Migrantes atrapados en Lesbos
No pueden continuar su ruta hacia Europa ni tienen derecho a solicitar asilo. Sin papeles y con miedo a ser deportados, decenas de marroquíes, argelinos y tunecinos permanecen varados en la isla griega
María José Carmona 9/03/2016
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¿Y tú cómo has llegado hasta aquí? No es la primera vez que se lo preguntan. Cada vez que Reda cuenta de dónde viene suele encontrarse la misma cara de asombro. Cerca de 5.000 kilómetros separan su ciudad natal, Marrakech, de la isla de Lesbos. Un viaje largo en el que este marroquí de 28 años ha invertido todos sus ahorros. "Pagué 550 euros por el vuelo de Marrakech a Estambul y di otros 800 para pagar la barca desde Izmir (Turquía) a Lesbos". Un costoso rodeo (teniendo en cuenta que España está a solo 14 kilómetros) que, sin embargo, están tomando cada vez más jóvenes magrebíes.
Unas 120.000 personas han desembarcado en las islas griegas en lo que llevamos de año. Según la Organización Internacional de las Migraciones, el 94% son refugiados (mayoritariamente procedentes de Siria, Afganistán e Iraq). Sin embargo, la ruta abierta entre Turquía y Grecia atravesando las aguas del Egeo despierta también las esperanzas de otros muchos que, si bien no huyen de las bombas, lo hacen de la pobreza y la falta de oportunidades. Personas procedentes de países como Marruecos, Argelia, Pakistán o Bangladesh. No se les considera refugiados, sino migrantes económicos. Tras ellos hay largos y tortuosos periplos, algunos incluso rozando los límites de la comprensión. "Hace unas semanas llegaron en una barca dos personas de República Dominicana. Me sorprendí al escucharles hablar en español", cuenta asombrado un voluntario. La necesidad obliga a tomar caminos inesperados.
La ruta del Mediterráneo oriental, que conecta por mar Grecia y Turquía, ya venía soportando una importante presión migratoria desde el año 2008. Entonces concentraba el 40% de las entradas irregulares a la Unión Europea, fundamentalmente de iraquíes y afganos. Hoy el número de personas que opta por esta vía es cinco veces superior (se espera que la cifra llegue al millón a mediados de marzo) y el abanico de países de origen, con la población siria a la cabeza, cada vez es más amplio. Como explica la agencia europea Frontex en su página web, "el contrabando de personas se ha convertido en una industria muy importante en Turquía. La flexibilización de las normas de visado ha creado un factor de atracción para migrantes que llegan al país en avión antes de intentar su entrada en la UE". Según Frontex, estas redes de contrabando podrían haber ganado desde 2015 más de cuatro billones de euros.
La fuerte represión policial en las vallas de Ceuta y Melilla y el peligro de cruzar un Estado en plena guerra civil como Libia para intentar alcanzar Italia han convertido la ruta del Mediterráneo oriental en la alternativa más viable para los migrantes magrebíes. O eso es lo que ellos creen. "Necesito trabajar para mantener a mi madre y a mis dos hermanos pequeños. Por eso me fui de mi país. Mis amigos me dijeron que era fácil entrar a Europa por aquí". Reda se equivocaba, entrar no es sencillo para nadie y mucho menos para los migrantes económicos, considerados aquí los parias entre los parias.
Hasta hace unos meses, todas las personas que llegaban en botes hasta la costa de Lesbos eran conducidas al campo de registro de Moria, donde se les tomaba una fotografía, sus datos personales y huellas dactilares. Con esta información se les concedía un permiso de 30 días para permanecer en Grecia y decidir si continuar la ruta hacia los Balcanes o iniciar la solicitud de asilo en el país heleno. Sin embargo, como confirman fuentes cercanas a Moria, desde diciembre esta posibilidad ha sido negada a marroquíes, argelinos y tunecinos. Sin ese permiso, no cuentan con ningún documento que les garantice su estancia legal. Tampoco pueden comprar un billete de ferry que les permita llegar a Atenas, como sí hacen el resto de nacionalidades. Están atrapados en Lesbos y con el miedo permanente a ser detenidos y deportados. Cuando ya pensaban que la odisea había acabado, Ítaca se desdibuja en el horizonte.
"Me pregunto si habrá botes para llegar hasta Atenas", reconoce Abdulah, de 29 años. Es una idea descabellada. Si entre Turquía y el sur de Lesbos hay 21 kilómetros, entre la isla y Atenas son cerca de 470. Pensar en cruzarlo en una barca hinchable es sencillamente una locura. Sin embargo, y aunque sonríe ante su propia ocurrencia, parece meditarla en su interior. Abdulah nació en Libia pero se marchó muy joven a trabajar a Marruecos. Ahora sueña con llegar a Italia, donde viven sus seis hermanos. "A nosotros no nos dan nada por no ser refugiados. Pero yo pienso que en Marruecos también se muere la gente sin trabajo y sin comida, por eso venimos aquí". Atrás deja un país con un 20% de paro juvenil, incapaz de dar respuesta a sus aspiraciones, delante de momento no hay nada.
"¿Qué puedo hacer ahora?, pregunta a un grupo de voluntarios. Estos son, ahora mismo, la única red de apoyo con la que cuentan los migrantes económicos atrapados en Lesbos. Organizaciones de la sociedad civil como No borders Kitchen o Better days for Moria han creado sus propios campos de refugiados donde les dan alojamiento en tiendas de campaña y comida, sin hacerles demasiadas preguntas. Justo lo que ellos necesitan. Es el único espacio seguro que tienen, aun sabiendo que en cualquier momento la policía podría identificarles y obligarles a desandar todo el camino recorrido. "Algunos llevan viviendo aquí desde hace meses", reconoce uno de los trabajadores de Better days for Moria.
Existe una última opción, la de comprar a los traficantes un pasaporte sirio falso. Algunos optan por ella, lo cuentan en voz baja en los corrillos al calor del fuego. Es una apuesta complicada y el precio es caro, pero han arriesgado demasiado como para resignarse a vivir encarcelados en estos 1.630 kilómetros cuadrados sobre el Egeo. La posibilidad de la deportación y la cárcel está sobre la mesa, y aun así esa falsa identidad tampoco les garantiza llegar a su destino. Si consiguen atravesar Grecia, llegarán las complicaciones en Macedonia donde, tras el cierre de la frontera el pasado 29 de febrero, se espera que más de 70.000 personas queden atrapadas allí a lo largo de este mes. Ellos siempre serán los que tengan menos opciones de salir.
Desde el inicio de esta crisis humanitaria, Europa insiste en marcar distancias entre refugiados y migrantes económicos, ofreciendo tímidos gestos de solidaridad hacia los primeros a costa de endurecer el acceso a los segundos. El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, recordó hace solo unos días la necesidad de "reforzar los controles fronterizos contra los inmigrantes económicos ilegales", al mismo tiempo que se incrementa el apoyo a los refugiados sirios y de otros países vecinos.
Organismos internacionales como el Instituto de Desarrollo de Ultramar (Overseas Development Institute, ODI), con sede en Londres, rechazan esta división tajante. En su reciente informe ¿Por qué la gente se mueve?, advierte de que "esta distinción entre migrantes económicos y refugiados no refleja la realidad compleja de la migración. Una persona puede moverse de una a otra categoría o estar en las dos a la vez". Asimismo, el ODI defiende que "los esfuerzos por intensificar los controles en las fronteras no conseguirán reducir los flujos de personas migrantes, simplemente les obligarán a buscar otras rutas cada vez más peligrosas".
Si 5.000 kilómetros no son suficientes para conseguirlo, siempre habrá otros rodeos. Cada vez más largos, cada vez más costosos, cada vez más inseguros. "Mi madre me manda todos los días mensajes al móvil para enviarme fuerza y yo no sé cómo decirle que no puedo salir de aquí", admite Reda. "No sé qué hacer. Incluso a veces pienso en volver a Marruecos e intentar entrar en patera a España", dice con la mirada al frente, perdida en el mar, como si se le hubiese escapado el pensamiento en voz alta.
¿Y tú cómo has llegado hasta aquí? No es la primera vez que se lo preguntan. Cada vez que Reda cuenta de dónde viene suele encontrarse la misma cara de asombro. Cerca de 5.000 kilómetros separan su ciudad natal, Marrakech, de la isla de Lesbos. Un viaje largo en el que este marroquí de 28 años ha invertido todos...
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María José Carmona
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