Análisis
Manuel Valls o el deber de ser gris
Para entender la figura del primer ministro, conviene recordar a su mentor Michel Rocard, uno de los padres de la rendición socioliberal del PS francés
François Ralle Andreoli 6/07/2016
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En los arcanos del poder vertical y presidencialista de la Quinta República francesa, el primer ministro tiene un papel incómodo. Al servicio del presidente, alejado de la ciudadanía, goza de todos los lujos de los palacios parisinos y del protocolo republicano al que se han aficionado más que nadie los ‘socialistas’ que gobiernan el país vecino. Seguido por decenas de altos funcionarios en uniforme, coroneles de gendarmería y medidas de seguridad de películas americanas, el primer ministro se pasea por el país en visitas mediáticamente calculadas, inaugurando tranvías, visitando salones de agricultura…
La situación se ha complicado para el infeliz Manuel Valls, quien debe soportar cuando se cruza con gente unas terribles pitadas de parte del 75% de franceses que lo desaprueban, un récord apenas mejorado por el presidente Hollande, que se mueve en un histórico 12% de apoyo popular. Los pitidos vienen sobre todo de gente joven y sindicalistas que siguen movilizados contra la reforma laboral y a los que Valls no consigue acallar. A pesar de su estrategia de oídos sordos, a pesar de la terrible violencia policial desencadenada en las manifestaciones, a pesar de la Eurocopa, la movilización de los descontentos sigue ahí.
Aun así, nada parece producir ni la más mínima inflexión en la posición de Valls y Hollande, determinados a gobernar en contra de la opinión pública y hasta de su propio partido. El 70% de los franceses rechazan esta reforma laboral inspirada por Bruselas, cuyo objetivo es destrozar los pilares del derecho social francés priorizando los acuerdos de empresa sobre los derechos colectivos negociados por cada sector. Valls ha vuelto a prescindir del debate y del voto parlamentario para imponer, con unas pocas enmiendas, su proyecto por el decreto 49.3 (una de las artimañas viejunas de las instituciones presidencialistas de De Gaulle para imponerse a los parlamentos recalcitrantes). Valls no quiere permitirse otro fracaso después de la marcha atrás sobre la ley de privación de nacionalidad a los binacionales, que también levantó en su contra a toda la izquierda (y que se inspiraba de propuestas de Sarkozy y Le Pen). La reforma laboral, en una versión con retoques cosméticos concedidos después de cinco meses de protestas, se ha impuesto por decreto el 6 de julio, punto. “¿No tienen pan? que coman brioche”, como dijo María Antonieta frente a las mujeres que protestaba en las puertas del castillo de Versalles, en octubre de 1789.
Esa es la función del primer ministro (tal como la definió en la práctica el general De Gaulle): servir de fusible y paraguas para el presidente, con el que mantiene una complicada relación. Cuando tocan tiempos duros, sirve de parachoques a los insultos y críticas y, cuando se desgasta o hace sombra a su superior, se recambia como si fuera un objeto desechable. Por eso Hollande llamó a Valls hace dos años para sustituir al soso y transparente Jean-Marc Ayraud. Intentaba relanzar la agenda y la imagen de su gobierno, rápidamente afectadas por su giro a la derecha, girando más aún a la derecha.
Así es François Hollande. Era una apuesta arriesgada en el juego de tronos francés, porque un primer ministro con éxito puede también conseguir eclipsar al presidente y debe ser controlado de cerca. Valls gozaba al llegar al cargo de un apoyo importante de una parte de la población, por su posición centrista (o derechista más bien) y su papel de hombre duro en el Ministerio del Interior, que suele dar imagen de hombre determinado y abre el acceso a amplias redes clientelares para un futuro presidenciable (por ahí transitó también Nicolas Sarkozy).
Poner de primer ministro a Valls fue una decisión estratégica, con la que Hollande intentó imitar al maquiavélico Mitterrand, quien consiguió quemar de la misma manera a su rival, el recién fallecido Michel Rocard, nombrándole primer ministro en uno de los periodos más duros de su mandato. Hollande también necesitaba reorientar un rumbo muy mal encauzado, y le quedaban pocos cartuchos: Valls o alguien más de izquierdas como Montebourg. Con Valls, Hollande seguía por la senda del socioliberalismo y anulaba a su ala izquierda, a la que nunca se ha sentido cercano, comprometiéndola en esa jugada. Los críticos Hamon y Montebourg aceptaron arropar a Valls antes de tener que abandonar su gobierno, donde su posición era de subordinados del triunvirato Hollande/Valls/Macron, los Tony Blair franceses.
El tercer hombre, Emmanuel Macron, banquero seductor de votantes de derechas, es la carta que tiene en la manga Hollande para controlar a Valls por su derecha, ya que este podría intentar lanzarse a la carrera presidencial. Las relaciones entre Valls y Macron son horrorosas, según cuentan los periodistas que siguen a nuestros “monarcas republicanos”. Juegos de palacio, cálculos de pasillos, así es la vieja política francesa de un PS cortado de su base y de su historia, en la que personajes como Valls se mueven a placer. Así puede tener de rehén a un país entero con la complicidad de los medios dominantes, en manos de un puñado de billonarios, y en contra de sus propios diputados. Hay que imponer cueste lo que cueste la política “austeritaria” (de ahorros y de autoritarismo), no importa si es desastrosa para la izquierda histórica en mínimos en los sondeos y si alimenta las filas del “antisistema” Front National.
Para entender cómo puede aparecer en las filas del PS un Manuel Valls, es interesante recordar a Michel Rocard, del que se reivindica como principal heredero y con el que el político barcelonés empezó a trabajar cuando entró en política. Rocard es uno de los padres de la rendición socioliberal hoy encarnada por la política obtusa de Valls. El giro del reformismo liberal de la flexibilización al servicio del mercado que realizaron Blair, Schroeder, y ahora Valls, tiene como origen en Francia la corriente de la Segunda Izquierda fundada por Rocard. Este político es el símbolo del giro “realista” de militantes con una trayectoria de izquierda muy marcada. En su caso, procedía del socialismo de la autogestión del PSU, salía de las filas de Mayo del 68 y pasaba sus vacaciones en la ex-Yugoslavia. A finales de los ochenta, dio un giro de 360 grados y se construyó una imagen de reformista, de realista al servicio del “rigor presupuestario" y la “eficiencia económica” frente a la vieja guardia del PS, una posición similar a la de Valls, aunque menos minoritaria, ya que este último sólo obtuvo el 5,6% de votos en las primarias socialistas abiertas de 2012.
Aun así, el trabajo de historia comparada resulta muy cruel con Valls, cuando se contrapone con el balance de su mentor. Es cierto que Rocard fue de los primeros en poner abiertamente en cuestión la tradición de tierra de asilo francesa (“Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”), afirmó. No obstante, no cayó nunca, como Valls, en políticas demagógicas de mano dura o jugueteando con ideas al límite del racismo, como cuando este último acusó a los gitanos rumanos de no poder integrarse en Francia por su cultura. Rocard puso en marcha la RMI (Renta Mínima de Inserción), y consiguió encontrar una solución a la violencia en la isla de Nueva Caledonia. Valls y Hollande, por su parte, resumen su actuación en acatar los deseos de Angela Merkel y en “reformar“ Francia para competir por abajo, destruyendo derechos sociales y practicando un plan de austeridad que va más allá del de Sarkozy.
Rocard tiene el récord de decretos 49.3, que también usó para acallar a su ala izquierda y a los comunistas, pero no dejará un recuerdo manchado por la violencia policial masiva y la ampliación del Estado de emergencia para usarlo contra el vasto movimiento social que ha provocado la reforma laboral. Gases lacrimógenos, arrestos arbitrarios, criminalización de los sindicalistas... Todo recuerda mucho a lo que hizo Sarkozy en las huelgas de 2010.
“Un primer ministro tiene el deber de ser gris”, decía con orgullo Rocard. Pocas frases simbolizan mejor lo que ha sido la rendición y la disolución progresiva de la socialdemocracia europea, de Mitterrand hasta Hollande, pasando por Blair y Schroeder. En el caso de Valls, será el gris de los grises. Algunos pensarán que el giro derechista Valls-Hollande estaba ya en el ADN del giro “reformista” de personajes como Rocard y Mitterrand a finales de los ochenta. Pocos momentos de la historia del PS francés les contradirían, salvo, tal vez, el gobierno “a la portuguesa”, con un balance social solvente, de Lionel Jospin (1997-2002). Aquello terminó mal, con los socialistas fuera de la segunda vuelta de las presidenciales. Hace mucho tiempo ya, y parece que un gobierno de ese tipo no tiene cabida en la UE de 2016.
En los arcanos del poder vertical y presidencialista de la Quinta República francesa, el primer ministro tiene un papel incómodo. Al servicio del presidente, alejado de la ciudadanía, goza de todos los lujos de los palacios parisinos y del protocolo republicano al que se han aficionado más que nadie los...
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