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“Luis Aragonés, Luis Aragonés, Luis Aragonés..”. Las tripas del Allianz se estremecieron después de que el trueno de Griezmann lograse que Guardiola palideciera y que Rummenigge buscase un agujero donde practicar la táctica del avestruz. Y en mitad de la tormenta perfecta del ogro alemán y del enfervorizado júbilo teutón, se abrió paso el grito al viento de miles de atléticos que elevaron una plegaria al cielo estrellado muniqués. Milán estaba ahí. Había mucho que sufrir todavía y restaba un mundo por delante, pero la segunda oportunidad después de Lisboa, la tercera después de Bruselas, estaba ahí. Y Luis, siempre presente porque no se fue, también estaba ahí. Y Dios, que dicen es del Madrid, que aprieta las rayas canallas pero casi nunca ahoga, hizo la vista gorda esta vez, quizá feliz porque mientras él hace lo suyo, Simeone le sigue llenando el cielo de almas, hasta los topes, razón por la que tolera que los atléticos recen el Cholo nuestro que estás en los cielos, porque nunca hay que dejar de creer. Muchos miraron al cielo, le pidieron a lo más sagrado y se santiguaron. Milán estaba ahí, al alcance, y sólo había un temor: que el Atleti fuese carne de hospital, como en épocas pretéritas con nombres propios de los que uno no quiere acordarse. A Dios rogando y con el cholismo dando, los minutos fueron cayendo, como caen las hojas en otoño, lentamente, hasta que el árbitro se llevó el silbato a la boca y certificó que si en la vida no hay revanchas, siempre hay nuevas oportunidades. Y más allá del sacrificio, el coraje y la ambición de un grupo que enorgullece a una afición que se siente representada en el campo, emergió un nombre propio entre tanta plegaria y tanto apóstol atlético: Jan Oblak. De profesión, portero. Y en horario laboral, santo.Normal que cada día le quieran más.
Un tipo fornido, alto, despistado, con unos brazos en forma de tentáculos y menos palabras en castellano que un telegrama. Un esloveno sereno, con temple de acero y ajeno a maldiciones. Un gachó que no cree en supercherías, que viste de amarillo, que tiene el número 13 cosido a la espalda y que se puso Múnich por montera. Portero sobrio, de estampa antigua, manos recias y personalidad extrema, Oblak se encargó de mandar al infierno todos los temores del Atleti. En la fase de grupos, cuando la luz del equipo se apagaba en Da Luz, hizo dos paradas de categoría para clasificar a los suyos. Ante el PSV hizo una de las mejores paradas de toda su vida en un remate cruzado y aquello sirvió para que después, en una tanda de penaltis no apta para cardiacos, el balón de un neerlandés besase la madera. En el Camp Nou, en mitad de un tsunami de Messi y compañía, resucitó al Atlético del más allá con dos manos dignas de un marciano. Y en Múnich, cuando los del Cholo estaban más solos que el general Custer en Little Big Horne, cuando los indios parecían vaqueros y los alemanes indios, apareció el gigante Jan para frustrar el arsenal nuclear de Guardiola. Mano abajo. Mano arriba. Balón aéreo. Salida de riesgo. Mano a mano. Incluso pena máxima atajada, incluido un rechazo posterior. Oblak sacó lo más granado de su repertorio para poner al Atlético allí donde otros creían que jamás podría llegar: en otra final. Hace dos años, Juanfran Torres prometió sobre las praderas de Lisboa que los atléticos debían estar tranquilos, porque este equipo alcanzaría otra final de Champions y volvería a intentarlo. La profecía se hizo realidad gracias a Oblak. El último guardián del muro escribió una de las páginas más bellas que han dado los más de cien años de historia del club.
Nada más pitar el penalti de Giménez y mientras Müller cogía la pelota para armar la pierna, cientos de periodistas escribían la esquela del Atlético y otros tantos, el certificado de defunción de su gran pesadilla, el modelo contracultural de Simeone. Y más allá de la avalancha entonces incontenible del Bayern, se venía otra sobre las cabezas de los atléticos: nadar para morir en la orilla, sufrir para nada, el sueño roto, la fatalidad del Pupas, el malditismo alemán y que si la abuela fuma. Entonces apareció Oblak. Sacó la mano a pasear, despejó la pelota y con ella, uno a uno, sacudió todos los temores, los fundados y los infundados, del sufrido atlético. Destrozados los nervios, ya sin uñas y volviendo a pensar que era un mal día para dejar de fumar, los seguidores rojiblancos se rindieron a un nuevo miembro de su particular santoral: uno esloveno, San Oblak. Él resistió cuando el mundo se hundía, él sacó la mano a pasear cuando el cielo se iba desplomar otra vez sobre las cabezas colchoneras como antaño, él puso una pica en Múnich, él enseñó el camino a Milán.
Allí se producirá un nuevo episodio del viejo régimen frente al nuevo orden, otra batalla sin signo definido, otro giro caprichoso del destino ante el vecino. Así tenía que ser. Así estaba escrito. Si el Atlético, al que el fútbol no le debe nada y la Copa de Europa menos, tiene que ganar una Champions, la que sería la primera de su historia, será ante su némesis. No habrá tregua, ni se concederá. Ni revanchas, ni venganzas, sólo una nueva oportunidad. Dicen que sólo un clavo saca a otro clavo, pero esa es otra historia. Lo que nadie puede dudar es que el Atlético incendió Múnich después de que prendiese una chispa adecuada. La de Jan Oblak. Un tipo que pase lo que pase y gane o pierde, como el compromiso de este equipo, como el liderazgo del Cholo, ya es eterno.
“Luis Aragonés, Luis Aragonés, Luis Aragonés..”. Las tripas del Allianz se estremecieron después de que el trueno de Griezmann lograse que Guardiola palideciera y que Rummenigge buscase un agujero donde practicar la táctica del avestruz. Y en mitad de la tormenta perfecta del ogro alemán y del enfervorizado...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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