Tribuna
Memoria y verdad. Regreso de las Brigadas Internacionales
Documentales como ‘La visita’, de Cherry Duyns, que ha emitido la televisión holandesa, y ‘Almas sin fronteras’, de Miguel Á. Nieto y Anthony Geist, muestran cómo sus años en España fueron para los brigadistas el núcleo ético y político de su vida
Sebastiaan Faber 16/07/2016
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“¡Dadme espacio! ¡Dadme espacio! ¡Largaos!” El río Ebro, 2005. El camarada Milton Wolff, el último comandante del Batallón Abraham Lincoln, ha vuelto a España cargando un ramo de claveles. “¡Silencio!”. El pequeño séquito que le acompaña le obedece, dejándolo solo al borde del agua. El hombre de 90 años, alto y delgado, se quita el sombrero. “Ahora comunico con ellos”, dice, solemne. “Con los americanos, los internacionales. Los llamo mis muertos: los llevo en el corazón desde hace 66 años”. Otro silencio. Entonces Milt suelta un “¡Salud camaradas!” y tira las flores al río.
(Estas escenas las recoge el gran documental de Miguel Ángel Nieto y Anthony Geist Almas sin fronteras. En un momento posterior de la cinta, el viejo Milt visita el cementerio de Gandesa. Se extravía un poco y termina entre las tumbas de los Nacionales. “¡Estos son los franquistas, Milt!”, le avisan desde fuera del encuadre. Milt levanta la cabeza. “¿Qué?” gruñe con desdén, “¿los fascistas?”. Y añade, refiriéndose al número de tumbas: “¡Tendría que haber más!”).
De Oslo a La Habana, de Varsovia a Shanghai, la memoria de la Guerra Civil Española sigue viva en los lugares menos esperados del planeta. Desde hace 80 años constituye un capítulo central en las historias que se cuentan —en francés, español, holandés, mandarín, serbio y finlandés— familias y comunidades de izquierdas. Eso sí, son relatos que poco tienen que ver con los que se han venido contando los españoles. La memoria internacional de la Guerra Civil no es la narración de una lucha fratricida, de una locura colectiva o de una explosión lamentable de violencias innatas. No es un relato equidistante que parta de la idea de que hubo terror y radicalidad de “los dos bandos”, que es imposible emitir un juicio moral al respecto, ni mucho menos judicial, y que se trata de una historia trágica que, para el bien de todos, es mejor “echar al olvido”. No, el armazón narrativo es harto más sencillo: en febrero de 1936 el pueblo español eligió un gobierno progresista que, cinco meses más tarde, fue atacado por su propio ejército, con el apoyo de los regímenes de Hitler y Mussolini. Los gobiernos democráticos se quedaron cobardemente pasivos, pero a pesar de ello más de 30.000 voluntarios de 52 países se unieron a la lucha española contra el fascismo. Perdieron. Perdió la República. Pero sobre todo perdió España. Y volvió a perder en 1945, cuando el fascismo mundial fue derrotado en todas partes menos en la Península Ibérica.
Para muchos de los brigadistas internacionales que sobrevivieron a su aventura española, sus años en España se convirtieron en el núcleo ético y político de su vida. Fueron antifascistas —y antifranquistas— hasta la muerte, por más que cambiaran de posición política en otros sentidos (de los que pertenecían al PC en el 36 muchos lo dejaron en el 39, el 56, el 68…). Y ese compromiso lo transfirieron a sus hijos y nietos, como pude comprobar durante los cinco años que presidí los Archivos de la Brigada Abraham Lincoln (ALBA).
Una organización sin ánimo de lucro afincada en Nueva York, ALBA trabaja con escuelas secundarias en todo Estados Unidos para diseñar planes didácticos sobre los derechos humanos que incorporen fuentes primarias del archivo de la Guerra Civil: cartas, fotos, carteles, poemas, discursos, prensa. ALBA también celebra eventos anuales en Nueva York y San Francisco que conmemoran a los 2.800 norteamericanos que se jugaron la vida en España —perdiéndola unos 750, un porcentaje más alto de muertos que en cualquier otra guerra norteamericana del siglo XX— y otorga un premio a los que hoy se entregan a luchas comparables contra la injusticia y en defensa de los derechos humanos. Esas dos conmemoraciones anuales nunca dejan de emocionar. Ya muertos todos los brigadistas, acuden allí sus simpatizantes y allegados a recordarles y a entonar ¡Ay Carmela! y Jarama Valley —canciones con que se criaron tres generaciones de progresistas norteamericanos gracias a los discos de Pete Seeger, grabados por primera vez en 1943 y reeditados cada cuarto de siglo (la última edición es de 2014)—.
Dirigir una organización como ALBA es un privilegio, pero la verdad es que no siempre me resultó fácil compaginar esa labor con mi otra identidad de estudioso de la historia y cultura españolas. A veces tenía la sensación de encontrarme en medio de un choque de relatos. La sencillez de los brigadistas —muchos de los cuales apenas hablaban castellano— nada tenía que ver con la tremenda complejidad de la memoria e historia de la Guerra Civil en España. Por más que me impresionara el talante activista de los Lincolns, no podía evitar pensar que, al fin y al cabo, su versión de los eventos era excesivamente simplificada y parcial, romantizada, emocional. La memoria histórica de la Guerra Civil en la propia España, por otro lado, se me hacía más matizada y realista: más verdadera, en fin.
Y sin embargo, de vez en cuando me asalta una duda. La memoria española —compleja y acomplejada, de luchas fratricidas y temor al juicio moral y político, poblada de Miralles y Sánchez Mazas, de padres fachas, intelectuales oportunistas, miradas al futuro y tentaciones de equidistancia— ¿realmente es más auténtica? ¿O hay alguna verdad más profunda en la memoria de los brigadistas de la guerra española como, simple y llanamente, una lucha contra el fascismo que tendría que haberse ganado?
Eddy Roos, Monumento Guerra Civil Española, Plein 1936-1939, Amsterdam Noord. Fotos del autor
El próximo 80º aniversario del 18 de julio ha venido ocasionando conmemoraciones en todo el mundo. Así también en Ámsterdam, mi ciudad natal, donde desde hace treinta años hay un monumento a los que se opusieron al fascismo en España, en la Plaza 1936-1939 en el sector norte de la ciudad. (¡Cuánto más fácil cambiar el callejero capitalino holandés que el de Madrid!). La escultura de Eddy Roos, preciosa y enigmática, representa a dos figuras femeninas desnudas que flotan horizontales, abrazadas, en trance de besarse. Hay dos placas, en holandés y castellano.
Este 6 de julio se ha celebrado una ceremonia al pie del monumento. Hijos y esposos de brigadistas —entre 700 y 800 holandeses se unieron al ejército republicano; acaba de inaugurarse su diccionario biográfico— han depositado flores. Ha cantado un coro de mujeres españolas emigradas. El fin de semana anterior, hubo dos días de coloquio sobre la Guerra Civil en el Ayuntamiento. Entre charlas, música y proyecciones, pasaron un documental de la televisión holandesa, emitido en septiembre de 1976, del gran cineasta Cherry Duyns. Se llama La visita. Me dejó hecho trizas: supo a verdad. Veréis.
La premisa es sencilla. A menos de un año de la muerte de Franco, dos viejos brigadistas holandeses visitan Barcelona. Son Rien Dijkstra —pronúnciese Rin Déicstra: alto y fornido; calva, barba— y Piet Laros (“Pit Larós”), un anarquista-convertido-al-PC que fue capitán de la compañía de voluntarios holandeses de la XI Brigada. (El grupo se llamaba Las Siete Provincias; un gesto de patriotismo frentepopulista). El objetivo del viaje: conectar con los camaradas catalanes para entregarles una importante cantidad de dinero recaudado entre los obreros holandeses solidarios con la lucha antifranquista. (Con ese fin, en 1970 Laros y Dijkstra habían fundado la organización Acción Fuego, que en 1973 ocuparía el consulado español en La Haya). Los dos holandeses apenas hablan español —se limitan a castellanizar sus sustantivos neerlandeses y pasan por completo de conjugar los verbos: imaginaos a un Louis van Gaal comunista— pero logran comunicarse, mal que bien, con sus camaradas catalanes. (El tema del día: ¿va a haber al final amnistía para los presos políticos?). Por motivo de derechos no os puedo mostrar el vídeo, pero permitidme pintaros tres escenas.
Escena 1. Una pequeña sala de reuniones con una veintena de personas en sillas alineadas contra la pared. Piet Laros se levanta y suelta un discurso en holandés que le traduce una mujer al castellano. “Camaradas, hace 38 años estuve con este camarada en el frente, al lado de vuestro pueblo. Aquí estoy de nuevo. Aunque no hablemos vuestro idioma, hay una lengua que comprendemos todos: la del antifascismo”. Aplausos. Saca una faja de billetes de un bolso de contable (parecen nuevos, recién salidos del banco) y se los entrega a una mujer. (“Muchísimas gracias en nombre de todos”, dice. “Muy agradecidos, ¿eh? Y sobre todo luchen por que nos den la amnistía a todos, ¡que lo necesitamos!”). Piet se vuelve a sentar. Se levanta Rien. Hurga en el bolsillo de su pantalón, saca otro puñado de billetes (arrugados), los deja caer en la mesa a su lado. “Dinero de jóvenes”, dice en un español telegramático, “estudiantes de Rotterdam, para los jóvenes españoles”. Otro aplauso. La misma mujer se acerca a recoger los billetes de uno en uno.
Escena 2. Rien y Piet pasean por las Ramblas. Se paran ante un quiosco y comentan sobre el material que está a la venta: libros de Marx, Lenin y Marcelino Camacho. Los brigadistas no se fían: “Serán para los turistas”. Se sientan en una terraza. Recuerdan cómo, en ese mismo lugar, cuarenta años antes, caían las bombas. “¿Se sienten seguros en España?”, les pregunta el entrevistador. “Sí. Somos antifascistas, pero nos sentimos seguros porque sabemos que el pueblo español está a nuestro lado”. En ese momento la cámara hace un paneo de 360 grados para revelarnos a un corro de hombres —camisas a cuadros, bigotes, gafas de sol— que rodean a los brigadistas, mirándolos con desparpajo y extrañeza absolutos, como a dos marcianos.
En las ramblas. “Het bezoek.” ©Cherry Duyns, VPRO, 1976.
Viendo marcianos. “Het bezoek.” © Cherry Duyns, VPRO, 1976.
Escena 3. Orillas del río Ebro. Agua, piedras, algún árbol. El Capitán Piet recuerda el cruce del río. La cámara, distraída, le ignora un momento para enfocar a Rien, quien, absorto, a cinco metros de distancia, fuma y llora sentado en una piedra. Piet suelta un improvisado discurso. “Hoy, ante la televisión, quiero recordar a nuestros chavales, los que cayeron aquí. Fueron muchos”. Le hace un gesto a Rien para que venga, pero este tarda en darse cuenta. Al final se levanta y se pone del lado de su compañero. Los dos, algo inestables —pisando piedras— se enderezan y se cuadran levantando el puño a la sien.
A orillas del Ebro. “Het bezoek.” © Cherry Duyns, VPRO, 1976.
Al cabo de un momento Piet se da la vuelta para marcharse, pero Rien, por fin salido de su modorra, le retiene y le obliga a girarse de nuevo hacia la cámara. Levanta el puño y escande: “Siete Provincias / Su nombre está escrito / En la historia de la lucha obrera”. Los dos viejos se dan la vuelta y se alejan del río. Van abrazados.
“¡Dadme espacio! ¡Dadme espacio! ¡Largaos!” El río Ebro, 2005. El camarada Milton Wolff, el último comandante del Batallón Abraham Lincoln, ha vuelto a España cargando un ramo de claveles. “¡Silencio!”. El pequeño séquito que le acompaña le obedece, dejándolo solo al borde del agua. El hombre de 90...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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