Futboñistán
Humildad blanca
Lorenzo Silva 21/09/2016
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Los que no somos madridistas, sea cual sea nuestro grado de desapego hacia la camiseta blanca, nos vemos no obstante, si somos capaces de no dejarnos cegar por la ofuscación, obligados a reconocerle al carácter merengue algunas virtudes. Entre ellas, no descubrimos nada, jamás se encontró la humildad.
Jamás… hasta que llegó él. El entrenador más impredecible e imprevisto, el que estaba predestinado a hacer trotar al filial aún durante unos cuantos años, hasta que se sacara el máster que lo habilitara para ponerse eventualmente al mando de ese tanque de tiburones al que, cuando no es por uno es por otro, viene a asemejarse, con su ingobernabilidad proverbial, el vestuario del Santiago Bernabéu. La fortuna, en forma de un entrenador tristón y cenizo que amenazaba con depreciar hasta extremos insólitos la costosa inversión que Florentino Pérez le había puesto en las manos, quiso que ese destino remoto y tan sólo hipotético se precipitara y Zinedine Zidane se viera de pronto afrontando la responsabilidad de dirigir al primer equipo y de tratar de sacarlo de la ciénaga espesa en que chapoteaba.
Más de uno pensó que aquel encargo era en realidad una especie de ejecución sumaria, y que el bisoño míster iba a arder y consumirse como una bengala de esas que, gracias a la mala idea de tantos descerebrados, ha habido que acabar prohibiendo en los estadios. Los comienzos, con un equipo completamente gripado, fueron cualquier cosa menos fáciles, y por un momento la frialdad del jefe hizo temer lo peor. Zinedine el Breve. Ungido, carbonizado y amortizado antes de darse casi cuenta.
Pero he aquí que el gran rival, el hasta entonces intratable Barça, quizá afectado por las cuitas tributarias de sus despistadas estrellas (seamos indulgentes, siguiendo el viejo consejo del Evangelio de Mateo), empezó a desinflarse y a pinchar, mientras el nuevo Madrid de aquel tipo que hablaba poco y en susurros se engranaba y comenzaba a dar resultados en una segunda vuelta en la que aventajó a su máximo competidor. No fue suficiente para recuperar el terreno perdido en la primera vuelta de la Liga, (de la Copa ya estaba desahuciado por un bobo desliz) pero apretó el final del campeonato y el entrenador taciturno cosechó un inesperado premio: la Copa de Europa que le regaló Diego Pablo Simeone al dejarse agarrotar por la tenaza del miedo en aquella prórroga a la que Zidane llegó con medio equipo lisiado.
Ahora acaba de empalmar 16 victorias consecutivas, igualando el récord de Guardiola con el rival por antonomasia. Su equipo es líder en solitario de la Liga y hasta salva en el tiempo de descuento partidos inverosímiles, rompiendo el maleficio de ese Madrid que se crece en las grandes citas y deserta en los partidos de trámite. Y sigue hablando con ese aire apocado, casi pidiendo perdón por ocupar, tan ricamente, la silla que calcinó, verbigracia, trasero tan arrogante como el de Mourinho.
Poniendo difícil, la verdad, tenerle la tirria usual al Madrid.
Los que no somos madridistas, sea cual sea nuestro grado de desapego hacia la camiseta blanca, nos vemos no obstante, si somos capaces de no dejarnos cegar por la ofuscación, obligados a reconocerle al carácter merengue algunas virtudes. Entre ellas, no descubrimos nada, jamás se encontró la humildad.
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Lorenzo Silva
1966. Escritor. Nada mejor que ser y sentirse un poco extranjero doquiera que uno va.
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