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Mucho antes de entender que la vida no es un ingenuo juego, los pueblos se echaron a la mar. Y así han escrito su historia. Algunos, desde el abrigo de un puerto, por la simple inspiración de ver las olas furiosas doblegando la resistencia de un pobre rompeolas. Otros tenían algo más de suerte y caían una tarde de invierno bajo un soportal donde algún pescador con la piel arrugada como una nuez pagaba sus vinos con fábulas donde los viejos remeros del pueblo se transformaban en una especie de soldados de Troya dispuestos para la guerra de una borrasca del norte. Sin embargo, la primera vez que escuché el lamento de un remo fue en el silencio sepulcral del mar abierto. En una calma absoluta. Sólo recuerdo que en aquel instante se encendió una luz y de ahí surgieron cientos de pescadores de ballenas que perdían la piel de sus manos de tanto remar por la supervivencia. Quién les iba a decir a aquellos hombres que una vocación como la suya, tan inmisericorde e ingrata, terminaría siendo una batalla deportiva diseñada para la tortura, de principio a fin. Porque la historia del remo en el Mar Cantábrico es, en sí misma, la historia de un castigo.
Las fotografías que aquí vemos reflejan el límite humano en su faz más descarnada: la competición. Y sobran las palabras. Desde la imagen de esa quilla desarbolada por el mar a la mueca casi espectral del hombre masticando aire para despegar sus pulmones. Y luego llegan las miradas angustiadas, el miedo a lo que ellos sólo ven. Unas parecen clamar por una clemencia ausente ante los estragos de un deporte feroz. El remo sólo admite a héroes o a piltrafas. No hay término medio en esos encuentros agónicos con el límite personal porque los juegos en la mar siempre llevaron aparejados sus dosis de locura.
Y aunque el objetivo aparente de estas fotos sea el de mostrar el esfuerzo de la gente en la mar, no son poses heroicas de actores seleccionados sino instantes de una realidad cargados de emociones incontroladas que a la mayoría nos resultan ajenos. Como ese bote que cabalga sobre la cresta de una ola descomunal con la tripulación ocupada en cómo salvarse del naufragio. Hay estar dentro para poder contarlo. Y para Humberto Bilbao, como antes lo fue para Robert Capa, las fotografías sólo pueden ser buenas cuando uno está lo suficientemente cerca para registrar ese segundo en el que todo sucede frente a nuestros ojos. Otra cosa distinta es la sensibilidad, que no puede explicarse; como el tiempo inestable y fugaz. Como el amor.
Y, de repente, el autor nos sumerge en esa corriente irracional y la detiene. Es ahí donde comienza su relato descriptivo, detallista, expresivo, incluso literario. El reflejo exacto de un territorio extremo para nuestro concepto de la vida que nos lo muestra en caliente, quizá para apabullarnos. Hay quien dijo que una alternativa a tanta rigidez como la que hoy nos domina es el despliegue armónico. El de estos deportistas es tan evidente que a nadie le extrañaría que en la última foto, en la definitiva, los 14 tripulantes de una trainera aparecieran caminando sobre las aguas sin llamar demasiado la atención. Hay una imagen, en la que el proel, el viejo arponero, trinca el remo con la expresión de quien tiene la luz roja parpadeando en el alma. Pero la memoria es flaca y los días veloces, y todo cambia antes quizá de que la propia acción comience. Sin embargo, en esta galería encontramos otra forma de descubrir los secretos que encierran las batallas que hoy se dirimen en el mar del norte.
Mucho antes de entender que la vida no es un ingenuo juego, los pueblos se echaron a la mar. Y así han escrito su historia. Algunos, desde el abrigo de un puerto, por la simple inspiración de ver las olas furiosas doblegando la resistencia de un pobre rompeolas. Otros tenían algo más de suerte y caían...
Autor >
Gorka Castillo/ Humberto BIlbao
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