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EVIDENCIAS / De negros en pateras (I)

Boly, el que estuvo en España

Relato de la aventura de un ciudadano africano que se jugó la vida para llegar a Europa y perdió todo menos la vida

Alain-Paul Mallard 2/09/2015

<p>Boly, el pescador que vivió en España, enseña su plano para el puerto de Saint-Louis (Senegal). </p>

Boly, el pescador que vivió en España, enseña su plano para el puerto de Saint-Louis (Senegal). 

A.-P. Mallard

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Ya es de noche —una sofocante noche africana— y pretendo salir a llenarme los pulmones de brisa.

Hace un par de semanas que estoy en Saint-Louis, ruinosa isla de esplendores añejos situada en la última curva del río Senegal. Salgo pues a caminar. Cruzo el puente de hormigón que ata la isla con la Langue de Barbarie, la estrecha barra de arena que separa del impetuoso océano el sosegado fluir del río. Los caóticos barrios de pescadores duermen. Pueden presumir de una de las densidades de población más elevadas del planeta (pero esa es otra historia, que será contada en otra ocasión), y vanagloriarse de poseer la mayor flota pesquera del África Occidental. Paso de largo frente al contundente Monument aux morts de 14-18, sólido vestigio colonial que distribuye la circulación en este lado del puente. Hay basura; atados a la balaustrada del cenotafio, varios corderos duermen. La breve, oscura calzada conduce, en perpendicular, al Atlántico.

Entre las barcas panza arriba, negras siluetas, brasas de cigarrillos. El rumor de la rompiente, murmullos en wolof, un vehemente olor a mar. Inspiro y espiro el aire salobre. Varios hombres —pescadores, sin duda— conversan en la noche. Durante un rato nos dejamos tranquilos.

Un pescador pequeñajo se desprende del grupo y viene a mí con una amplia sonrisa. Lleva el turbante del desierto, tiene unas ralas barbitas veteadas de canas, en torno al cuello le cuelgan las cuentas ensartadas de amuletos de las fraternidades muridíes.

—Français? —pregunta abriendo el diálogo.

—Non. Mexicain.

—¡El Chicharito! —se entusiasma—, el Chicharito!

Sonrío. Un futbolista célebre; es todo lo que sé. No doy para más.

—¿Entonces habla español? —insiste el hombrecillo.

—Sí, un poco… —mantengo cierta distancia, en parte porque venía con ganas de estar solo, y en parte porque tengo ya la suficiente experiencia africana para intuir tras su amistosa apertura que, mil vericuetos más tarde, terminará por pedirme dinero.

Pero no se deja disuadir. Pronto estamos conversando, en francés.

Es pescador. Me cuenta de un pez pequeño que tiene un dardo venenoso. Si no lo sabes manipular, te pica. El dolor es terrible. Su nombre en wolof es “hay que volver”, porque cuando un pescador se deja picar (el equipaje es de cuatro o cinco hombres por piragua) no queda de otra: hay que volver. Hay que volver y deprisa, antes de que al herido se le tetanice la nuca y comience con la temblorina.

Le pido me informe sobre el monto que cobran los passeurs por llevarse clandestinos a Europa. No saco nada en claro: es carísimo, me dice, pero fluctúa, se negocia... Ya no se va la gente como antes, cuando de Santhiaba —a escasos doscientos metros— zarpaban cada semana varias piraguas con 80 pasajeros. Muchos que se metieron al negocio hicieron grandes fortunas. Pero son truhanes; más vale que no hables con ellos. Ahora son ya pocos los que intentan el viaje: en Europa c’est la crise, se acabó el trabajo.

—Mira, allá hay uno que estuvo en España —me dice señalando unas sombras en la playa—. ¿Quieres conversar con él? ¡Pueden hablar en español! ¡Le va a dar gusto! Ven, ven…

Vamos hacia las tres brasas que parecen flotar. Mi improvisado embajador se detiene y me aclara:

—Está un poco… —y, torciendo la sonrisa, se da tres golpecitos en la sien—. Mejor espera aquí, —me aconseja.

Obedezco.

Llega hasta las siluetas. Intercambian rápidas frases en wolof.

—¡Hola, hombre! —me lanza un vozarrón grave, y un hombre impresionante, tan alto como enjuto, de cabeza rapada y vestido con un batón a rayas, avanza hacia a mí desde la noche. Le bastan cinco, seis zancadas. Vaya que es alto…

Comenzamos a hablar. Se expresa en exabruptos de un español gutural, explosivo, apenas comprensible.

Le pregunto su nombre.

—Boly —lo ladra—. Boly Bane.

Me hace un par de breves preguntas de corte personal, que mal que bien respondo, y luego otra, difícil, de cariz político-económico. Ingenuamente, me dispongo a atacarla. Es pregunta retórica; me corta la palabra.

Las de Boly Bane son palabras sueltas, ligadas con correosos tendones sonoros que me permiten, vagamente, intuir su pensamiento, su historia: “Papeles, no hay plata, Almería, aceitunas, crisis, no hay plata, Senegal, no hay plata, Europa, España”.

Mi desmesurado interlocutor tiene una bizarra manía: escuchar la radio en el teléfono móvil, con un audífono, aun mientras conversa... El volumen de escucha es bastante alto. ¿Cómo podría ello —me digo— no meter ruido de fondo en la ilación de las ideas?

Progresivamente los términos del abigarrado discurso se vuelven más complejos: bancos, créditos, crisis, economía, Zapatero, edificios, desarrollo, crisis… Unas gotas de sudor comienzan a perlarle el cráneo. Lo que me explica (con sorprendente autoridad) tiene pinta de ser la mecánica de la crisis europea. Sin ton ni son, amontona presurosas cifras, porcentajes, nombres de países, de presidentes.

La verdad es que no entiendo un carajo, pero dos conceptos dispares regresan una y otra vez, como botellas de plástico que devuelve el oleaje, entre las frases descosidas: deuda soberana; avaricia.

El gigantón, según entiendo, busca convencerme de que él puede ir personalmente al Parlamento Europeo y explicar a los políticos cómo remendar la economía, cómo levantar el euro; la crisis, me insiste, no es buena para nadie…

El pequeñajo me busca con la mirada. Pela los ojos, con pretendida complicidad, en un “¡Mira, mira nada más lo que te traje! ¡Semejante fenómeno! ¡Bien amerita una recompensa, ¿no?”.

Si yo de entrada echara mi confusión a cuenta de un brutal manejo del idioma, paulatinamente me percato de que también la singular, la inasible lógica de la locura entra en la jugada. Sólo se la percibe en ritmos más amplios.

Trato de encauzar la plática hacia su historia personal:

—¿Y cómo conseguiste quedarte?

Boly conocía bien, antes de llegar a Canarias, argucias ya probadas: cambiar de nombre y mentir sobre su nacionalidad. Se dijo marfileño. Senegal está cerca; Costa de Marfil, no. La Administración no dispone de fondos para deportar marfileños. Gracias a ello, y a ciertos puntos ciegos de la legislación, Boly es administrado, transferido, y termina por pisar el soñado continente. Sus luces lo enceguecen. Me cuenta que trabajó primero en un puerto, limpiando a presión, sin duda todavía con optimismo, las calas de los barcos que transportan yeso.

—Blanco —se pasa la diestra frente al rostro—. Yo estaba blanco. Toubab.

El yeso le quemó las curtidas manos. A causa de la tos, que todavía le sale de cuando en cuando al paso, se fue a los campos de tomate. Agricultura intensiva. El incesante ondear de un mar de plástico en los invernaderos de Campo de Dalías.

A ratos Boly Bane, con ademán definitivo, alza la agrietada manaza. Hace y pide silencio. Presiona con dos dedos el audífono contra su oído derecho y escucha su cháchara radiofónica con particular atención.

El pequeñajo me guiña un ojo:

—Ya ves, oye voces...

Tras un momento más bien largo, el deshilvanado discurso de Boly retoma su vaivén de crisis y codicia, de “no hay plata”, “no hay plata”.

Lo insto a que me cuente la travesía. Es evasivo; él quiere hablar de economía.

—De eso nunca habla —me acota el pequeñajo, en francés, como si Boly no estuviera presente—: se le borró el casete.

Del bolsillo del rayado boubou, Boly saca un papel fatigado, que de tanto doblarse y desdoblarse casi se deshace en los pliegues. Lo despliega. Quiere que lo mire.

Está oscuro y no logro adivinar gran cosa. Nos acercamos al resplandor de la ventana de un expendio de pan. Vamos luego bajo el único arbotante.

Lo que Boly me muestra parece ser un plano, un plano sorprendente, detalladísimo, neuróticamente rellenado con bolígrafo verde.

Maravilloso. Art brut, en estado puro.

Es, me explica, un puerto artificial. El puerto que quiere construir en Saint-Louis. Va señalando en el dibujo, con minucia y en perfecto orden, las dársenas, los fondeaderos, el faro, los muelles y radas, la rampas y plataformas de embarque. Boyas, patios, grúas, espacios administrativos y aduanales.

Pasmoso. Al menos para alguien como yo, que nada sabe de puertos.

—Como ese tiene muchos —acota una vez más el pequeñajo—. Boly piensa en grande…  

—¿Tienes otros?

—Sí, sí, muchos, muchos. Majos. Planos muy majos. No marches, voy a buscarlos. No demoro.

El impresionante personaje se retira, presuroso y elástico. Gira súbitamente sobre sus talones:

—Ya vuelvo, hombre, ya vuelvo. No marches —me lanza una última vez.

Se interna en un estrecho pasaje. Casi de inmediato lo engulle la sólida negrura.

El pequeñajo no cabe en sí de gozo, ansioso como está de abundar en detalles sobre Boly… y de afianzar una ulterior propina.

Se disculpa en nombre de su excéntrico compatriota y va dando respuesta a mis preguntas, llenando los fascinantes huecos del relato.

Antes, allí en Guet N’dar —me cuenta con un raro fulgor en la mirada—, Boly était quelqu’un; Boly era alguien. Tenía dos motores fuera borda, dos Yamaha —menciona los caballos de fuerza para probar el punto. (Siendo la pesca en esas costas —aclaro— una empresa colectiva, al volver con cala llena las piraguas, el dueño de los motores, como el propietario de las redes, el de la embarcación, y quien aporta el carburante, recibe varios tantos). Boly tenía una casa en dur, es decir, de material; tenía mujer, dos hijas pequeñas. Era piloto de pesca. Y —acaso lo más importante en las sociedades tradicionales— era respetado. Las cosas no iban mal. Bueno, sí, iban mal, la pesca ya no da más que para ir sobreviviendo, aunque vaya, no eran peores que para todo el mundo. Pero Boly quería más y lo venció la ambición. Intentó el viaje a Europa.

Vendió sus motores para pagarse el pasaje, costosísimo.

Fue una de aquellas travesías terribles en las que nada sale como estaba previsto: iban muchos pasajeros, de esos que no son gente de mar y al cabo de dos días sufren mareos y vómitos, luego insolación y diarreas. Comienzan a deshidratarse y ya no hay nada que hacer. Se mueren, uno tras otro. No queda sino echarlos por la borda a un océano siempre turbio, erizado y turbulento. Los vivos miran la muerte a los ojos y el terror poco a poco se apodera de todos. Unos quieren volver. Se amotinan. Un infierno. Parece que algo le pasó al piloto y fue Boly el que tuvo que tomar el timón.

Desembarcaron, chupados como náufragos, desquiciados algunos, en una playa ventosa de su remoto punto de destino: Santa Cruz de la Palma, Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias. Europa. Una Europa africana, pero Europa al fin.

De inmediato los prendió la policía.

Fue cuando Boly se dijo marfileño, dio un nombre ligeramente alterado, y evitó así una pronta deportación.

—Pero de todo eso no habla nunca.

Y luego la vida del inmigrante. Aguantando, aguantando. Cuatro años aguantando, aislado en tierra extraña, sin manejar la lengua, sin tener con quien hablar la suya. Reducido al silencio. Un silencio en el que comienza a escuchar sus propios pensamientos. La paga nunca fue la justa —su reiteración obsesiva de la palabra ‘plata’ me lo ha dejado más que claro. Nunca logró mandar ni siquiera un centavo a su familia.

Una noche lo detuvieron —me sigue contando el pequeñajo con una cruel sonrisa en el semblante—: caminaba por la calle de un pueblo diminuto, su natura colgando. Mascullaba disparates. Metía miedo, ¡cómo no! La Guardia Civil lo pescó y, desnudo como Alá lo trajo al mundo, los agentes lo llevaron a una helada comisaría. Nadie sabía quién era ese negrazo de tamaña verga. Mejor tenerlo encerrado.

Al cabo de unos días tras las rejas, un esfuerzo extenuante le devolvió algunas astillas de su espíritu. Después de cuatro años sin identidad confesó por primera vez su nombre, su procedencia, su pasado.

Así que finalmente lo deportaron. El avión a Dakar, el traslado a Saint-Louis, son pasados por alto. Al fin Guet Ndar, el populoso barrio de pescadores. Su barrio de toda la vida, su gente, la brisa atlántica.

Salvo que su gente ya no era su gente. Tampoco él era ya, cabalmente, él.

El pequeñajo y yo guardamos silencio, sentados en un tosco pretil bajo la anaranjada luz de sodio. Oigo el rumor del mar. Pronto, el pescador comienza a trabajarme por cuenta propia, abonando el terreno. El tono se vuelve plañidero: hace cuatro días que no ha podido salir al mar, que está muy revuelto. No va a pedirme dinero, me aclara, pues somos amigos. Pero, ¿no podría yo ayudarle comprando algo de leche en polvo, algo de azúcar, para sus hijas?

Una luenga figura da requiebros entre las barcazas varadas, salta corderos y cabras que dormitan, y regresa al ámbito de luz. Surgido de la noche, Boly está de vuelta.

De los amplios bolsillos, saca media docena de papeles doblados y, uno a uno, los va desplegando y disponiendo en el pretil. Son sus planos. Fantásticos, obsesivos, hermosos en su modo demente.

A continuación ordeno, recompongo, sintetizo —en aras de la legibilidad— lo que en espirales rotos Boly pregonara atropelladamente al explicar sus planos en la cálida noche:

Saint-Louis es un pueblo insalubre de negros descalzos e ignorantes. Viven hacinados, en suciedad. Él quiere abrirlo al mundo, a la modernidad, al progreso. El problema de Saint-Louis es que carece de puerto. Pero él, Boly Bane, él estuvo en Europa, él estuvo en España. Él sabe qué y cómo hacer. Hay que construir un puerto artificial, una dársena. Dragar, poner las grúas para los contenedores, los almacenes, las plataformas. Hay que civilizar este país atrasado, este puto país de negros.

Pinta, con trazos expresionistas que me he esforzado en limar, un paisaje moderno, industrializado —es, a ojos de quienes ya venimos de regreso, espantoso…

Pero habla con tan eléctrica convicción que durante un instante logro vislumbrar los resplandores del mundo desarrollado: parecen brillar en la ribera opuesta.

—Yo tengo amigo en Ayuntamiento. Espero cita. Él buscar cita con Macky Sall, con Presidente: Macky Sall.

Macky Sall, cabe aclararlo, no hace ni media semana que tomó posesión y, tras la grisura y la rapiña desvergonzada de los años Wade, Senegal vive un sano momento de optimismo.

—Ahora es pronto. Es pronto. Pero con Macky Sall yo voy mostrar proyectos. A presidente. Si Macky quiere desarrollar Senegal, yo entonces callar la boca a negros gilipollas.

Sabiéndose aludido, el pequeñajo ríe, encubriendo con una hilacha del turbante su blanca y sonriente dentadura.

El loco lo encara. Casi le saca medio metro. Enseguida se vuelve hacia mí y me dice con desesperanzada lucidez:

—El problema es que no tengo diploma. Yo no tengo diploma. Un negro no tiene diploma, todos piensan que no tiene nada en la cabeza. Sobre todo otros negros. Pero yo estuve en Europa. Yo observé, yo conozco. Yo estudié bueno cómo hacerlo. Yo sé qué es que África necesita.

—Ji, ji, ji —ríe el pequeñajo. Me asesta, incluso, un discreto codazo.

Y sí, Boly ha visto mucho. No lo que él cree. En todo caso, no es lo que retiene: ha visto desvencijarse España.

Su pretendido amigo me aclara en francés (sólo entonces reparo en que Boly no nos entiende) que, amén de hablar, el que estuvo en Europa no hace nada en todo el santo día. Tres años, de que volvió. Loco. Su mujer, sus hijas, mal comen de lo que les apartan los vecinos. Se le va el día en pasearse por la Langue de Barbarie, por Sor y Pikine al otro lado del río, por Hydrobase, en l’embouchure. Conjura visiones de cosas que no existen: aquello es un helipuerto para los ministros y los jefes de Estado, eso una planta de desalinización, allá queda un casino, aquí mismo ¡el faro más alto de África! En el cochambroso ahumadero de pescados, Boly ve brillar los esplendentes mármoles de un centro de convenciones…

Tras su día de minuciosas y agotadoras fantasmagorías, Boly desprende de algún muro un par de carteles publicitarios. A cuatro patas en el suelo de su casa, la noche se le va en dibujar, con su neurótico bolígrafo, los aparejos de una singular y distópica utopía.

De golpe, Boly se despide. Se larga. Cinco zancadas y ya la noche se tragó, una vez más, su triste, trágica figura.

Sensible a la ironía de situaciones el pequeñajo concluye:

—Europa no lo quiso. Y por eso Boly quiere convertir esto en Europa. Pero un buen musulmán sabe resignarse a la voluntad de Dios.

Vamos a un pequeño colmado. No el que está más a mano, uno que él sugiere. Parlamenta en wolof con el dependiente. Éste hace un par de rápidas sumas en una calculadora y me muestra el resultado. Salimos con una gran bolsa metalizada de leche en polvo, con dos kilos de azúcar —los más caros que he pagado jamás. Sabe que lo sé: hemos hecho una transacción tácita, de lo más africana.

El pequeñajo me encamina hacia el puente. Siente, con su carga bajo el brazo, que todavía me debe algo. Me hace detenerme ante el monumento a los caídos en la Gran Guerra. Me insta a que mire bien las estatuas de cemento con uniforme y casco colonial. Una, la de la izquierda, tiene los labios gruesos y la nariz aplastada.

—La gente de aquí no mira con cuidado. Nadie sabe que uno de los soldados es un negro.

Es verdad. Nunca lo había notado. Nos despedimos. Cruzo en sentido contrario el viejo y mil veces remendado puente de la época colonial —y no uno de los flamantes puentes giratorios entrevistos por Boly.

Me temo que no podré dormir.

 

CODA

Los blancos estamos que ni pintados para eso del despojo.

Un par de días más tarde, ya en el ocaso, me aventuro por el laberinto Guet Ndar en busca del loco Boly y de sus resplandecientes proyecciones bidimensionales. Cuando explico a quién busco, las negras que me dan indicaciones lo sitúan de inmediato. No pueden evitar soltar una risita: la historia de Boly sirve, en el populoso barrio, de fábula cautelar. Me ponen en camino y me siguen con mirada curiosa. Mil ojos más me observan: por esos estrechos, desconchados pasadizos de arena raramente entra un toubab.

Pronto doy con el dilapidado cuarto, el mismo de cuando Boly era quelqu’un. Una cortinilla en la puerta ataja la luz y mal disimula la pobreza. No es que los sórdidos cuartos contiguos —cada uno alberga una familia— parezcan más prósperos…

—¿Boly?

—¡Amigo! —ladra desde dentro una voz profunda, brutal.

—Vengo a ver tus planos, a hablar de tus proyectos...

—¡Pasa, amigo! ¡Pasa!

Aparto el velo del vano. Veo a Boly, tendido cuan largo en una cama, frente a un ventilador de pie cuya rejilla está generosamente cagada por las moscas. En el piso de cemento, una estera de plástico, un brasero con ceniza fría. El severo retrato de un guía espiritual me mira desde un rincón absurdo de la pieza. Fuera de eso, es un cuarto desnudo, un cuarto de pobre.

Boly se incorpora. Se sienta encorvado al borde de la cama. Me propone un tosco banquito de tablas mal clavadas.

—Bien, Boly, ¿me muestras los planos?

Bufa, agita las manos:

—Los planos no buenos, no majos. Rompí. Todo rompí. Voy  volver a hacerlos para ti. No buenos. Voy  hacerlos mejor. Debes volver.

Mierda. Eso sí que no me lo esperaba. Se percata de mi desilusión, aunque ni por asomo sospecha de mi avieso interés por el Art brut… Durante unos instantes teme que me marche. Sabe que es bueno ante el barrio, bueno para él, bueno para su causa que un toubab lo visite. Así que busca entretenerme.

Sí, guardó un plano, uno, el de las bodegas. Me lo explica nuevamente con profusos detalles técnicos. Todo lo ha calculado. Puede incluso indicar cuántas toneladas de cemento precisa la obra.

Saca luego, de bajo la cama, una bolsa de plástico. La desata. De ella extrae una desgarbada pila de papeles. Hurga entre documentos que se deshacen, comidos de humedad.

Aunque trenza y destrenza los nudosos dedos con su ansiedad habitual, lo percibo más sereno, menos frenético que la otra noche, más... dueño de sí. Siento —lo cual no deja de extrañarme— como si lo conociera de toda la vida. Se pone a hojear en lo que desde mi ángulo oblicuo parece un gran cuaderno.

—Esto. De esto nunca voy separar. Nunca.

—¿Y qué es? ¿Por qué es tan importante, Boly?

—Navegación. Tablas, mareas. Yo hice. Muy bueno. Muy, muy bueno. Yo piloto. Gran piloto. Antes, antes. Gran piloto.

Me acerco a mirar a su lado.

Abultada y maltrecha, se trata de una ajada agenda de escritorio, grande, de las de antes, anteriores a lo digital, esas que venían con husos horarios y seis o siete pálidos mapas del mundo en los últimos pliegos.

Vaya que es osado —me asombro en silencio—, surcar el mar en una patera con tan esquemáticas cartas de navegación…

Me muestra tablas manuscritas con cifras marítimas. Me las va pasando una tras otra. Son muchas y finjo estudiarlas a conciencia. Aunque me resultan, por supuesto, perfectamente opacas. De entre las hojas brota un oficio administrativo. Está en español. Es el documento que da fe de su terrible desembarco.

Le pregunto si me deja mirarlo.

Turbado, me dice que no.

Trenza y destrenza los dedos. Luego que sí:

—Vale. Puedes. Puedes mirar. Vale. Eres bueno. Puedes mirar. Amigo de Boly puede mirar.

Confío en que mis lectores, si han llegado hasta aquí, son ya amigos de Boly. Copio pues, integralmente, el inciso primero de la sección HECHOS:

“PRIMERO: Localizado y rescatado en fecha 27/12/2005 a bordo de una patera de unos 17 metros de eslora cuando desembarcaba en la Playa del Poris, en la Villa del Mazo, Santa Cruz de La Palma, Santa Cruz de Tenerife, acompañado de 47 inmigrantes más, cuando pretendían entrar ilegalmente en Territorio Nacional, siendo posteriormente trasladado hasta Santa Cruz de la Palma”.

Media página más abajo, la resolución firmada al calce por el Director Insular sugiere acordar la devolución a su país de origen del ciudadano indocumentado de Costa de Marfil.

Devolución que, como bien sabemos, no tuvo efecto —acaso el destino le hubiera sido menos socarrón.

Siguiendo no sé qué recursos de alzada y laboriosos procedimientos administrativos, Boly estuvo en Europa, tierra de espejismos, tierra de ilusorias bonanzas publicitadas incesantemente por la televisión global. Estuvo en España, donde tantos otros compatriotas habían hecho fortuna. Apostó y perdió; partió con retraso y llegó tarde al banquete, ya cuando los toubabs mismos nos peleábamos las sobras.

Ya es de noche —una sofocante noche africana— y pretendo salir a llenarme los pulmones de brisa.

Hace un par de semanas que estoy en Saint-Louis, ruinosa isla de esplendores añejos situada en la última curva del río Senegal. Salgo pues a caminar. Cruzo el puente de hormigón que ata la...

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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