TRIBUNA
¡Es que no nos representan!
Voto directo y una reforma de la legislación electoral son fundamentales para que no nos veamos atrapados en situaciones como la actual
Francisco Jurado Gilabert 12/03/2016
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Célebre es la oración que reza “no permitas que la realidad te estropee un buen titular”. Del mismo modo, podríamos aplicarla al drama de la investidura diciendo “no permitas que la sociedad te estropee un buen Gobierno”.
Esta extraña partida de mus que estamos sufriendo desde el 20D parece, por momentos, abocarse a nuevas elecciones. La cuestión es si, de celebrarse, cambiarían sustancialmente como para tener un otro escenario que facilitase aritméticamente algún juego de pactos. Todo hace pensar que no, que el problema real, más allá de la falta de entendimiento o de los intereses de los diferentes partidos, es que la sociedad española está viviendo un momento de transición generacional --por tanto, cultural--, cuyo reflejo en las urnas se traduce en la presencia de cuatro grandes partidos con aspiraciones a todo.
Las elecciones son como una foto. Una toma estática de la toma de posiciones del conjunto de la población. Lo que hacen las legislaturas es arrastrar esa foto durante cuatro años, presumiendo que los deseos y los intereses de los electores coinciden con los programas de los partidos a los que eligen. Presumiendo, además, que esos partidos van a cumplir aquello que aparece en sus programas. A esto lo llamo política de bloques.
Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si una persona votase, por ejemplo, al Partido Popular porque, para ella, pesan más en la decisión elementos como la religión o el rechazo al derecho a abortar? ¿Y si esta persona, en cambio, no estuviera de acuerdo con la reforma laboral o con la Ley Mordaza?
La política de bloques distorsiona una de las dimensiones de la representación, aquella por la que presume que la composición de los parlamentos refleja la composición de los intereses del conjunto de la sociedad. Esto es posible comprobarlo con ejemplos notorios, como la reforma del artículo 135 de la Constitución o la entrada en la guerra de Irak. Decisiones adoptadas por una mayoría parlamentaria y que no contaban, encuestas en mano, con el beneplácito de igual porcentaje de la población.
Pero la distorsión no acaba aquí, sino que se agrava por los efectos del modo de reparto de los escaños. Y no, no es el método D’Hont –que no ley, como se suele denominar--, sino la atribución de dos escaños de base por provincia lo que produce que partidos como Izquierda Unida tengan dos diputados con cerca de un millón de votos y otros, como ERC, 9 escaños con 600.000. O que el PSOE tenga 21 escaños más que Podemos y sus confluencias con, tan sólo, medio millón de votos más.
A esto hay que sumarle, a su vez, un tercer factor: aproximadamente un tercio de la población no participa en las elecciones, o votan en blanco, o nulo, o sus partidos se quedan sin representación, por lo que el Congreso refleja, simplemente y de manera distorsionada, las preferencias de, tan solo, dos tercios de la población. Es decir, las elecciones no es que sean una foto que se arrastra durante la legislatura, es que, además, son una foto de mala calidad, borrosa y mal enfocada.
¿Y por qué mantenemos un sistema tan defectuoso para determinar quiénes son las personas que toman las decisiones que afectan a nuestras vidas?
La respuesta a esta pregunta daría para una tesis doctoral. No voy a detenerme a desarrollar hipótesis sobre los intereses de determinados grupos que, de esta forma, ostentan posiciones de poder, los verdaderos beneficiarios de este sistema. Me voy a centrar únicamente en los factores objetivos, los límites espacio-temporales. Y es que, en la transición hacia los sistemas parlamentarios, era impensable organizar un gran territorio con otro mecanismo que no fuese el representativo. Los costes de trasladar la información (deseos y voluntades de miles o millones de personas), de trabajar esa información y de convertirla en leyes o en actos ejecutivos, eran altísimos. Como digo siempre, era imposible meter a tanta gente en una habitación, por grande que fuera, y ponerla a debatir y a votar todo.
Incluso hoy en día, un momento histórico en el que los avances en las tecnologías de la comunicación sí permiten procesar y trabajar grandes cantidades de información, tampoco podemos pretender construir un ágora virtual que sustituya al Parlamento, donde estemos todo el día debatiendo, enmendando, legislando, decidiendo. Sería incompatible con nuestro trabajo, con nuestro ocio y con nuestro sueño.
La representación, mal que nos pese, es necesaria, pero no cualquier tipo de representación, y esta que tenemos ahora adolece de dos males: uno, el ya mencionado de la distorsión, de que no es capaz de trasladar fielmente la composición de la sociedad a la composición parlamentaria, en gran parte, por la legislación electoral pero también porque la representación política es “obligatoria”, y este es el segundo mal.
Si lo pensamos, desde que nacemos hasta que nos morimos, vivimos representados. Hay y habrá personas que tomen decisiones por nosotros, votemos o no, salga elegido nuestro partido o no. Estamos tutelados como si fuéramos menores de edad, como si no tuviésemos capacidad suficiente para mostrar nuestra preferencia sobre esta o aquella política, pero sí para elegir quién la llevará a cabo en nuestro lugar, presumiendo –otra presunción-- que ese representante sí que está preparado.
Pero es error, en mi opinión, de muchos teóricos o de muchos activistas por la democracia, contraponer la representación, en abstracto, a la participación. Bien entrados en el siglo XXI, tenemos las herramientas y los conocimientos necesarios para poder mezclar ambos conceptos, para mejorar los sistemas representativos hasta conseguir que verdaderamente funcionen como mecanismos para trasladar los deseos e intereses de la población y convertirlos en leyes y en actos ejecutivos. Y, en última instancia, poder corregir cualquier decisión que no nos guste, que se aparte del camino, a través del voto directo en el Parlamento.
Célebre es la oración que reza “no permitas que la realidad te estropee un buen titular”. Del mismo modo, podríamos aplicarla al drama de la investidura diciendo “no permitas que la sociedad te estropee un buen Gobierno”.
Esta extraña partida de mus que estamos sufriendo desde el 20D...
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Francisco Jurado Gilabert
Fue asesor del grupo parlamentario de Podemos en Andalucía. Es Jurista e investigador en el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) de la Universidad Autónoma de Barcelona. Especializado en campos como la tecnopolítica, el proceso legislativo y la representación. Activista en Democracia Real Ya, #OpEuribor y Democracia 4.0. Autor del libro Nueva Gramática Política (Icaria, 2014).
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