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A Colin Kaepernick, quarterback de 28 años de los San Francisco 49ers le han llamado antipatriota. Lo han invitado a marcharse del país. Le han dicho que se calle y juegue. No le han dicho que se calle y juegue, negro, pero se sobreentiende; Kaepernick lo es. Le han llamado gentuza e ingrato. Aficionados y periodistas han cuestionado su sinceridad y han exigido su expulsión de la National Football League (NFL), cuya temporada oficial echó a andar la pasada semana. Incluso un congresista republicano de Iowa, Steve King, lo ha vinculado con el Estado Islámico.
Podría decirse que Kaepernick, que ni siquiera es el quarterback titular de los históricos 49ers, se ha convertido, para algunos, en el enemigo público número uno. Su pecado ha sido hincar la rodilla en el suelo mientras suena el himno de los EEUU antes de cada partido, una costumbre que en este país se reproduce en todo acto deportivo desde la práctica profesional hasta el partido del equipo de alevines de la escuela. La respuesta debe ser la misma: descubrirse la cabeza y ponerse en pie. Así lo dictan, repiten, el respeto al país y, claro, a los que mueren allende los mares por defenderlo/nos.
El pasado 27 de agosto en un partido de pretemporada, Kaepernick no lo hizo. Mientras todos asistían en pie a la ceremonia del himno, el mariscal de los de San Francisco permaneció sentado, casi escondido, en el banquillo. Un gesto, una protesta silenciosa a la que puso voz tras el partido. “No me voy a levantar y enorgullecerme de una bandera y de un país que oprime a afroamericanos y otra gente de color”, dijo el deportista en declaraciones recogidas por la propia NFL. Y abrió la caja de Pandora.
Hicieron ruido, como suele ser habitual, los despechados, aquellos que se sienten insultados por mí y por todos mis compañeros aunque nunca hayan puesto un pie en el campo de batalla o siquiera vestido el uniforme. Pero la protesta de Kaepernick, que paulatinamente ha encontrado apoyo en compañeros dentro y fuera de la NFL, también ha puesto de manifiesto nuevamente el problema de (auto)censura en torno a lo que se considera políticamente correcto (en cuestiones de himno y bandera hay que ser más papistas que el papa) que enfrenta la sociedad estadounidense desde hace décadas.
Ha sorprendido la postura de la liga. Bien porque de lo que se trata es de dinero, bien por sentido común. Cuando la polémica amenazaba con convertirse en asunto de Estado ―el propio Obama le mostró su apoyo y recordó lo obvio: 1ª Enmienda constitucional, libertad de expresión; recordemos que en EEUU es legal quemar la bandera como símbolo de protesta― la NFL señaló: “Se anima a los jugadores pero no es obligatorio permanecer en pie mientras suena el himno nacional”. En términos semejantes se pronunció el equipo del interesado. Lo cierto es que las camisetas de Kaepernick se han situado entre las tres más vendidas de la NFL. Irónicamente, puede que gracias a gente que decide darse el gusto de quemar 100 dólares para grabarlo en vídeo.
Dejando a un lado el que ya cerró en su día Samuel Johnson al señalar aquello de que el patriotismo es el refugio de los canallas, en el caso Kaepernick se han dado cita tres debates capitales en una democracia.
En primer lugar, lo obvio: la libertad de expresión. La misma que garantiza la 1ª Enmienda de la Constitución de los EEUU. El argumento que se apoya, no solo en la ley, sino en el sentido común.
En segundo término está una vez más EEUU y la raza. “Para mí, esto es más grande que el fútbol y sería egoísta por mi parte mirar hacia otro lado. Hay cuerpos en las calle y personas que reciben vacaciones pagadas y sin castigo tras cometer asesinatos”. El jugador de los 49ers hacía referencia así a la violencia policial y a las injusticias que el sistema judicial todavía ejerce sobre la minoría afroamericana. Iba más allá y se posicionaba del lado del movimiento Black Lives Matter, azote del conservadurismo más rancio, surgido en 2012 tras la muerte del adolescente Trayvon Martin por los disparos de un vigilante de seguridad, George Zimmerman. Una muerte que los tribunales no castigaron.
Se da la circunstancia de que este año precisamente se cumple el 70 aniversario de la integración racial en la liga profesional de fútbol estadounidense. En 1946 Los Angeles Rams firmaron a Kenny Washington y Woody Strode, los dos primeros jugadores afroamericanos de la moderna NFL. Ese mismo año Paul Brown, dueño de los Cleveland Browns de la All American Football Conference colocó en su alineación a Bill Willis y Marion Motley. Tan solo un año antes Jackie Robinson se había convertido en el primer hombre de color en jugar un partido en las Grandes Ligas de béisbol.
En realidad, meras anécdotas ya que la discriminación fuera y dentro de las canchas deportivas siguió existiendo hasta bien entrados los años setenta y tras la aprobación de los Derechos Civiles. En 1961, Walter Beach III jugaba para los Boston Patriots de la American Football League (rival de la NFL y con la que se fusionaría en 1966) cuando, tras protestar porque los jugadores negros del equipo serían alojados en un hotel diferente al de sus compañeros blancos en un desplazamiento al sur del país, fue despedido. En 1965 jugadores negros amenazaron con boicotear el partido de las estrellas que se iba a celebrar en Nueva Orleans después de que se les hubiera prohibido la entrada varios restaurantes de la ciudad e incluso a la histórica Bourbon Street. La protesta fue apoyada por sus compañeros blancos y finalmente el partido fue trasladado a Houston. Estos y otros episodios se recogen en Third and Long (2011), un documental dirigido por Teresa Moore que recorre la historia de los afroamericanos en un deporte en el que ahora son mayoría.
Sírvase una curiosidad como ejemplo. Kaepernick juega en una posición que tradicionalmente estaba vetada a los afroamericanos. La mentalidad racista mantiene que éstos son buenos para correr y placar pero no para dirigir el juego desde la posición de quarterback.
El tercer debate resulta anatema para aquellos que insisten en una falacia de primer orden: no hay que mezclar deporte y política. Olvidan los supuestos guardianes de un olimpismo puro que toda actividad humana es, de una forma u otra, una manifestación política. Queramos o no, lo único que los diferencia es el grado y significación. Olvidan también uno de los argumentos que gustan de usar pero únicamente a conveniencia: los deportistas son modelos. En realidad, no lo son más que de sí mismos. O no deberían serlo. Pero es indudable que su figura, para bien o para mal, tiene mucha influencia.
Casi en parte de la mitología hemos convertido las medallas conquistadas por Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, bajo las narices de la supuesta superioridad aria representada por Adolf Hitler.
Fue precisamente en los campos deportivos donde se comenzaron a jugar muchas de las batallas que solo comenzarían sobre el papel con la aprobación en 1964 de la Ley de los Derechos Civiles. Icónica es la foto de varios deportistas afroamericanos tras una mesa dando una conferencia de prensa en Cleveland en 1967. Para apoyar a Muhammad Ali ―protestón, bocazas, activista, héroe, mito, el más grande de todos los tiempos―, que se había negado a ir a Vietnam, estaban, entre otros, el propio Beach (retirado un año antes) y un tal Lev Alcindor, que más tarde cambiaría su nombre a Kareen Abdul-Jabbar. Un año después, en los JJOO de México, Tommie Smith y John Carlos alzaron sus puños enguantados en cuero negro al cielo azteca. El gesto, emocionante y simbólico como pocos, les costó a sus protagonistas no solo sus carreras sino casi sus propias vidas.
Kaepernick, a su manera y afortunadamente salvando el camino recorrido, no ha sido el primero ni será el único.
Ocurre que duele que nos recuerden las propias vergüenzas. Lo del escenario, el motivo y la forma es lo de menos. A los deportistas se les pide que sean modelos pero en silencio ―proteste, joven, pero no moleste, con moderación―. De otra forma sería imposible vender espíritu olímpico y valores en países que continúan sin respetar los derechos humanos.
A Thomas Jefferson se le suele atribuir erróneamente una de las más bellas frases de la mitología estadounidense: “la discrepancia es la más alta expresión del patriotismo”. Si no lo hizo, bien podría haberla pronunciado el autor de la Declaración de Independencia, habida cuenta de las veleidades libertarias insertas en el ADN de los llamados Padres Fundadores de EEUU. Lástima que en esas ansias de romper cadenas con la metrópoli británica olvidaran incluir por sus propios intereses a una parte de los que también poblaban la nueva nación.
En eso, hoy como ayer, no hemos cambiado tanto.
A Colin Kaepernick, quarterback de 28 años de los San Francisco 49ers le han llamado antipatriota. Lo han invitado a marcharse del país. Le han dicho que se calle y juegue. No le han dicho que se calle y juegue, negro, pero se sobreentiende; Kaepernick lo es. Le han llamado gentuza e ingrato....
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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