La isla de la vida
La maestra y enfermera Elisabeth Eidenbenz creó en la localidad francesa de Elne una maternidad en la que atendió a refugiadas españolas y judías y en cuyas dependencias nacieron casi 600 niños
Miguel Barrero 27/01/2016
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Muchos años antes, Elisabeth Eidenbenz intuyó que tras las puertas de aquella casa podía avecindarse el porvenir. Sin embargo, nada de eso sabía François Charpentier cuando en 1997 compró por una cantidad irrisoria el viejo castillo de Bardou. Se enamoró del edificio en cuanto lo tuvo delante, y no fue el primero. Otros muchos se habían interesado en los años precedentes por aquella finca situada a orillas de la carretera de Montescot, en tierra de viñedos y a sólo siete kilómetros de la playa. Ocurre que la magnitud de los trabajos que era necesario acometer para convertir aquella ruina en algo parecido a un hogar terminaba por desanimar siempre a los posibles compradores. No fue el caso del mencionado Charpentier, que no quiso reparar ni en los gastos ni en el esfuerzo.
Enseguida se puso manos a la obra y el cambio no tardó nada en notarse, porque la construcción era en sí misma una pequeña joya arquitectónica que sólo a causa de la desidia llevaba décadas pasando inadvertida para los habitantes de los alrededores. Su historia comenzó cuando en febrero de 1900 el industrial Eugène Bardou, que llegó a ser alcalde de Perpignan durante un breve periodo y había hecho fortuna continuando con el negocio familiar de fabricación de papel de cigarrillos, compró un terreno de ocho hectáreas situado en las proximidades de la villa de Elne, un lugar idílico pero ya entonces sumido en cierta decadencia. Bardou levantó allí, entre 1900 y 1902, lo que él llamó una “mansión de campo” y los lugareños pronto empezarían a conocer como el “castillo de Bardou”. Allí vivió la familia los mejores tiempos de la belle époque, en largas etapas que se prolongaron durante casi un cuarto de siglo. Pero Eugène Bardou murió en 1927 y sus herederos volvieron a poner la propiedad a la venta. Esta vez no iba a adquirirla una familia de alcurnia, sino dos agricultores, Pierre y Charles Mirous, que llegaron a ella atraídos por la fertilidad de unas tierras que se pusieron a cultivar de inmediato. La mansión no les interesó especialmente y, de hecho, no llegaron a ocuparla.
Pero hagamos una larga elipsis para regresar a finales de la década de 1990, con la familia Charpentier ocupando los salones de su flamante mansión recién rehabilitada. Una tarde, sin previo aviso, alguien llamó a la puerta. Cuando el patriarca acudió a abrir, se encontró bajo el umbral con la silueta de un hombre que con voz temblorosa, en parte por la timidez y en parte por la emoción, dijo: “Perdone las molestias, pero llevaba mucho tiempo deseando venir a conocer este lugar; me llamo Guy Eckstein y nací aquí mismo, en esta casa”.
Eidenbenz viajó a la capital española integrada en el primer grupo de voluntarios del Servicio Civil Internacional
La visita hizo que, de pronto, el pasado se colara en el presente y la historia oculta del castillo de Bardou saliese a la superficie. Se trata de un relato que hunde sus raíces en la barbarie para extraer de ella una luminosa lección y cuyos prolegómenos se remontan a 1937. Ese año, el 24 de abril, llegó Elisabeth Eidenbenz a España. Nacida en Wila (Suiza) en 1913, apenas contaba veinticuatro años de edad cuando, tras estudiar Magisterio y dar clase en escuelas de adultos de Dinamarca, conoció las nuevas corrientes pacifistas y decidió viajar a la capital española integrada en el primer grupo de voluntarios del Servicio Civil Internacional y como parte de la organización Ayuda Suiza a los Niños de España. Allí se mantuvo, entre Burjassot y Madrid, dando auxilio a madres, niños y ancianos hasta que el conflicto llegó a su fin.
Se disponía a establecerse de nuevo en su país natal cuando el colectivo del que formaba parte, englobado ahora dentro de la estructura de la Cruz Roja, le pidió que permaneciese en la vertiente francesa de los Pirineos para ayudar a los refugiados que comenzaban a hacinarse en los campos de Argelès-sur-mer, Saint-Cyprien y Rivesaltes. Elisabeth no tardó en comprobar que la situación era verdaderamente crítica: a la comarca del Rosellón, en la que vivían por entonces unas 250.000 personas, habían llegado 300.000 refugiados procedentes de España, obligados a convivir en condiciones insalubres a la misma orilla del Mediterráneo. Las mujeres tenían que dar a luz en condiciones infrahumanas, y el edificio que para tal fin se acondicionó en Brouilla no solucionó el problema. Una mañana, mientras regresaba al campo de concentración de Argelès-sur-mer desde el mercado de la cercana villa de Elne, Elisabeth Eidenbenz vio a lo lejos un caserón en ruinas que llamó poderosamente su atención. Se trataba del castillo de Bardou, que los hermanos Mirous habían abandonado y cuyo usufructo cedieron en alquiler al colectivo solidario del que formaba parte la enfermera. La restauración del edificio costó 30.000 francos suizos, y una vez finalizada la Maternidad Suiza de Elne pudo abrir sus puertas a principios de diciembre de 1939. El primer niño nacería en sus instalaciones el 7 de ese mismo mes.
La maternidad contaba con medio centenar de camas distribuidas por habitaciones a las que las propias internas habían bautizado en homenaje a ciudades españolas
La vida de Elisabeth (“la señorita Isabel” para las mujeres a las que ayudaba a dar a luz) giró a partir de entonces en torno a ese lugar que se perfiló como una isla de vida en unos parajes que el éxodo había convertido en escenario de penurias y muerte. Los suministros llegaban al centro utilizando los corredores sanitarios abiertos por la Cruz Roja Internacional, y consistían básicamente en leche condensada y leche en polvo, chocolate, queso, conservas, harina, azúcar y arroz, a lo que había que sumar los biberones y las medicinas. La escuela suiza de enfermería enviaba a dos o tres profesionales cada seis meses, y junto a ellas colaboraban voluntarias y refugiadas de los campos. La maternidad contaba con medio centenar de camas distribuidas por habitaciones a las que las propias internas habían bautizado en homenaje a ciudades españolas. El cuarto destinado a los recién nacidos era Madrid; el más bonito, Barcelona. La sala de partos, tan temida que para muchas su mención provocaba terror, recibió el nombre de Marruecos por los temidos soldados regulares que compartían causa y pendón con los franquistas.
Pronto se unieron a las refugiadas españolas las mujeres judías que comenzaron a huir del delirio nazi con el estallido de la II Guerra Mundial. Cuando los alemanes ocuparon el sur de Francia, en noviembre de 1942, la maternidad trató de mantenerse al margen gracias a su adscripción helvética —la Ayuda Suiza a los Niños de España había sido amparada por la Cruz Roja—, pero aunque fue capaz de resistir durante un tiempo el equilibrio no tardó en resquebrajarse. Elisabeth Eidenbenz recibía, en su calidad de directora, frecuentes visitas de oficiales alemanes que requerían la entrega de las mujeres judías que tuviera bajo su custodia para deportarlas a los campos de concentración. Sus constantes negativas no hacían más que enfurecer a los militares teutones, que con la complicidad de los colaboracionistas de Vichy pudieron clausurar la maternidad en abril de 1944. Habían nacido en su interior 597 niños. Elisabeth regresó a Suiza y más tarde se trasladaría a Austria, donde dedicó el resto de su vida a los huérfanos, y la historia de la maternidad cayó en el olvido. El hecho de que el castillo de Bardou se levante no en Elne, sino en las afueras, y los desbarajustes propios de la época en la que sucedió todo hicieron que posteriormente, con la paz ya asentada en una Europa que hacía lo posible por recomponerse, nadie en el Rosellón guardara memoria de lo que había acontecido tiempo atrás en aquel edificio modernista que volvía a encontrarse en el más absoluto abandono.
La visita de Eckstein, el hombre que una tarde rompió la pacífica rutina de los Charpentier, vino a revertir esa situación. Él mismo se ocupó de buscar a Elisabeth Eidenbenz, a la que encontró en una residencia de ancianos austriaca, para llevarla de nuevo a Elne en el año 2002. La implicación de la propia familia propietaria del palacio, impactada y conmovida por la historia oculta del que pretendían que fuese su nuevo hogar, permitió agilizar los trámites para que el Ayuntamiento de Elne —entonces regido por Nicolás García, hijo de republicanos españoles exiliados— comprase en 2005 el castillo de Bardou y creara allí un espacio para el recuerdo de una gesta, la de “la señorita Isabel”, que no merecía verse enterrada en la desmemoria. También a la propia Elisabeth empezaron a reconocerle, tardíamente, sus méritos. Fue condecorada por el Estado de Israel (Medalla de los Justos entre las Naciones, 2002), el Gobierno de España (Cruz de Oro de la Orden Civil de la Solidaridad Social, 2006), la Generalitat de Catalunya (Cruz de Sant Jordi, 2006) y el Gobierno de Francia (Legión de Honor, 2007) y recibió, aunque fuese de manera indirecta, el cariño de los casi 600 niños que gracias a ella nacieron y lograron sobrevivir en un tiempo de ruido y furia.
Sergio Barba, que nació en la Maternidad de Elne y hoy preside una asociación que agrupa en el sur de Francia a los descendientes del exilio español, lo resume con claridad meridiana: “Mi madre me dio la vida y Elisabeth Eidenbenz me dio la confianza en el género humano”. “La señorita Isabel” falleció en la localidad suiza de Wila, la misma en la que había venido al mundo, el 23 de mayo de 2011. Los periodistas y estudiosos que en los años anteriores habían ido a entrevistarla a propósito de la Maternidad Suiza de Elne obtuvieron siempre idéntica respuesta: “Hice lo que tenía que hacer”.
Muchos años antes, Elisabeth Eidenbenz intuyó que tras las puertas de aquella casa podía avecindarse el porvenir. Sin embargo, nada de eso sabía François Charpentier cuando en 1997 compró por una cantidad irrisoria el viejo castillo de Bardou. Se enamoró del edificio en cuanto lo tuvo delante, y no fue...
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Miguel Barrero
Asturiano de Oviedo, 1980. Ha escrito Espejo (KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012) y Camposanto en Collioure (Trea, 2015). Ha colaborado en obras colectivas como la antología Náufragos en San Borondón (Baile del Sol, 2012) o Tripulantes (Eclipsados, 2007).
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