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George Scialabba / Crítico literario y exjefe de mantenimiento en Harvard

“Siempre me gustó vivir fuera del radar”

Miguel Mora 18/11/2015

<p>George Scialabba. </p>

George Scialabba. 

CORTESÍA JOSEPH BLOUGH

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George Scialabba (Boston, 1948) fue durante 35 años una institución de la Universidad de Harvard, donde se graduó en 1969 gracias a una beca social. El pasado 31 de agosto, Scialabba se jubiló de su puesto --jefe de mantenimiento en el Harvard’s Center for Government and International Studies--, y el 10 de septiembre, la revista The Baffler le organizó una fiesta de despedida en el Brattle Theatre de Cambridge.

Los brindis corrieron a cargo de algunas de las cabezas más brillantes del país. Noam Chomsky –que hizo un largo elogio del intelectual que vivió disfrazado de chupatintas--, Barbara Ehrenreich, Thomas Frank, Rick Perlstein, Nikil Saval…

Intelectuales, profesores y estudiantes festejaban que el ayuntamiento de Cambridge había convertido la fecha en el Día de George Scialabba, lo que asegura la posteridad al secreto mejor guardado de la mítica universidad privada. La fiesta, contaba The New Yorker, mezclaba dos reconocimientos: al diligente empleado “que durante 35 años organizó los horarios de unos profesores sobre-remunerados”, y al diletante y erudito que sobrevivió al Opus Dei y a largos años de depresiones y terapias para acabar convirtiéndose, lectura a lectura y artículo a artículo, en uno de los críticos más admirados y versátiles -literatura, filosofía, historia, movimientos sociales...-- de Estados Unidos.

Pese a su fama de eremita, Scialabba, que ya ha publicado tres colecciones de sus 400 críticas y ensayos --en enero publicará la cuarta--, aceptó sin la menor queja mantener una charla por Skype con CTXT. Desde su soleado apartamento en el campus, aparece en la pantalla sonriente y tranquilo; cuenta que todavía está “asombrado” por el homenaje que le brindaron sus ídolos intelectuales, y luego va contando su vida y obra con una mezcla de humildad, humor y claridad de ideas, salpicada por largos silencios difíciles de interpretar.

Scialabba es columnista ocasional y consejero editorial de The Baffler, cuyo director, John Summers, fue también el editor de un librito alucinante, “The Endlessly Examined Life”, una antología de las notas de los terapeutas que trataron a Scialabba durante sus depresiones.

Enseguida sale el nombre de David Graeber, antropólogo anarquista, expulsado de Yale, que publica a menudo en The Baffler, y del que CTXT ofrece esta semana un artículo.

Y así empieza la entrevista, que requiere unos 13 minutos de lectura. 

Graeber se exilió en la London School of Economics; y no parece mal sitio. ¿Usted se siente una especie de exiliado interior?

Graeber es uno de los mentores de The Baffler y una figura fascinante de la vida intelectual norteamericana; ha escrito varios libros importantes y uno especialmente influyente, Debt, pero durante mucho tiempo no pudo encontrar un sitio donde enseñar en EEUU porque es anarquista y porque no es, diríamos, el compañero más amigable. Yo le admiro mucho… En todo caso, tiene razón: la London no es mal sitio para exiliarse. Pero Graeber se lo merece, sin duda.

¿Y usted, se siente exiliado o no?

No exactamente. La palabra exilio sugiere tener una posición de predominio o visibilidad, y luego perderla. Yo siempre he sido más o menos invisible. Me ha gustado vivir fuera del radar. Siempre estuve conforme con esta sinecura de Harvard, no demasiado exigente, que me daba tiempo y energía para escribir lo que quería; eso siempre es mucho mejor que escribir lo que te pide el jefe, como les pasa a los profesores y los periodistas. Ser freelance tiene ventajas e inconvenientes… Pero estoy conforme.

¿Sabe ya qué le produjo la depresión? ¿No sería el Opus Dei? ¿Y sabe qué le curó? ¿La lectura y la escritura, quizá?

No sé. Leer periódicos era una experiencia terrible... Desde 1980 en adelante la cultura americana fue muy deprimente, no solo clínica sino metafóricamente. Quizá la química pudo ayudar a la curación, no lo sé. También me dieron electroshocks, dos veces. Y probablemente eso ayudó. La depresión es una enfermedad misteriosa. Es difícil saber cómo empieza y qué te ayuda a superarla. Solo sé que empezó cuatro o cinco veces, que duraba periodos largos, y que luego acababa, después de tres, seis o nueve meses… Por razones igual de desconocidas. 

Resulta extravagante que un tipo tan esquivo como usted acabe publicando las notas de sus psiquiatras... ¿Qué le empujó a hacerlo?

No fue idea mía. John Summers me ayudó mucho durante el tratamiento. Me acompañaba al médico, su mujer cocinaba para mí... En un momento dado decidimos pedir el historial clínico y leerlo para ver mi historia. Unos años más tarde hicimos en The Baffler una edición especial sobre el sistema de salud, John vio las notas por accidente, y dijo: eh. Eso es lo que hacen los editores. Me preguntó si quería editarlas; yo pensaba que nadie estaría interesado en mi historia clínica, pero John hizo un gran trabajo, reunió unas 35.000 palabras, las editó de forma brillante, y yo escribí una breve introducción y una conclusión. Fue obra suya. Pensamos que podía iluminar al sistema de seguridad social y dar algún consuelo a gente que sufre la enfermedad... 

En esas notas se lee que se sentía usted sobre-cualificado como trabajador social. ¿En Harvard se sentía mejor? ¿Qué hacía exactamente? 

Las dos primeras décadas fui una mezcla de recepcionista y jefe de mantenimiento. Acompañaba a los visitantes, reservaba aulas y habitaciones y apañaba las reparaciones necesarias. En la segunda parte, fui sobre todo organizador de horarios y aulas, y coordinador de eventos —había muchos más cuartos en el nuevo edificio que antes, y más equipamiento que proveer…

¿Y ahora, cómo lleva esta fama tardía?

Estoy un poco confundido. Pero bueno, Warhol dijo que en América todo el mundo tiene derecho a sus 15 minutos de fama. Estos son los míos. ¡Pero ya se están acabando! 

¿Cómo fue su experiencia en el Opus Dei?

El movimiento llegó a Boston en los años 50 de forma gradual, con más prudencia que en España. Tenían una residencia donde vivían estudiantes, profesionales y profesores, y lanzaron un programa extraescolar para estudiantes católicos. Hice allí varios cursos, y los proselitistas me captaron. Entré unos meses antes de empezar la universidad y lo dejé después de graduarme.

He leído que hizo una legendaria representación de apostasía en la capilla, y que al anunciar que se iba del Opus, dijo: "Voltaire y Rousseau han corrompido a hombres mejores que yo".

Sí, jaja, la fe se suele perder leyendo, es un clásico... ¿Conoce esa expresión francesa? “C’est la faute à Voltaire. C’est la faute à Rousseau…”...

¿Su infancia pobre en East Boston fue feliz? ¿Quiénes eran sus ancestros?

No sé casi nada de mis antepasados por parte de padre, excepto que eran de Sicilia. Sé que su abuelo fue a Panamá a trabajar en la construcción del canal, lo que probablemente significa que era bastante pobre, y que murió allí de malaria o de fiebre amarilla. Y sé que su padre trabajó en la Hood Rubber Factory. Pero nunca conocí a sus padres ni a otros parientes, salvo a su tío, que vivía en el norte del estado de Nueva York. Le vi una o dos veces.

¿Cuándo empezó a leer?

No empecé excepcionalmente temprano; solo leí los comics habituales, libros sobre deportes y biografías de santos antes de ir a la universidad.

¿Y cómo se convirtió en un erudito generalista? ¿Dejar la carrera académica le ayudó?

"Generalista" no es la palabra justa. La palabra justa es "dilettante". No, no creo que la academia sea necesariamente limitadora. Conozco muchos académicos muy leídos y profundos. Pero ciertamente el énfasis creciente en cuantificar las aptitudes de los alumnos valorando solo sus publicaciones tiende a estrechar sus horizontes. Sobre todo en las disciplinas sensiblemente ideológicas, como Economía o Ciencias Políticas, es difícil avanzar si crees (o en algún momento dices) que la sabiduría convencional de los más viejos de la tribu está equivocada.

Hablaba antes de los años 80. Ahí empezó la era ultraliberal, que ha desembocado en este capitalismo sádico. ¿Recuerda cómo empezó todo?

Lo que los franceses llaman los Treinta Gloriosos, las tres décadas posteriores a la guerra mundial, fueron muy buenos para EEUU. Todo el mundo aceptaba el New Deal. El conservador Eisenhower dijo: “El New Deal está aquí para quedarse”. Y Reagan afirmó que asumía la mayor parte. Eisenhower lo decía de verdad. Reagan mentía. Teníamos una buena protección de los trabajadores, una red de seguridad, éramos un país muy rico y pensábamos que habíamos cumplido el sueño americano. Pero la clase empresarial nunca aceptó que el New Deal fuera para siempre. Siguieron cultivando su ideología, primero en grupos marginales, y poco a poco fueron criando dirigentes, como Reagan o Goldwater; al final de los 70, cuando estalló la Contracultura, la oposición estudiantil a Vietnam, la lucha feminista por la igualdad, la batalla de los negros contra el racismo, todos esos movimientos heroicos, que tenían aspectos menos atractivos porque sus líderes eran jóvenes sin asesores y no sabían comunicar en la prensa, molestaron a la clase trabajadora blanca. Los republicanos vieron ahí la oportunidad de capitalizar ese rechazo para abrir la brecha entre los votantes blancos y el Partido Demócrata. Y capturaron los votos necesarios para acabar con el New Deal. No es que fueran especialmente racistas o machistas, nada de eso, sino que instrumentalizaron esa molestia. Y enseguida acabaron con la seguridad social, coparon los medios de comunicación, llenaron el poder judicial de fanáticos, pusieron los negocios por delante de los derechos e impusieron sus tradiciones. Fueron muy metódicos y hábiles, y erosionaron de forma drástica todas las estructuras creadas por el New Deal. Finalmente, al llegar al Ejecutivo… Aunque Nixon no fue tan malo… 

Chomsky dice que Nixon era más de izquierdas que Obama.

Sí, en algunas cosas. Pero la criatura y el ariete de la clase empresarial contra el New Deal fue Reagan. Al alcanzar el poder ejecutivo, usó muy bien su popularidad, a todo el mundo le gustaba esa sonrisa, su sentido del humor… Tonterías. Pero se las arregló para mover el marco político muy a la derecha de lo que estaban sus votantes, cambiando así el consenso político anterior. Chomsky siempre dice que los votantes estaban a la izquierda de Reagan, y es verdad. En 1994, con el Contract with America y Newt Gingrich, dieron otra vuelta de tuerca y se acabó de desmantelar el New Deal. Chomsky, The Nation y otros lo contaron, y yo no dejaba de deprimirme cada vez más...

¿Y ahora, cómo está la situación?

La derecha capturó los medios mainstream y una parte de la intelligentsia y ganó la batalla ideológica con sus think tanks y media docena de medios de masas. Quedan todavía intelectuales de izquierdas; la paradoja es que somos un país libre y todavía se puede disentir, pero la derecha se las ha apañado para marginarlos y desactivarlos. Es deprimente. Pero, como dice Nomsky, hay dos opciones: podemos hacer algo o quedarnos quietos. Elegimos el optimismo de la voluntad.

‘Para qué sirven los intelectuales’ es el título de su segundo libro. ¿Para qué sirven?

Esa frase fue una de las grandes inspiraciones de mi vida, a todo el mundo le gusta. En los 60, Chomsky escribió el ensayo The Responsibilty of Intellectuals, y la resumió así: decir la verdad y exponer sus vidas. La función, el carácter y el trabajo de los intelectuales cambió en la era de las relaciones públicas y de la opinión manufacturada. Los generalistas del siglo XX que siempre hemos admirado --Sartre, Camus, Bertrand Russell, Orwell, Macdonald, Irving Howe, Chiaromonte, Ignazio Silone-- eran intelectuales literarios, de cultura humanista, y tenían éxito porque los conservadores de ese tiempo no eran tan listos. Pero en los años 20 y 30, con el nacimiento de la industria de las relaciones públicas, fundada para manipular a la opinión pública, la derecha se hizo con el poder mediático y se reveló más hábil. Tenían expertos sin credenciales... Chomsky, Greenwald, I. F. Stone, Ralph Nader son intelectuales empíricos, profundos, que pueden pelear de igual a igual con los supuestos expertos de la derecha; no como yo, que siempre ando diciendo generalidades. 

Dedicó aquel libro a Christopher Lasch, a Chomsky y a Richard Rorty, que no tienen mucho que ver entre sí...

Sé que no se admiraban entre ellos, pero yo los admiro a los tres. Rorty es un filósofo eminente que decidió que la filosofía había muerto; un pragmático, que pensaba como Wittgenstein que la filosofía debía emanciparnos de los modelos filosóficos. Hizo una defensa muy convincente de esas ideas, y luego se convirtió en un crítico político y social muy elocuente. Lasch fue un historiador que empezó como militante de la nueva izquierda en los 60, criticando la política exterior y escribiendo una historia de la izquierda americana desde John Dewey hasta Walt Whitman [The agony of the left, 1965]. Luego fijó el foco en los valores fundadores de la cultura política americana; según sugirió, las bases se podían encontrar en el análisis de la familia y del individuo, en la forma de socialización. Esa teoría sociológica y psicoanalítica produjo libros espléndidos como La cultura del narcisismo, una ambiciosa argumentación acerca de los efectos de la sociedad de consumo y la producción en masa sobre las relaciones familiares en EEUU. Me quedé muy impresionado por la profundidad de sus ideas; todavía no sé si son verdad, pero he dedicado cada oportunidad que he tenido a explicarlas porque me parece que no se le entendió bien. Criticaba ciertas cosas de la izquierda, era un conservador, pero para nada era antidemocrático: simplemente defendía que algunas costumbres previas a la sociedad de consumo deberían haber sido conservadas. 

¿De Chomsky qué le gusta más? ¿Qué siga siendo un radical? ¿Usted lo es?

Sí, digamos que lo soy. De Chosmky y otros aprendí a ver la política en términos de instituciones y estructuras, más que de individuos o políticas individuales. Pero en términos tácticos yo soy un socialdemócrata escéptico, oportunista y gradualista: creo que todo lo que haga que la gente se fije en la política y le ayude a tomar conciencia de sus derechos está bien. Y da igual el camino. Si es Bernie Sanders, bien. Si es la revolución proletaria, bien también. 

Hoy, el marco ha girado tanto a la derecha que los socialdemócratas son tachados de antisistema. ¿Qué pasó?

Como seguramente sabe, el contexto lo es todo.

Gracias por el eslogan; ¿hemos cambiado nosotros o cambió el contexto?

Cambió el contexto. Lo que cada uno opine no es hoy enteramente un problema. A la elite, a tu jefe, no le importa cuáles sean tus opiniones. Pero si haces un gesto público, si atraes la atención y dices ‘no’ en público y en privado, entonces te conviertes en un radical. Eso siempre es culpa de uno mismo.

Las élites se han apoderado del debate. Castigan a los disidentes, proscriben las voces críticas, manipulan la agenda. ¿Es esto una postdemocracia o una neodictadura? 

Marcar la agenda es, en parte, la definición del poder político. Y eso se alcanza, en buena parte, mediante la propiedad de los medios, dominando el espacio del debate, cosa que permite, si llega el caso, ejercer la censura. La palabra censura sugiere que la gente será castigada si dice lo que siente. Pero es más un problema de filtros. Puedes tener opiniones de izquierdas, pero no las puedes decir en el NYT, aunque puedes publicarlas en The Baffler. Si tienes 3.000 lectores, no nos importa. Si tienes un millón, te compramos.

Es en parte una estrategia consciente y en parte pura consolidación de capital, todos los sectores económicos se están concentrando. Los lobbies, las asociaciones conservadoras, las cámaras de comercio tienen como objetivo consciente controlar la opinión pública. Y esto no es una teoría de la conspiración. Así funciona la propiedad en la sociedad capitalista: las opiniones que marcan el debate suelen ser las que no alarman a los propietarios de los medios físicos. Eso ha cambiado, en los años cuarenta las familias poseían medios como el NYT, The Washington Post, o la CBS. Se inspiraban en el “nobleza obliga”, eran demócratas, no eran fanáticos del laissez faire, y toleraban un rango amplio de opiniones. Eso se acabó. Las familias han sido sustituidas por conglomerados multinacionales. No es que al consejo de General Electric, que es dueña de Time Warner y otros medios, le importe mucho la opinión de sus empleados, simplemente contratan a gente que comparte sus ideas. Y si hay un I. F. Stone en la plantilla, le dicen que sea más cauto, más responsable; si no lo es, le cambian y le ponen a cubrir el hockey profesional, lo marginan. Y si no le gusta, se marcha. Sí, el marco institucional ha cambiado radicalmente, y por eso tenemos la impresión de que, aunque digamos lo mismo que decíamos hace unos años, ahora suena raro, más radical.

¿Internet y las pequeñas revistas nos harán libres?

Por supuesto debemos estar agradecidos a la supervivencia de la disidencia en Internet y en las pequeñas revistas; aunque la concentración de la propiedad de los grandes medios mantiene el control social y fabrica el consenso. Revistas como The Baffler, Jacobin y n+1 están vivas y florecientes, pero por su naturaleza las revistas pequeñas nunca son seguras financieramente. Además, la concentración es un peligro también en la Red, porque compañías como Google y Facebook amasan enormes bases de datos, y otras como Amazon, Uber y TaskRabbit usan la nueva tecnología para evadir sus responsabilidades laborales. Las nuevas tecnologías, como todas las tecnologías, pueden ser instrumentos de control o de liberación. Y eso, en última instancia, depende de nosotros. 

Su nuevo libro, Low Dishonest Decades, tiene un título maravilloso. ¿De dónde sale? 

De un verso del poema September 1st, 1939, de W. H. Auden. Dos tipos están sentados en un café al final de la década deshonesta. Hablan de su desilusión por el estalinismo, de la traición, de la decepción... Desde 1980 hasta hoy, hemos vivido la hegemonía de la derecha radical y de las plutocracias deshonestas… Esta es mi cuarta colección de ensayos; las anteriores fueron una selección de historias pasadas y presentes. La primera, sobre los intelectuales públicos; la segunda, sobre filosofía y los problemas de la modernidad. La tercera, sobre intelectuales y teoría política. Esta es más tópica: son piezas que hablan de libros y hechos que tratan sobre el presente. 

Señor Scialabba, ha sido un placer. Aunque nos queda claro que ganaron los malos. Y que vendrán más décadas deshonestas…

Ganaron. Pero solo de momento. Mantengamos el optimismo de la voluntad. Y dejemos la lucha en manos de gente más joven.

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Autor >

Miguel Mora

es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).

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3 comentario(s)

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  1. cayetano

    Mientras exista contestación no hay derrota pues no existe victoria, ni meta, sólo camino, y junto a Scialabba somos much@s l@s que seguimos caminando grandes alamedas. Un cordial saludo.

    Hace 5 años 2 meses

  2. Cefe

    Gracias por hacer que sus quince minutos de gloria sean conocidos en España.

    Hace 8 años 5 meses

  3. MarioG

    Gracias Miguel, no os rindais.

    Hace 8 años 5 meses

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