LA AMABILIDAD DE LOS EXTRAÑOS
Orgullo de sangre
Desirée Baudel 27/01/2016
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Primero leo con cierta estupefacción e incomprensión, como si estuviera leyendo sobre un rito iniciático de una tribu de la polinesia, que el diestro Francisco Rivera ha compartido una instantánea del momento en el que torea una vaquilla con su hija de cinco meses en brazos. A continuación, me tropiezo con la noticia de que por primera vez en una década se ha estancado la caza furtiva de rinocerontes en África. Estas dos noticias no tienen mucha relación, ni siquiera comparten sección, pero su lectura consecutiva ha originado una serie de conexiones en mi cabeza que han derivado en una idea, quizás algo cogida por los cuernos: “La sangre derramada no es motivo de orgullo”. No debería serlo nunca.
Sé que el torero se refería al linaje al añadir el hashtag #orgullodesangre en sus redes sociales, pero viendo la fotografía no puedo apartar la mirada del rojo de la muleta ni del rojo que mana por la herida de la vaquilla. No está jugando, no está fotografiándose con su hija delante de una jaula en un zoo (cuya función también es discutible), ni está lanzando una pelota a su perro para que la niña experimente la alegría de ver cómo el can la suelta en su regazo. Está derramando la sangre de un animal indefenso, por muchos cuernos que luzca, como diversión y ejemplo.
Y, mientras, un poco más al sur, los pobres rinocerontes se están enfrentando a su propia extinción sin tiempo para asimilar la llegada de su final. Según los datos facilitados por el Ministerio de Medio Ambiente de Sudáfrica, en 2007, los furtivos acabaron con la vida de 13 rinocerontes sudafricanos para traficar con sus cuernos. En 2014, estos cazadores ilegales mataron a 13 rinocerontes cada cuatro días (1.215 ejemplares en todo el año). En 2015, sólo han matado a 1.175 rinocerontes blancos. Parece ser que esos 40 rinocerontes de menos en el cómputo de los animales muertos abre la puerta al optimismo.
En el mercado ilegal, un cuerno puede llegar a venderse por varios cientos de miles de euros. Todo porque, según la medicina tradicional china, la queratina de la que están formados puede sanar de males incurables; además, la mezcla del polvillo que se obtiene al machacarse un cuerno en un recipiente específico para tal función con vino es considerada un elixir de dioses capaz de reafirmar a los que lo toman en su sensación de poder y superioridad, económica y social. Y digo yo que si la queratina tuviera esos efectos, después de tantos años mordiéndome las uñas me habría convertido ya en una superheroína que siempre llega puntual a la guardería sin despeinarse y sin parecerse tanto a otro animal en peligro, a un oso panda aquejado de insomnio.
Miro la foto de un rinoceronte blanco al que un cazador ha arrancado media cara para llevarse el cuerno, cambio de pantalla y me fijo en la mancha roja en el lomo de la vaquilla a la que, tan orgulloso de hija y de sangre, da el pase Fran Rivera. Sé que no se pueden comparar dos realidades tan diferentes, sé que una pertenece al folklore y la otra, a la superstición; sin embargo, al ver las dos imágenes pienso en lo subjetivo de la tradición. La tradición nos sirve de prisma a través del cual ver, interpretar y asimilar lo que nos rodea para convertirlo en algo cercano y propio. Luego, un poco más allá de la identidad, queda la justicia y el sentido común. Fue Gandhi el que dijo algo así como que la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la forma en que trata a sus animales.
Si la sangre de los rinocerontes derramada para satisfacer el insaciable mercado ilegal asiático de remedios tradicionales no es motivo de orgullo, tampoco debería serlo la de los toros que moja la arena de los ruedos.
Primero leo con cierta estupefacción e incomprensión, como si estuviera leyendo sobre un rito iniciático de una tribu de la polinesia, que el diestro Francisco Rivera ha compartido una instantánea del momento en el que torea una vaquilla con su hija de cinco meses en brazos. A continuación, me tropiezo...
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Desirée Baudel
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