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He aquí un político antiimperialista con aspecto de colono solitario y mal alimentado. Tiene una presencia contradictoria que se balancea entre una palidez de pensador ermitaño y una capacidad de acecho y despatarre propia de un domador de vacas del Oeste.
Es el único parlamentario al que la cabeza le nace casi del esternón. Sus hombros quedan detrás, protegiéndole la nuca. Es una postura suspicaz que desconfía de lo que ocurre a sus espaldas. A pesar de la melena, se le intuye un cráneo muy huesudo y hosco que no encaja con el cuello delgado y frágil que, más bien, tiende a retraerse o a desaparecer. Por algún motivo, quizás ideológico, le importa más su clavícula que su cuello.
Persigue sin éxito la unidad y la homogeneidad de su propio personaje político. Aún no se ha comprometido con unos modos ni una personalidad única. Al parecer, su espontaneidad más pura necesitaba unos retoques. Desde aquella noche de mayo en que se convirtió en el ceño de España, ha serpenteado entre distintas actitudes y gesticulaciones. Iglesias ha trabajado mucho delante del espejo. Su rostro pasó de exhibir altos niveles de ferocidad mandibular a transmitir un sosiego preocupante. Su equipo de comunicación lo obligaba a nadar en tila antes de cada intervención televisiva.
Pronto se dieron cuenta de que no se trataba tampoco de vender prozac y rescataron el entrecejo: los tres centímetros de carne más rentables, electoralmente, de toda la platea política. El líder de Podemos ha conseguido convertir su doble arruga vertical en una garantía revolucionaria, un símbolo tranquilizador para los votantes del espectro más izquierdista. Este pliegue ha servido para representar las ideas rupturistas que poco a poco se han ido desnaturalizando u olvidando, el ceño es el residuo temperamental del programa político de 2014 y, por eso, le permite ablandar las propuestas sin que se note: al igual que cualquier bandera, es el recuerdo (o el consuelo) estético de una filosofía que desaparece.
En esa misma onda opera la veneración sin complejos que dedica a su sudor axilar, sabe que la culpa de la podredumbre del sistema político corresponde a gente que un día decidió negarse los poros, la excreción y, por extensión, la humanidad. De igual manera ocurre con esa dentadura de primate exasperado (y vallecano), que es, en realidad, un rasgo de humildad: sumarse a los protocolos sería faltar al respeto a la indignación.
Cuando debate y está en pie, podemos leer en el adelantamiento de su pelvis que, para él, la palabra ‘debate’ significa algo más cercano a ‘duelo’ o ‘combate’. Por eso, los movimientos de sus manos no marcan ni enfatizan, sino que reparten. Ahí salta su resorte rapero: le fascina la tonalidad terminante de los fraseos del rap y la posibilidad de que las palabras duelan como bofetadas.
Disfruta la gresca, eso es indiscutible. Cuando escucha descalificaciones de algún rival, se le expande una sonrisa que mezcla placer y picardía. De hecho, en esos casos, cuesta diferenciar si se trata de un entusiasmo lúdico o sexual. Por otra parte, se nota cuando ha lanzado una pulla en la que confía porque dedica unos segundos a tragar saliva y apretar los labios como si necesitara saborearla.
Pablo Iglesias escucha mejor si se retuerce los pelillos de la perilla; uno puede calcular su predisposición al diálogo en una jornada concreta si examina las pequeñas aglomeraciones de barba que le rodean la boca. Su frente es amplia y monolítica, una de sus funciones es acordeonarse para dar representación física a un sentimiento de displicencia que intenta disimular, pero que prefiere no disimular del todo. Suele acompañar esa expresión con una alzada de hombros, una sonrisa premeditadamente simétrica y una caída de párpados sobreactuada.
Su sobreactuación adquiere dimensiones preocupantes delante de los atriles o de cualquier situación solemne. Hay en él un instinto de mancillar lo solemne, ya sea por defecto de forma o por exceso. En psicología de calle, esto suele explicarse por una subestimación del auditorio o por un sentido de lo emotivo que se basa más en criterios deductivos que en la propia vivencia. Muestra sus sentimientos con alboroto, por ejemplo, cuando llora mastica el aire y se enjuga los ojos uno por uno, ostensiblemente, como si sus lágrimas, al ser lágrimas históricas, pesaran veinte kilos.
He aquí un político antiimperialista con aspecto de colono solitario y mal alimentado. Tiene una presencia contradictoria que se balancea entre una palidez de pensador ermitaño y una capacidad de acecho y despatarre propia de un domador de vacas del Oeste.
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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