Censurando a La maja desnuda
Las universidades modernas parecen más centros comerciales que espacios educativos y estrechan cada vez más los límites de la libertad de expresión
Camille Paglia 20/07/2016
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Las actuales controversias que sobre la libertad de expresión se están produciendo en los campus universitarios son en realidad la segunda serie de batallas en una guerra cultural que estalló a finales de los años 80 en EE.UU. y se apaciguó a mediados de los 90 debido, probablemente, al nacimiento de Internet, un nuevo y gigantesco foro con cabida para ideas contrapuestas. La expansión de la red dispersó y disipó parcialmente las energías hostiles que, durante casi una década, se habían conformado y propagado en los principales medios sobre lo políticamente correcto. Esos problemas se han vuelto a manifestar de forma obstinada porque las universidades nunca fueron capaces de abordarlos de manera profunda y honesta. Ahora, una nueva generación de universitarios, nacidos en los 90, que nunca han estado expuestos a un abierto debate público sobre la libertad de expresión, han introducido en el debate sus propios puntos de vista y sus expectativas.
Como veterana, con más de cuatro décadas en la enseñanza superior, casi siempre en escuelas de arte, mi primera decepción se produce con los profesores americanos. La abrumadora mayoría fracasó desde el principio al no admitir que lo políticamente correcto era un serio problema académico y al permitir con su pasividad la creciente burocracia universitaria, favorecida por una regulación federal intrusiva, que terminó usurpando la responsabilidad histórica del profesorado y la prerrogativa de dar forma a la misión educativa y proteger el libre fluir de las ideas. El resultado final, yo creo, es la violación de la libertad de expresión de los estudiantes así como del profesorado.
¿Qué es lo políticamente correcto? Tal y como yo lo veo, es una característica predecible del ciclo de vida de las revoluciones modernas, empezando por la Revolución Francesa de 1789, que se inspiró en la Revolución Americana de la década anterior aunque se convirtió en bastante más violenta. Una primera generación de desafiantes rebeldes derroca a una fosilizada institución y deja el paisaje lleno de ruinas. En la era post-revolucionaria, los rebeldes empiezan a luchar entre ellos, lo que les lleva a persecuciones y asesinatos. El superviviente victorioso manda entonces, tal y como lo hacían los tiranos que habían sido derrocados en primer lugar. Esta es la fase de lo políticamente correcto — cuando se extingue la vitalidad de la revolución fundadora y cuando los principios revolucionarios se convierten en meros eslóganes, fórmulas verbales impuestas por apparatchiks, que son funcionarios del partido o administrativos que matan las buenas ideas al institucionalizarlas.
Lo que acabo de bosquejar es la psicobiografía política de los últimos 45 años de la vida universitaria americana. Mis premisas, basadas en mi propia experiencia universitaria, al alba de la contracultura, son aquellas del radical Movimiento Libertad de Expresión que brotaron en la Universidad de California en Berkeley en el otoño de 1964, durante mi primer semestre en la Universidad Estatal de Nueva York, en Binghamton. Las protestas de Berkeley fueron lideradas por el italoamericano nacido en Nueva York, Mario Savio, que había trabajado el verano anterior en una campaña de registro de votantes de afroamericanos privados de su voto en Mississippi, donde él y dos compañeros fueron físicamente atacados por sus actividades. Cuando Savio intentó reunir dinero en Berkeley para una conocida unidad del Movimiento de los Derechos Civiles, el Comité Coordinador Estudiantil No Violento, la universidad se lo impidió basándose en la prohibición oficial de realizar actividades políticas en el campus.
El levantamiento en Berkeley culminó con el exaltado discurso de Savio en las escaleras del Sproul Hall, desde donde denunció a la administración de la universidad. De los 4.000 asistentes, 800 fueron arrestados. La manifestación encarnó la esencia del activismo de los años sesenta: en pos de la libertad y de la igualdad, desafió y criticó a la autoridad; no pedía, como ocurre a menudo hoy, ampliar el campo de acción de la autoridad para ofrecer así una protección especial a grupos reducidos definidos como débiles o vulnerables, ni que impulsara medidas para evitar ofensas a la sensibilidad de los jóvenes. Los progresistas años 60 predicaban individualismo absoluto y la liberación de la energía natural frente a los controles sociales. Querían menos vigilancia y menos paternalismo, basta.
Toda la trayectoria política y cultural de Estados Unidos de las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, fue un movimiento lejos de las represiones del enfrentamiento de la Guerra Fría con la Unión Soviética, mientras el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes buscaba signos de subversión comunista en cada esquina de la vida americana. La industria del cine de Hollywood fue un blanco evidente porque, en la década de los 30, un buen número de liberales se sintió atraído por el Partido Comunista, antes de que se conocieran las atrocidades del régimen estalinista. Para esquivar las investigaciones federales, los principales estudios incluyeron en sus listas negras a muchos actores, guionistas y directores, algunos de los cuales, como uno de mis directores favoritos, Joseph Losey, dejaron el país para buscar trabajo en Europa. Pete Seeger, el líder del politizado movimiento de música folk, cuyas raíces estaban en el activismo social de los mineros apalaches en los años 30, fue inhabilitado de su trabajo en las cadenas de televisión estadounidenses en los 50 y los 60.
En el campo de la literatura se produjeron esporádicas pero notables victorias para la libertad de expresión. En 1957, la policía local asaltó la librería City Lights de San Francisco y arrestó al encargado y propietario, el poeta beat Lawrence Ferlinghetti, por vender un libro obsceno, el épico poema de protesta de Allen Ginsberg, Howl. Después de un largo y muy publicitado juicio, Howl fue declarado no obsceno, y se retiraron los cargos. La editorial Grove Press, de Barney Rosset, jugó un papel heroico en la batalla contra la censura en EE.UU. En 1953, Grove Press empezó a publicar en forma de libros de bolsillo baratos y accesibles, los volúmenes prohibidos de la obra del Marqués de Sade, el mayor pensador sobre sexo y sociedad de la Ilustración. En 1959, la edición de Grove Press de la novela de D.H. Lawrence escrita en 1928, Lady Chatterly’s Lover, entonces prohibida en EEUU, fue confiscada como obscena por el Servicio Postal estadounidense. Rosset demandó y ganó el caso. En 1961, la publicación de Grove Press de otro libro prohibido, la novela de Henry Miller de 1934, Tropic of Cancer, desencadenó en EE.UU hasta 60 juicios por obscenidad hasta que en 1964 el libro fue declarado no obsceno y se permitió su publicación.
Uno de los mayores símbolos de la nueva militancia de la libertad de expresión fue Lenny Bruce, quien junto a Mort Sahl, transformó la comedia de monólogo desde su inofensiva raíz vodevilesca hacia un sarcástico comentario social y político. La ostentación que hacía Bruce de la blasfemia y la escatología en sus actuaciones improvisadas sobre el escenario se tradujo en varios arrestos bajo la acusación de obscenidad: en San Francisco, en 1961; en Chicago, en 1962; y en Nueva York, en 1964, donde él y Howard Solomon, propietario del Café Au Go Go en el Greenwich Village, fueron declarados culpables de obscenidad y sentenciados a prisión. Dos años más tarde, cuando todavía se revisaba su caso, Bruce murió de sobredosis a los 40 años.
Esta clara tendencia liberalizadora recibió un gran impulso a raíz de la revolución sexual nacida partir de 1959 con la comercialización de la primera píldora anticonceptiva. En Hollywood, el estilo puritano que los estudios adoptaron en los primeros años 30 bajo la presión de grupos conservadores como la Legión de la Decencia y la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos, fue perdiendo fuerza gradualmente, hasta que a finales de los años 60 acabó por abandonarse. Las películas europeas, con sus sofisticados guiones y su apuesta por el nudismo, marcaron el nuevo estándar de expresión sexual. La música pop también desafiaba las convenciones sociales: en 1956, los movimientos de cadera de Elvis Presley sufrieron la censura de la televisión. El Show de Ed Sullivan, verdadera institución nacional, consideró que eran demasiado sexuales. Todavía en 1967, ese mismo programa pretendía censurar las letras de algunas canciones de los principales grupos, como The Doors o los Rolling Stones, que imitaban lo sexualmente explícito del blues afroamericano rural y urbano. (Los Stones cedieron ante Sullivan, pero The Doors se opuso — y nunca más fue invitado a su programa). Los universitarios de clase media de los 60, incluidas las mujeres, empezaron a usar libremente palabrotas que apenas se habían escuchado, excepto durante la fugaz moda flapper de los años 20. Al inicio de los 70, las mujeres empezaron a acudir a las salas de cine que proyectaban películas porno, y ayudaron a que películas X , como Deep Throat, Behind the Green Door, y The Devil in Miss Jones, se convirtieran en auténticos éxitos.
En resumen, la libertad de discurso y la libertad de expresión, por ofensivos que resultaran, estaban en el corazón de la revolución cultural de los años 60. El discurso libre fue un arma primordial de la izquierda contra el moralismo y el conformismo de la derecha. ¿Debemos preguntarnos cómo entonces el izquierdismo de los campus de EEUU se ha transformado tanto que ahora apoya y celebra la supresión de ideas, incluyendo aquellas que cuestionan su propia agenda actual y su ortodoxia?
Mis conclusiones se basan en mis observaciones personales como académica de carrera. A pesar de la persistente queja de los conservadores de que los “radicales profesionales” invadieron las universidades en los 70, yo sostengo que ninguno de los auténticos radicales de los años 60, a excepción de Todd Gitlin, el presidente de SDS (Students for a Democratic Society) entró en la profesión y obtuvo éxito. Si se matricularon en estudios de posgrado, la mayoría los abandonaron. Entrar en una escuela de posgrado se consideraba, de hecho, una traición. Por ejemplo, durante mi último semestre en la facultad en 1968, se enfrentó a mí, cerca de la fuente del patio, uno de los líderes radicales del campus, que me increpó por mi plan de asistir a la Yale Graduate School. “¡La grad school (escuela de posgrado) no es donde pasan las cosas!” me informó con desprecio. “Y si vas a alguna, ve a la de Buffalo”. En realidad, había solicitado plaza y había sido admitida en la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo, donde hubiera podido trabajar con el crítico psicoanalista Norman Holland y el célebre crítico izquierdista Leslie Fiedler, cuya controvertida obra maestra, Love and death in the American novel, había ejercido una gran influencia sobre mí. De hecho, Fiedler se acababa de convertir en un héroe popular de la contracultura el año anterior, cuando la policía registró su casa de Buffalo y lo detuvo por posesión de drogas, un desastroso incidente que plasmaría en su libro de 1969, Being busted. De todos modos, yo había escogido Yale por su gran biblioteca, muy necesaria para mi investigación, pero la advertencia de mi compañero me picó y me impactó.
Sin lugar a dudas, las universidades de élite, como las de la Ivy League, necesitaban reformas drásticas en aquella época. Su estilo predominantemente WASP (White Anglo-Saxon Protestant / Blanco, anglosajón y protestante) no propiciaba un ambiente acogedor para las minorías raciales o étnicas, incluidos los judíos e italoamericanos. Cuando llegué a Yale en 1968, el Anglosajón Medieval seguía siendo una asignatura obligatoria de primer año para los estudiantes graduados en Literatura Inglesa. En el departamento de inglés se acababa de producir una evidente purga de profesores gays (se rumoreaba que habían emigrado al interior, al femenino Smith College en Massachusetts Oeste). El departamento de inglés solo tenía una mujer profesora, una medievalista más bien conservadora. Aunque las mujeres habían sido admitidas en la escuela de posgrado hacía un siglo, el Yale College para estudios de grado seguía siendo masculino, y pasó a ser mixto mientras yo estaba allí (lo cual fue un alivio, porque estaba harta de que me miraran como una intrusa exótica en la cavernosa sala principal de la biblioteca Sterling). En mi clase de anglosajón, un día, el, por otra parte, muy afable joven profesor WASP hizo una afirmación grosera y sexista, que incluía también un prejuicio étnico contra los italoamericanos de clase trabajadora, que todavía hoy sigue impactándome y ofendiéndome, a pesar de los años transcurridos. Nosotros, estudiantes de primer año, no dijimos nada (aún no había sistemas para la crítica o la queja).
Para entender cómo la corrección política se extendió después como una plaga a través de los departamentos de humanidades estadounidenses, hay que señalar que la aproximación a la literatura que prevalecía en Gran Bretaña y los EEUU desde los años 40 había sido el New Criticism, que pone el foco en la explicación textual, minimizando o excluyendo la historia y la psicología. Cuando Leslie Fiedler, de Buffalo, que basaba la literatura en la historia y la psicología, incluído el sexo, dio una conferencia en Yale mientras yo estaba allí, no asistió ni un solo profesor del departamento de inglés. El insultante ostracismo de Fiedler no podía haber sido más obvio. Por increíble que parezca ahora, mi tesis doctoral, Sexual Personae, fue la única tesis sobre sexo en la Yale Graduate School en aquella época. Hacer preguntas sobre el sexo y el género se consideraba ordinario. Esto, unido a mi ferviente interés por los medios de masas y la cultura popular (que era vista como algo frívolo), ciertamente complicó y casi hizo descarrilar mi primera búsqueda de empleo como docente.
Tras la revolución cultural de los 60, estaba claro que las humanidades se habían convertido en algo cerrado y apartado de las preocupaciones sociales, y que debían reincorporar una perspectiva más histórica. Había muchas áreas de interés contemporáneo que era necesario añadir al currículo (entre ellas el sexo y el género, el cine, los estudios afroamericanos y de los nativos americanos). Pero el currículo de humanidades requería una reforma integral urgente. La solución realmente radical hubiera sido echar abajo la estructura departamental que separaba de forma artificial, por ejemplo, los departamentos de inglés de los departamentos de francés o alemán. Juntar toda la literatura en un mismo campo habría creado un formato mucho más abierto y flexible para promover la exploración interdisciplinar, como los cruces de la literatura con las artes visuales y la música. Además, yo quería un auténtico multiculturalismo, un currículo que afirmase el valor y los logros de la civilización occidental, pero extendido a nivel global para incluir otras civilizaciones relevantes, todas las cuales serían estudiadas según su desarrollo cronológico. Aunque soy atea, siempre he creído que la religión comparada, el estudio de las grandes religiones a través del tiempo, incluidos todos los aspectos de su arte, arquitectura, rituales y textos sagrados, era la mejor forma de enseñar un auténtico multiculturalismo y lograr el entendimiento mundial. El budismo zen estaba en el aire en los 60, como parte del legado del movimiento beat de la posguerra, y el hinduismo se introdujo en la contracultura a través de la escena londinense, en parte debido a Ravi Shankar, un maestro del sitar que actuó en el californiano Festival Pop de Monterey, en 1967.
No obstante, estas expansiones disolventes de límites no fueron, por desgracia, el camino que siguió la academia americana en los años 70. En vez de eso, casi de la noche a la mañana se crearon nuevos programas y departamentos altamente politizados. El resultado final fue una balcanización de la estructura universitaria; cada una de las áreas acabó gobernada como un campo autónomo y con un discurso ideológico congelado en el momento de su creación. Las administraciones querían esos programas, y los querían rápido (para demostrar la “relevancia” de la institución y para huir de las críticas o protestas que podrían entorpecer las solicitudes de entrada y la deseable afluencia de los dólares de las tasas). Básicamente, las universidades destinaron dinero para esos programas y les dejaron buscar su propio camino. Cuando la Universidad de Princeton, posiblemente la más cerrada y claramente sexista de la Ivy League, pasó a ser mixta después de 200 años, en 1969, necesitaba profesorado femenino para suavizar el aspecto del lugar. Así que, buscó alrededor, precipitadamente, personal femenino listo para ejercer. Las introdujo mayoritariamente en los departamentos de inglés de las escuelas de segunda, las subió a bordo y básicamente les dejó hacer lo que quisieran, sin una planificación específica. (Ey, son mujeres… ¡Pueden hacer estudios de la mujer!).
Sostengo, desde mi consternado punto de vista actual, que aquellos nuevos programas raramente se basaron - si es que alguno lo hizo, en fundamentados académicos; fueron gestos de relaciones públicas que pretendían sofocar las críticas a un pasado de intolerancia. A la hora de diseñar un programa de estudios de la mujer, por ejemplo, seguramente un requisito básico para los estudiantes sería al menos un curso de biología básica, de forma que se pudiera investigar el papel de las hormonas en el desarrollo humano (y rechazarlo, si es preciso). Pero no, tanto los estudios de la mujer como los posteriores estudios de género evolucionaron sin referencias a la ciencia, asegurando así que su ideología se mantuviera partidista y unidimensional, poniendo el énfasis en la construcción social del género. Cualquier otra opinión es considerada una herejía y casi nunca se presenta a los alumnos, ni siquiera como una hipótesis alternativa.
La corrección política de los campus de hoy tiene sus orígenes en la forma en que esos nuevos programas, incluidos los estudios afroamericanos y de los nativos americanos, fueron creados precipitadamente en los 70, un proceso que no sólo comprometió la preparación de los profesionales en esas áreas durante años, sino que las aisló en su propio mundo y esto, en última instancia, menoscabó su impacto cultural. Creo que una opción mejor para la reforma académica habría sido el sistema británico descentralizado tradicional de las universidades de Oxford y Cambridge, que ofrecen grandes áreas de estudio dentro de las cuales el estudiante puede, de forma independiente, seguir sus intereses personales. En cualquier caso, cada nuevo departamento o programa añadido al currículo estadounidense, debería haber establecido una enseñanza común, central y compartida, que introdujera a los estudiantes en la metodología de la investigación y la historiografía, basada en la lógica y el razonamiento y el examen riguroso de las conclusiones basado en pruebas. Ignorar estas enseñanzas cruciales ha supuesto que demasiados profesores universitarios, entonces y ahora, carezcan incluso de la más superficial conciencia de sus propias suposiciones y prejuicios. Al trabajar en el campus sólo con los que piensan igual, tratan la disconformidad como una ofensa mortal que debe ser eliminada, porque amenaza toda su trayectoria académica y su visión del mundo. La ideología de estos nuevos programas y departamentos, basada en la victimología, apenas ha variado desde los años 70. Es este un caso clásico de la mortífera institucionalización y fosilización de lo que una vez fueron genuinas ideas revolucionarias.
Déjenme poner sólo un ejemplo de la locura de la corrección política en los estudios de la mujer en los campus estadounidenses. En 1991, una veterana profesora de inglés y estudios de la mujer en el campus de Schuylkill de la Universidad Estatal de Pensilvania puso objeciones a la presencia en su aula de una copia de la famosa pintura de Francisco de Goya de finales del siglo XVIII, La maja desnuda. La tradicional asociación de esta obra con la Duquesa de Alba, interpretada por Ava Gardner en una película de 1958 llamada La maja desnuda, ha sido cuestionada, pero no hay duda de que la pintura, perteneciente al Museo del Prado en Madrid, es una referencia en la historia del desnudo en el arte y que anticipó grandes obras del siglo XIX como la Olimpia de Manet.
La profesora llevó su caso a un comité llamado Comisión de la Mujer de la Universidad, que la apoyó, y le ofreció la asistencia de un miembro del comité, el oficial de Acción Afirmativa del campus, quien comunicó su parecer: había base para una queja por acoso sexual, apoyándose en la cláusula federal de un “lugar de trabajo hostil”. Como respuesta, la universidad ofreció a la profesora un cambio de aula, que rechazó. También rechazó la oferta de trasladar el cuadro a un lugar menos visible del aula, o de taparlo cuando ella diera clase. No, insistió en que las imágenes de mujeres desnudas no deberían estar nunca en un aula (lo cual descarta gran parte del arte occidental más destacado desde la antigua Grecia).
Al final acabaron trasladando a La Maja Desnuda y otros cuatro clásicos de la clase de arte a la sala de televisión que estaba en el local de reunión de los estudiantes y se puso un cartel con una advertencia que alertaba a los pasantes incautos de que había obras de arte – un aviso del estilo de entra por tu cuenta y riesgo y cuenta. La medida fue interpretada como un prudente compromiso en vez de como una vergonzosa capitulación ante lo políticamente correcto, que es lo que era. Hubo una avalancha de noticias jocosas sobre el incidente en la prensa mainstream, con críticas que iban desde periodistas tan reputados como Nat Hentoff (un guerrero por la libertad de expresión) a Robert Hughes, el veterano crítico de arte de la revista TIME. Pero la respuesta del profesorado fue sorprendentemente débil y limitada. Era el momento adecuado para que los pensadores independientes de toda la academia estadounidense hubieran condenado el ejercicio de puritanismo practicado por una profesora de literatura que se había transformado en un dictador de las artes visuales, un área sobre la que estaba visiblemente desinformada. Todo lo que tenía era una ideología aprendida de memoria de los fanáticos anti-porno como la belicosa feminista Andrea Dworkin, cuyos intentos de prohibir la venta de pornografía (incluidas varias revistas mainstream para hombres) en Minneapolis e Indianápolis habían sido rechazados por la Corte Federal de Distrito en 1984 como una violación constitucional del derecho de libertad de expresión. La profesora declaró que estaba protegiendo a futuras estudiantes del “frío ambiente” que había creado La Maja Desnuda. En un artículo posterior a la polémica la profesora acabó confesando que ella misma se sentía incómoda en presencia del cuadro. Escribió “me sentí como si estuviera ahí desnuda, expuesta y vulnerable”. Lo siento, pero simplemente no podemos permitir que neuróticos incultos fijen el programa de educación artística en América.
Llegamos a unos de los aspectos más dañinos de las políticas de identidad que ha transformado la universidad americana: la confusión entre enseñar y el trabajo social. El problema del activismo inapropiado en las clases nunca ha sido abordado de manera correcta en la profesión. La enseñanza y la investigación deben esforzarse en mantenerse objetivas y distantes. El profesor, como ciudadano individual puede y debe tener fuertes convicciones políticas y actividades fuera de las clases, pero en clase, él o ella nunca deberían posicionarse ideológicamente sin, al mismo tiempo, ofrecer de manera honesta otras alternativas a los estudiantes y enfatizar que todos ellos son libres de sostener o expresar sus propias opiniones sobre cualquier tema --aborto, homosexualidad, l calentamiento global, la existencia de Dios o la veracidad de la teoría Darwinista-- sin importar su controversia. Desafortunadamente, el fracaso de las universidades norteamericanas en promover y apoyar la diversidad ideológica en sus campus, ha conducido a los profesores de humanidades hacia posiciones típicas de los Demócratas liberales (entre los que me incluyo) , que muchas veces, y de forma ingenua, parecen ignorar que son posibles o creíbles otras creencias.
La vieja escuela de profesores de la Yale Graduate School de finales de los años 60 podía ser estirada y elegante, pero los docentes eran genuinos académicos, apasionados y devotos del estudio y del aprendizaje. Creían tener la obligación moral de buscar la verdad y expresarla tan rigurosamente como fuera posible. Recuerdo que en aquel momento se decía que la carrera de un académico podía arruinarse por el mero hecho de manchar de chocolate una nota a pie de página. Un resultado trágico de la era de las políticas identitarias en las humanidades ha sido el colapso de los estándares académicos rigurosos, así como el fin del gran valor antiguamente concedido a la erudición, y que ya no existe como un deseable o posible atributo a la hora de fichar nuevos profesores.
Otro problema en la academia de los años 70 fue la crisis laboral en las humanidades que nació simplemente como deconstructivismo y post-estructuralismo que vino de Europa. La moda deconstructivista empezó cuando J. Hillis Miller pasó de la Johns Hopkins University a Yale y empezó a llevar, regularmente, a Jacques Derrida desde Francia. A la novedad de Derrida y Lacan, le siguió el culto por Michel Foucault, quien sigue siendo una deidad en las humanidades a pesar de que yo lo veo como un personaje poco original y cuyas teorías no tienen sentido en ningún período anterior a la Ilustración. La primera vez que presencié un debate entre un europeo y un profesor de Yale le dije desesperada a un compañero “Parecen curas susurrando”. Era y sigue siendo absurdo que el estilo teórico elitista, con su jerga opaca y retorcida sea considerado de izquierdas. La izquierda auténtica es populista y tiene un discurso brutalmente directo.
El post-estructuralismo, que afirma que el lenguaje crea la realidad, es una inversión reaccionaria del auténtico espíritu revolucionario de los años 60, cuando el arte giró hacia una liberación radical del cuerpo y al compromiso con el ámbito sensorial. Al tratar el lenguaje como la fuerza definitiva en el mundo – una tesis ingenua que podría ser fácilmente refutada por estudiantes de danza, música o artes visuales en mis clases- el post-estructuralismo estableció las bases para el actual impasse que se vive en los campus, en los que el lenguaje ofensivo se mezcla con la injuria material, y se arrogó un poder mágico para crear la realidad. Además, el post-estructuralismo trata la historia como una falsa narrativa y alienta un acercamiento impresionista, aleatorio y fragmentado, que ha proporcionado a los estudiantes una técnica resultona pero con escaso conocimiento real sobre la misma.
El lamentable deterioro cualitativo de las humanidades se hizo patente durante los cinco años que dediqué a la investigación para mi libro de arte, Glittering Images. Seleccioné 29 imágenes que abarcan más de 3000 años, partiendo desde el antiguo Egipto y leí toda la literatura académica de cada cuadro, escultura, arquitectura, o película desde el siglo XIX hasta el presente. Durante el periodo en el que floreció la filología alemana, escribir sobre arte tenía una doble vertiente: la concepción y el detalle. El impacto de la filología se dejaba sentir bien entrado el siglo XX, como en el trabajo del gran historiador de arte marxista, Arnold Hauser, cuyo magistral The Social History of Art, publicado en 1951, tuvo un gran impacto en mis estudios de posgrado. Escribir sobre arte siguió siendo importante durante los años 60 pero empezó a flaquear con el impacto del posmodernismo y el post-estructuralismo en los 70 y los 80. A partir de los años 80 me llamó la atención la disminución. Sí, había especialistas ocasionales con trabajos rigurosos y fiables, pero no había ninguno sobre el aprendizaje y la visión expansiva de los historiadores de principios del siglo XX, como Aby Warburg, Heinrich Wölfflin o Erwin Panofsky. Incluso peor, los libros de humanidades de las dos últimas décadas padecen de cortas bibliografías en la que los jóvenes académicos revelan, sistemáticamente, no haber consultado ningún libro anterior a los años 80.
El problema de lo políticamente correcto se ha intensificado con la creciente obsesión de las humanidades e incluso de los departamentos de historia por el “presentismo”, es decir, la preocupación por nuestro tiempo. Incluso se ha redefinido el renacimiento, en mi opinión de manera torpe e inexacta, llamándolo “Edad Moderna” . El “presentismo” aflige incluso a los grandes museos, cuando arreglan y sobre-restauran objetos antiguos para que parezcan nuevos. Hace un año, por ejemplo, mientras trabajaba en mi actual proyecto de investigación sobre la cultura Nativa Americana de la última Era Glacial, visité el Museo Nacional de los Indios Americanos, un precioso edificio modernista en Washignton, D.C. Tenía grandes expectativas y, de ahí, mi sorpresa y horror ante lo insustancial y poco escolástico de las exposiciones. El museo entero parecía una tienda de regalos, llena de productos brillantes, pósters, luces, y grabaciones aburridas con alegre e inocuas conversaciones. Después de una larga investigación descubrí, por fin, algo antiguo y auténtico: una triste y pequeña muestra de fotos de varias puntas de flecha y herramientas de piedra del área de Washington. ¡He encontrado artefactos mejores en los campos de arados del sureste de Pennsylvania! El peor crimen de lo políticamente correcto es que ha permitido que las ideologías actuales engañen nuestros sentidos del pasado y reduzcan la historia a una letanía de quejas incendiarias.
Para salir de este punto muerto y restablecer la libertad de expresión en los campus, los educadores tienen que alejarse del menú a la carta de las clases optativas hiper especializadas y volver a las clases de temática amplia con historia mundial y cultura, procediendo cronológicamente desde la antigüedad a la modernidad. Los estudiantes necesitan imperiosamente un marco histórico para entender el pasado y el presente.
Las universidad deberían promover, de manera regular, coloquios públicos en los que se debata en profundidad los grandes temas y donde estén presentes las dos caras de las discusiones más candentes. En estos debates cualquier cortapisa a la libertad de expresión debería ser sancionada académicamente.
Mi postura, que nace de la revolución sexual de los años 60 que echó abajo las normas rectoras, es que las universidades deben mantenerse completamente al margen de la vida privada de los estudiantes. El paternalismo intrusivo de las universidades norteamericanas en este área es una vulneración inaceptable de los derechos estudiantiles. Si se comete un crimen en el campus, debe ser denunciado a la policía. No hay nada tan perfecto como un “espacio seguro” en la vida real. El riego y el peligro son intrínsecos a la existencia humana.
A medida que el precio de las matrículas crecía estratosféricamente durante los últimos 25 años, las universidades norteamericanas han ido virando hacia un modelo consumista que las ha convertido más en centros comerciales que en instituciones educativas – ¡no quieren decepcionar a los clientes que pagan! Pero la experiencia universitaria debería estar basada en la confrontación de ideas nuevas y perturbadoras. Los estudiantes deben aceptar la responsabilidad personal de sus propias decisiones y comportamientos, y los dirigentes universitarios tienen que dejar de comportarse como padres sustitutos y terapeutas. Los valores por antonomasia de cualquier universidad deberían ser la enseñanza libre y la libertad de expresión.
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Este artículo es una versión retocada del discurso pronunciado por Camille Paglia en el Smart Set Forum -- Free Speech on the College Campus-- el 21 de abril en la Drexel University. Se publicó originalmente en The Smart Set.
Camille Paglia es profesora de Humanidades y Estudios de Comunicación en la facultad de Artes de Universidad de Filadelfia
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Traducción del inglés de Elena de Sus Gobantes, Marta Montojo y Adriana M. Andrade
Las actuales controversias que sobre la libertad de expresión se están produciendo en los campus universitarios son en realidad la segunda serie de batallas en una guerra cultural que estalló a finales de los años 80 en EE.UU. y se apaciguó a mediados de los 90 debido, probablemente, al nacimiento de...
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Camille Paglia
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