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Triste cosa es un viejo, un andrajoso abrigo
montado en una estaca...
W.B. Yeats
El poncho es de un algodón tan recio y de urdimbre y trama tan ceñidas que no deja atravesar el agua. Alterna, en franjas horizontales de diversas anchuras, tres tonos de verde y delgadas listas amarillas y rosadas. Todo ello sobre un fondo de franjas rojas un tanto desvaídas.
Proporcionalmente predomina el rojo, así que la impresión general —lo tengo, mientras escribo, doblado frente a mí— es la de un viejo poncho rojo con rayas verdes.
Lo desdoblo: casi es cuadrado. Una tira bellamente bordada une las dos piezas rectangulares —dorsal, frontal— que lo conforman. El tajo horizontal para pasar la cabeza es demasiado estrecho para la mía, así que nunca me lo pude probar. Sus cuatro bordes van ribeteados con finísimos pespuntes de colores. Única concesión a la asimetría, en su esquina inferior derecha lleva bordado un hermoso ramillete de tres flores, tenues y precisas, con corolas geométricas en forma de estrella de seis puntas.
Es un poncho boliviano típico de la región de San Lucas, bastante añejo. La manera en que me hice de él, hace ya un lustro, todavía me llena de vergüenza.
Potosí, Bolivia. Casi casualmente me cruzo en ese punto del planeta con Haydée y Jorge, una pareja de amigos. Mexicanos de París, vienen, ellos, subiendo en autobús desde Humahuaca, del quebrado norte argentino; yo llevo un mes dando tumbos por el Altiplano boliviano y, frustrada mi tentativa de ir a examinar las huellas del anquilosaurio, decido aplazar mi partida para esperarlos.
Es mucho, demasiado, lo que podría contarse sobre la antaño opulentísima Villa Imperial de Potosí, cuyo Cerro Rico, literalmente una montaña de plata, terminaría financiando la Revolución Industrial. La gran opulencia, por supuesto, siempre corre pareja con la más obscena explotación. Patrimonio (también) de la Inhumanidad, Potosí nunca perdió la costumbre —y dejemos las cosas ahí— de la brutalidad.
Por correo electrónico (consultado en morosos cybercafés de módems antediluvianos), nos hemos dado cita en la plaza principal. Y ahí están y ahí estoy, recíprocamente incongruentes en ese marco geográfico. Es emotivo verlos, allí y enamorados. Ellos me descubren hirsuto y tostado:
—Te ves —me informa la guapa Haydée— un poquitín salvaje.
Nos vamos a comer al mercado. Los comedores quedan en un entrepiso, un sereno y democrático mezanine encima del laberinto de puestos. Toldos de plástico nos azulean la tez. Elegimos uno de tantos comedores con mesa de formica y sillas forradas de vinilo. Las grandes ollas y los renegridos peroles, la estufa, quedan a la vista al otro lado del pasillo. Una dependienta nos ilustra sobre las especialidades locales y acatamos sus sugerencias. Nos sirve grandes vasos de mocochinchi, un refresco casero de durazno con agua y canela.
Entre tanto, Haydée, Jorge y yo hablamos del mundo: tengo semanas de no abrir un periódico. Estamos a fines de noviembre del 2010 y el más reciente escándalo —me informan— es la filtración coordinada, vía Wikileaks, de más de 250.000 afrentosos cables diplomáticos del Departamento de Estado Norteamericano.
Al poco llegan nuestros humeantes platos de picana, un cocido de carnes con verdura y choclos hervidos en anís.
Jorge se especializa en el análisis informático del discurso y le sabe bastante a los ceros y a los unos. Mientras me habla entusiasta de un tal Julian Assange —primera vez que escucho el nombre— y de la “asimetría de información” entre la ciudadanía y los Estados, veo acercarse por el corredor, arrastrando los pies, a un hombre pequeño a un tiempo frágil y recio. Pide limosna.
Un mendigo prehistórico con un astroso poncho rojo. El poncho tiene lamparones de grasa y costras de vómito. Con un ramillete de flores bordadas es, no obstante, magnífico. Le escruto el terrible rostro: resecas facciones aymaras de cuero milenario. Es un rostro asimétrico, una bola de coca le abulta en permanencia la mejilla. La visera de una sucia cachucha de beisbolista arroja una sombra sobre los ojos, pequeños y turbios. En la gorra, un Che Guevara en bicromía y un lema: ¡Viva el Che!
Se detiene ante nuestra mesa llena de alimentos. Mira a través de las apariencias y decide lo que en el fondo somos: gringos.
Sabe lo que quiere: un vaso de mocochinchi. Señala mi vaso, que estoy por probar. Es el que tiene más a mano.
Se lo acerco.
En tres tragos largos se lo bebe y pide, con un ademán, que se lo vuelvan a llenar. Saciada su sed, retoma su lenta marcha.
Ya está por irse cuando —sin malicia alguna, ¡lo juro!— le chuleo el poncho rojo.
No lo duda un instante: se saca el poncho sin quitarse la gorra. Me lo arroja en brazos hecho una gran bola tiesa y colorada.
Algo masculla. Algo que no entiendo, acaso por haberme extraviado en su astrosa camiseta de manga ¾ con el logo de Burger King. Tampoco creo que este emblema reivindique cosa alguna; también esta prenda la pepenó por ahí...
—Le pide 150 bolivianos —intercede, trayéndome al presente, la dependienta.
—Sí, sí, claro, claro —reacciono.
Al abrir la cartera oculto, con maña de viajero, que llevo dentro muchos, muchos bolivianos. Saco dos billetes de 100 y los alargo, doblados.
La cuarteada mano los toma y los arruga. Enseguida señala, tocándolo casi, un trozo de carne en mi plato.
Haydée, Jorge y yo nos consultamos con la mirada. Despejamos de mochilas una silla e invitamos al hombre a compartir la mesa. Él se quita la gorra, escupe dentro —para más tarde— el amasijo de coca macerada y, de un gesto, vuelve a calarse la cachucha. Un hilillo verdoso le cruza vertical el rostro, de los labios casi inexistentes al ceño cortado por la gorra. ¡Viva el Che!
Pedimos, para nuestro invitado, un gran plato de picana.
—¿Cuántos años tiene? —pregunto por abrir el diálogo.
Alza las manos, pliega el meñique y nos enseña nueve dedos, retorcidos como troncos de vid: son las manos de un cuadro de Guayasamín.
—90 —verifico.
Me parece que asiente.
Devora la carne con fruición, separándola del hueso y desmenuzándola con las manos. También los nudosos dedos desgranan la mazorca de choclo —sería, entera, demasiado para tres o cuatro dientes flojos...
La comunicación se revela trabajosa. No habla el castellano. Cada tentativa nuestra se estrella en un muro (de adobe) de silencios.
El caldo chorrea por unos antebrazos negros de mugre y cae, a gotas, sobre el mantel de plástico. Chupa el tosco anillo de un hueso de res.
Le pregunto su nombre.
Me clava, sin dejar de sorber, una mirada legañosa. Por el cuello de la camiseta Burger King deja aparecer una turbia bolsita de plástico, que lleva prendida a la tela con un imperdible. El alfiler le da trabajo; realiza la maniobra a tientas, con varios yerros y extrema lentitud. Saca al fin de la bolsa una vieja credencial enmicada, que me entrega en son de respuesta.
Nombre: Timoteo Sora Mamani // Profesión: albañil // Fecha de nacimiento: --/--/1937 // Oriundo de: Tacobamba. Tras la mica rayada, el mismo rostro adusto de ojos enrojecidos, algo menos golpeado por la vida.
Cedo la credencial a Haydée, quien la estudia y pasa a Jorge, que a su vez la mira y entrega al propietario. Con parkinsoniana lentitud, Timoteo Sora Mamani devuelve la identificación a su bolsita y se prende ésta de las ropas.
Aparte de esa ajada credencial, no nos abre ninguna ventana a su ser. Se afana con sus huesos de caldo.
No tiene 90 años, tan sólo 74... —arroja, ocioso, mi cálculo mental.
Cuando ha decidido que se terminó la picana, se levanta. El gesto deja claro que, para él, no comíamos juntos. Ya para irse, me mira con dureza, con rabia y me suelta, casi como un escupitajo, un Gracias, papito lleno de inquina.
Se hace un gran silencio.
Su papito nos cimbra. ¿Qué hay en él?
Quizá 500 años de agravios.
Timoteo Sora Mamani se da media vuelta y se aleja arrastrando los pies. La silueta es triste y menuda. Have it your way, make it a Whopper, proclama su lomo todo huesos. Se pierde escaleras abajo.
Anonadado, con un nudo en la tripa, trato de colocar mentalmente las cosas en su sitio: acaso ese viejo poncho, tieso de mugre y costroso de vómito, lo era todo...
Busco el rostro de Haydée. Le tiemblan levemente las mejillas.
-—Debiste darle el dinero y devolverle el poncho.
Nada más me lo dice y dos lágrimas le surcan las mejillas.
Sensible a nuestra turbación, la señora del puesto se permite opinar:
—Ha hecho usted hoy una buena acción —pretende consolarme al tiempo que se acerca con una bolsa y se pone, diligente, a doblar el poncho. —Mañana Dios se lo pagará doble.
—La verdad, es que... no lo sé.
Jorge interviene, por racionalizar:
—No te azotes, míralo así: el trato los benefició a ambos. Él propuso la venta y fijó el precio. No hay por qué sentirse mal...
Sigo sin convencerme.
Terminamos de comer casi en silencio, ensimismados. Los perrillos del mercado se disputan los huesos de caldo que Timoteo Sora Mamani soltara debajo del asiento.
Los 200 bolivianos... Timoteo se los piensa beber, intuyo. Y a lo macho. Alcohol al 98% con gaseosa de naranja. Confío mi intuición a Jorge y Haydée, comentándoles al paso que en el Altiplano se les llama morados a los borrachines que, ebrios hasta perder el sentido, amanecen tiesos en la acera, literalmente morados: la noche andina los mató de frío.
De reflejos más raudos que los míos, Jorge de inmediato se moviliza:
—¡Vamos a buscarlo! ¡Hay que comprarle una chamarra china! Abajo vi miles...
—Ahí lo van a encontrar. Por ahí anda siempre... —nos interrumpe, para darnos ánimos, una vieja envuelta en cobijas, ésta sí nonagenaria, que lo ha seguido todo desde una banca aledaña. Se prodiga luego en consejos de cómo lavar el poncho. Que siempre con agua bien, bien fría; que no lo vaya yo a hervir pues se le iría el color... Ella es quien me informa de que de esos ponchos ya no hay, que eran de San Lucas.
Recorremos el mercado juntos, atropelladamente y luego, ya con creciente alarma, decidimos separarnos, repartirnos la retícula y triplicar así la posibilidad de un encuentro.
En vano.
Timoteo Sora Mamani se ha marchado.
¿Adónde? Adonde unos imprevistos y manidos billetes hayan podido llevarlo.
El poncho rojo de rayas verdes está doblado, frente mí, mientras escribo. Sus manchas nunca partieron del todo. Jamás me desprenderé de él. Si a Timoteo Sora Mamani no lo levantó, amoratado, el camión de la basura, debe hoy rondar los 79 años.
Todo se pierde.
Solo ahora, al terminarla, entiendo por y para qué escribo esta viñeta. Para, doblada en una bolsita de plástico, prenderla con un imperdible al hermoso ribete bordado del poncho de San Lucas. Cuando me toque en turno morir, algo se seguirá sabiendo de aquel fugaz y áspero cruce de destinos en el alto e inclemente Potosí.
Triste cosa es un viejo, un andrajoso abrigo
montado en una estaca...
W.B. Yeats
El poncho es de un algodón tan recio y de urdimbre y trama tan ceñidas que no deja atravesar el agua. Alterna, en franjas horizontales de...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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