Editorial
Periodistas corruptos
23/12/2015
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Los periodistas sabemos bastante bien dónde poner el listón para descalificar a un político: la mentira reiterada, el engaño deliberado, la deshonestidad económica, el servicio a intereses ajenos a los ciudadanos que dice representar… Pero ¿dónde se pone el listón para descalificar a un periodista indigno del oficio que dice practicar?
En la gran mayoría de los casos, los periodistas que tan bien sabemos hablar de los políticos nos callamos como muertos a la hora de hablar en público de periodistas deshonestos, que mienten y engañan deliberadamente, que sirven con cinismo otros intereses que los de sus lectores o seguidores. ¿Por qué sucede eso? Muchas veces, por miedo a que la denuncia pública de esos personajes se considere o aliente un ataque a la libertad de expresión. Por miedo a que se aprovechen esas denuncias para recortar la libertad de expresión y, por consiguiente, para recortar la ya debilitada democracia. Quizás también por simple miedo a no poder defenderse de sus mentiras y ataques. La realidad es que es ese silencio lo que perjudica la libertad de expresión y lo que debilita la democracia. Quienes callan, participan del juego y de la trampa.
No se trata ya solo de denunciar los intereses y tejemanejes de las empresas periodísticas y de sus responsables ejecutivos, incapaces de hacer frente a las presiones de los bancos o empresas con los que mantienen deudas. Eso es cierto y tiene un efecto demoledor sobre la credibilidad de esos medios. Pero también es cierto que los periodistas no son empleados de una mercería, y que al iniciar su oficio adquieren una serie de compromisos profesionales y éticos. Y que existen periodistas infinitamente más deshonestos, venales y sobornables que los políticos que denuncian.
La campaña electoral que acaba de terminar es un buen espejo para analizar lo que está ocurriendo. Programas de radio, programas de televisión, espacios en diarios digitales y en diarios tradicionales han sido vendidos, comprados y colocados al servicio de algún candidato particular, de manera casi siempre encubierta y tramposa. No se trata de que esos medios o periodistas hayan declarado su apoyo a un candidato o un partido particular, algo perfectamente legítimo, sino precisamente de lo contrario, del engaño con el que se han manejado. Por no hablar de la frivolidad insoportable con que esos medios se han comportado en un momento social tan grave, obviando toda referencia a la corrupción, la desigualdad o la pobreza.
No se trata de extender la sospecha sobre todos los profesionales. Hay centenares, miles de periodistas españoles que hacen su trabajo día a día, defendiendo las reglas del oficio. Periodistas, reporteros y simples informadores, que indagan los hechos y los relatan, mejor o peor, pero con la mayor honestidad que pueden. Columnistas que intentan argumentar sus opiniones con datos y razonamientos y que no apelan a las pasiones. Redactores jefes y directores que intentan mejorar la calidad de sus medios y la excelencia en el relato. No merecen ser confundidos ni mezclados con esos periodistas de otro pelaje, algunos de los cuales traspasan la frontera del fanatismo y se convierten en empleados a sueldo de partidos o empresas afines a esos partidos. Sumarios judiciales recientes, como el de la Púnica, revelan nombres de profesionales cercanos a esas tramas de corrupción política, así como la creación y / o financiación de medios y redes sociales locales, regionales y nacionales con fondos públicos y publicidad más o menos encubierta. Que se sepa, ninguno de esos profesionales y medios ha sufrido el menor contratiempo por participar en esos entramados.
El problema es que, a veces, periodistas que han acreditado sobradamente su profesionalidad aceptan mezclarse en esos programas o en esos medios con periodistas que saben perfectamente que son corruptos. Lo hacen sabiendo que con su mera presencia y su intento de mejorar el debate, legitiman a los comprados e indecentes. Si esos periodistas no encontraran ninguna legitimidad entre sus colegas, se verían obligados a conversar entre ellos y seguramente acabarían por desaparecer o, al menos, a verse obligados a analizar la situación política con Kiko Matamoros o Kiko Hernández.
Es verdad que hace ya mucho tiempo que se denuncia la deriva del periodismo hacia el espectáculo y el amarillismo, pero la cuestión no se plantea ya en esos términos. No es que los programas informativos se mezclen con bailes o con entrevistas de celebridades. La verdad es que algunos de estos programas espectáculo han dado origen a magníficos espacios llenos de verdadera y sustanciosa información. Pero esos programas o espacios han quedado ya completamente rebasados por este otro tipo de espectáculo manipulador y mentiroso. Algunos periodistas españoles han llevado el debate político al nivel de Donald Trump, y habría que reconocer que las declaraciones y actitudes de Trump están provocando un auténtico escándalo en Estados Unidos, mientras que en España un debate político degradado a propósito por periodistas infames se considera casi una broma, una gracia. No lo es. Tomarse a broma ese tipo de periodismo es un peligro y una desgracia para la democracia.
Las pretensiones del periodismo son enormes, pero sus logros casi insignificantes, decía un conocido periodista inglés del siglo XIX. Seguramente sigue teniendo razón. Pero aun así, por muy pequeños que sean los logros del periodismo profesional y de los periodistas que ajustan su trabajo a determinadas normas y reglas, su presencia en una sociedad democrática es fundamental. Que el periodismo honesto quede aplastado o encubra a los periodistas indecentes supone un precio demasiado alto para el oficio y un peligro inmenso para la democracia.
Los periodistas sabemos bastante bien dónde poner el listón para descalificar a un político: la mentira reiterada, el engaño deliberado, la deshonestidad económica, el servicio a intereses ajenos a los ciudadanos que dice representar… Pero ¿dónde se pone el listón para descalificar a un periodista...
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