Es la nación lo que se ha roto, mientras el estado continúa funcionando con perezosa normalidad. La nación ha desaparecido, pero el estado envía embajadores a 194 países y prisioneros a 200 cárceles. La nación se ha extinguido, solo queda su leve huella en el suelo de la isla, pero los trabajadores reciben con puntualidad brevísimos salarios, un millón de planillas son acuñadas, firmadas y archivadas cada día en cien mil oficinas de muy variadas autoridad y ventilación, y el Noticiero Nacional informa todas las noches a su audiencia del estado del tiempo y de las horrísonas catástrofes que asolan otros países. La nación ha sido clausurada, quizás definitivamente, pero las editoriales publican aún dolorosos cuadernos de poemas y biografías de personajes notables, se reparten, contando cada gramo, el pan y el arroz, están abiertos los hoteles, los hospitales y los burdeles, y a cada niño que nace se le da un nombre, un número de identidad y un desvencijado gentilicio.
El estado en Cuba es un estado de mínimos, que da a la gente comida suficiente para que no se mueran de hambre, ni una mordida más, un número bien calculado de horas de televisión para mantenerlos distraídos, y no demasiadas, no vaya a ser que se harten también de la televisión y pidan otra cosa, y solo las golpizas necesarias, las que se ven inevitables, temiendo que, una patada más, otra nariz rota, quizás un muerto, y salga todo el mundo a la calle a protestar. No es Dinamarca, Cuba, pero funciona, y hay casi un nuevo arte en ello. Si llega una aspirina al país, se la vende al primero de la cola. A cada familia se le da agua por una hora cada día, y en épocas de sequía, una cubeta llena. Si se construye, súbitamente, una casa, se la da al ministro que más la necesite, y si ya no queda ministro sin casa, a algún campeón olímpico que aún viva en una choza o en una ruina, y si no queda tampoco uno de esos, a la familia que más décadas lleve viviendo en un refugio. Si un nuevo asunto, de inquietantes consecuencias para el país, tuviera que ser tratado por los periódicos, se lo encomienda al periodista que más convincentemente lo pueda tratar como si fuera todavía 1975, con el ortodoxo optimismo de aquella época, y asunto resuelto.
La nación, sin embargo, ha fallado en sus más esenciales funciones. Como nación, Cuba ha dejado de tener propósito y dirección, ya no tiene razón de ser. No se ve qué se da a sí misma, ni qué le da al mundo. Ni libertad ni justicia ni riqueza se ha dado, ni se los ha dado al mundo desde hace mucho. Azúcar, Cuba ya no fabrica tanta. Café, apenas una pizca. Autos, aviones, computadoras, Cuba deja plácidamente que los fabriquen los alemanes y los chinos. La laguna de petróleo sobre la que la isla presuntamente flotaba no ha sido encontrada, así que Cuba ha seguido exprimiendo golosamente el petróleo de Venezuela. El Presidente de Estados Unidos y el Papa son más populares, en Cuba, que cualquier cubano que no haga música de bailar, y quizás, si se investiga, incluso más que cualquiera, músico o no. Los cubanos atascan las carreteras de Centroamérica tratando de llegar a Texas, y el Estrecho de la Florida tratando de llegar a Cayo Hueso, y se aglomeran en las puertas de las embajadas en La Habana reclamando una visa para ir a casi cualquier parte. Las revistas intelectuales citan a Gramsci y a Foucault, hablan de poder y ciudadanía, de democracia popular y economía social, como si sus autores fueran todos mexicanos o argentinos. Cuando la policía interrumpe, a empujones, una marcha de quince o veinte mujeres, en vez de salir a defenderlas, la gente se esconde, vira la cara, o sale a ayudar a la policía, a empujar e insultar también. Nadie se ha levantado jamás de su asiento en la Asamblea Nacional para decir, cortésmente, “Basta”.
El estado en Cuba envileció primero a la nación y después la aniquiló minuciosamente. El estado creció hasta ser cien veces más grande que la nación, y no hubo sitio para los dos en esa brizna de país. La nación cedió su lugar, se entregó al estado sin condiciones, se resignó a su oscura, silenciosa muerte. Cada uno de los componentes de la nación la han traicionado, los obreros que roban cemento, pintura o gasolina en vez de hacer huelga para reclamar su derecho a hacer huelga, los doctores que cobran cien dólares para poner a un paciente al frente de la lista de espera para una operación, los jóvenes que marchan por las calles con fotos de jóvenes de otras épocas que, de estar vivos ahora, estarían en la cárcel, o no estarían en Cuba, los vocingleros exiliados que creen que Barack Obama debería hacer por los cubanos lo que los cubanos mismos no saben o no quieren hacer.
Una nación que tanto se ha acostumbrado a vivir sin libertad y sin esperanzas, y no parece apurada por recuperarlas, o siquiera interesada en hacerlo, no lo es más. Pocos pueblos en esta época han dado tanto poder por tanto tiempo a sus dueños a cambio de tan poco, y pocos han hecho menos por librarse de ellos. Sin una nación que se le oponga y lo corrija, el estado en Cuba no tiene por qué cambiar, al menos cambiar más que lo muy poco que otros países le piden que cambie para poderlo tratar con la misma cordialidad con que tratan a Suiza. Aferrados a los restos de la nación, a lo que recuerdan de ella, su música, sus sombríos héroes, sus poetas, 1959, los cubanos pretenden ser todavía lo que ya no son. Pero nada son, nada los une ya, nada los impulsa y conmueve, no hay qué los pueda salvar.
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Este artículo se publicó el 16 de marzo en El estornudo, revista cubana independiente con la que CTXT mantiene un acuerdo de colaboración e intercambio de contenidos.