes arrolladoras que se desplazan vertiginosamente por las grandes avenidas y llenan las zonas peatonales centrales...

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Felipe Nieto

Es doctor en historia, autor de La aventura comunista de Jorge Semprún: exilio, clandestinidad y ruptura, (XXVI premio Comillas), Barcelona, Tusquets, 2014.

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