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Primer acto
En España sólo hay tres carnavales que ostentan el título de Fiestas de Interés Turístico Internacional. Desde el pasado 4 de febrero por las secciones de opinión corre un WANTED con el rostro del “Carnaval de Tetuán”, se buscan epítetos para tipificarlo.
Pero no todo han sido adjetivos durante estas últimas semanas, en medio ocurrieron cosas entre terribles y terriblemente descorazonadoras. Una de ellas fue el encarcelamiento de dos titiriteros acusados de glorificación del terrorismo. Otra ver que la política profesional mantiene su delay respecto a los movimientos sociales. La última que –contra lo creído por Stendhal– la política en las ficciones ya no suena como un pistoletazo en mitad de un concierto, algo grosero y a lo que sin embargo no se puede negar cierta atención: dentro de la actual política-ficción todo el mundo va armado hasta los dientes, aunque, claro, no es lo mismo disparar contra las multitudes, acribillar al pianista o pegarse un tiro en el pie.
Puede que éste sea el motivo por el que la sátira de La bruja y don Cristóbal haya tenido –a lo Clausewitz– su continuación bélica “en los medios” o “por todos los medios”, certificando esa máxima marxista de que la actualidad se escribe primero como farsa y después como tragedia.
La mayoría de asaltos a la libertad de expresión se despliega según un protocolo periodístico parecido. En un vértice hay sistemas de opinión configurados para el disimulo que, de repente, soplan las trompetas del Apocalipsis, decretando el fallecimiento de los valores y el sentido común. En la esquina opuesta se entonan mea culpa y sus perdones correspondientes, abrazos de condolencia y golpes narcisistas sobre el pecho. Luego está la infantería gramatical, una tropa que agita palabras de altos vuelos como la autocensura o el viejo estandarte de las libertades sin libertinaje. En el córner de los castigados a pensar suele haber un inepto necesario o un incriminado estupefacto, quien imparte la primera rueda de prensa. Con toda seguridad alguien pasa varias noches en el calabozo mediático o en las celdas de la policía, también pierde su trabajo. Con mucha suerte se producen clamores populares.
Segundo acto
Mis dos eslóganes preferidos durante un proceso de represión cultural son, por este orden, la existencia de límites que no deben franquearse en aras de las responsabilidades públicas, así como la nula calidad de lo expresado y, por ello, susceptible de ser reprimido.
Como tantos seres angelicales, estas líneas rojas que protegen la salud expresiva de la sociedad nadie las ha visto ni ha intimado con ellas, nunca fueron sometidas al escrutinio colectivo y habitan dentro de una lámpara oxidada, esperando que Aladino con cara de concejal o de director de museo las libere mediante varios frotes de manga.
En cuanto a la improcedencia de ciertos mensajes –y lejos del de gustibus non disputandum– resulta poco sólido que en tiempos de apelación al “factor populista” continuemos refugiándonos en la aristocracia del paladar. La autogestión de lo zafio y lo divino entra dentro de nuestras competencias interpretativas. Lo llaman democracia del gusto, aunque a veces no lo es.
Me incorporo a quienes andan citando estos días la tragedia griega. En la tragedia griega lo obsceno era aquello que, por su crudeza, se representaba fuera del escenario, más allá de la escena. Era un excurso que ampliaba los márgenes del discurso y que servía para rescatar al espectador de identificaciones literales. Al mismo tiempo evidenciaba que el marco del teatro difería de los argumentos de la realidad.
Y me añado, sólo parcialmente, a quienes ensanchan el campo semántico de la libertad de expresión con su homóloga libertad de ficción, pues en efecto no es menos ficticia La bruja y don Cristóbal que el Código Penal español y, si me apuran, que la misma España. Las tres son instancias que comparten régimen simbólico –también cierto carácter inefable– aunque sus usos y abusos son radicalmente distintos.
Si lo que se pretendía era regular qué es improcedente y qué adecuado empecemos por el principio o con mayor rigor, pero tal vez nos quedaremos sin fábulas que explicarles a nuestros hijos; cuentos sexistas, homófobos, sangrientos y llenos de racismo con los que arrullar el sueño normativo de la clase media sentimental. Si lo que se buscaba era medir la legibilidad de las ficciones colectivas abramos un capítulo dedicado a la lectura como práctica cultural y, más aún, historicemos aquellas condiciones en las que fuimos construidos como lectores. En este caso que alguien le preste al juez Moreno algunos textos básicos de Pierre Bourdieu.
Tercer acto
Recapitulando. La libertad de expresión es lobotomizada sin su consecuente libertad de ficción. No obstante, sin “libertades de fricción” cualquier ejercicio expresivo se convierte en una ceremonia autista o, peor, en un karaoke entre cifras vagamente exactas y datos necesariamente inexactos.
O dicho de forma directa, el carnaval es el momento y el sitio donde las fricciones ya no sólo se escenifican, sino que también se encarnan.
Contra el estado de excepción como forma de gobierno desde arriba y mediante la emergencia, como eclipse jurídico donde se apagan y desdibujan las finas fronteras entre el derecho y la violencia, el “estado de carnavalización”, es decir, el carnaval, supone una oportunidad para reimaginar, desde abajo, cuáles son los ritmos simbólicos de la política, cómo se desautorizan sus roles y sus mecánicas, de qué forma subvertir las asignaciones y los consensos que tranquilizan la realidad social.
En este sentido, el carnaval no es el baile entre doña Verdad y don Ficción, sino el instante donde lo inaudito irrumpe en mitad de lo acordado, permitiéndonos ver otras posibilidades y otros horizontes desposeídos de representación, nunca irrepresentables.
Coda moral
Con el “Carnaval de Tetuán” estaba en juego algo más urgente que calibrar los reflejos de la caverna mediática, pues disfrazados de Pedro Picapiedra hay benefactores culturales, próceres locales y demás fauna de la burguesía recalcitrante. Tampoco el sadismo de eso que algunos llaman, con gran sentido épico, las guerras de la cultura.
Aquí se dirimía hasta qué punto la “nueva política” era oxímoron o proyecto de reinvención de la esfera pública; cuántos kilos de obediencia somos capaces de ingerir en pos de una desobediencia moralmente ecuménica e ideológicamente saludable. Nótese que no hablamos de revolución, de eso ya hablaremos el año que viene cuando, por cierto, se cumplen cien años de la Revolución Rusa y algunos editorialistas ya pidieron asilo para octubre en las Islas Caimán.
Después del empacho postestructuralista, muchos aguardábamos tiempos no tan compungidos. Había gente esperando las rebajas de la equidistancia y unas vacaciones del tacticismo como premio de consolación. La chirigota de El Selu lo diría de otra forma: ¡Menos Michel Foucault y más Pericón de Cádiz! ¡Más Chano Lobato y menos espectros de Marx!
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Valentín Roma (Ripollet, 1970) es historiador del arte y escritor. Ha comisariado exposiciones de Pedro G. Romero, Manolo Laguillo, Eugeni Bonet y Daniel García Andújar, entre otros. Su último libro publicado es Rostros (Periférica)
Primer acto
En España sólo hay tres carnavales que ostentan el título de Fiestas de Interés Turístico Internacional. Desde el pasado 4 de febrero por las secciones de opinión corre un WANTED con el rostro del “Carnaval de Tetuán”, se buscan epítetos...
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Valentín Roma
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