CUENTOS REPUBLICANOS
Mientras tanto
Marta Sanz 27/11/2016
Grupo de mujeres republicanas, durante la guerra civil, quizá en el patio del madrileño Cuartel de la Montaña.
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Cuando la autora del libro llega al instituto, todo el mundo ya está, más o menos, sentado en su asiento y los profesores se esfuerzan en que los niños permanezcan callados. La tarea no es fácil, porque los niños están en esa edad en la que cualquier lugar es una jaula. Al menos, esa es la idea que ahora prevalece sobre las demás cuando se trata de definir ese período del crecimiento en el que aún los niños no son adultos.
La autora del libro se pregunta, al entrar en el salón de actos, si su público es un público infantil o un público adulto; se pregunta si ella ha experimentado alguna vez esa urgencia por marcharse cuando aún no había llegado, la precipitación de esos niños que parece que solo desean gritar y salir corriendo hasta un prado verde, sobre el que tirarse, de espaldas, cuando el cuerpo no da para más y urge tomar aire frío por las narices, un aire que duele, mirando hacia ese cielo que, de pronto, se ha cuajado de estrellas como en las películas de aeronaves. El director del centro, que sale a recibirla aparentando normalidad, se formula a menudo preguntas en voz alta:
—¿De verdad pensáis que son cosas de la edad?
En la sala de profesores nadie le responde. El director insiste:
—Pero ¿vosotros erais así cuando teníais trece años?
El director no deja de indagar en un desconcierto que cree compartir con los otros:
—Pero ¿vosotros teníais tantas ganas de gritar?, ¿en qué pensabais?, ¿qué os gustaba hacer?, ¿qué queríais ser de mayores?
El profesor de química, inclinado sobre los ejercicios de los alumnos, se sonríe sin levantar la cabeza para que nadie lo vea. Él sí tenía ganas de gritar, en el colegio, cuando le entraba el miedo de que le preguntaran la tabla del nueve que aún no se había aprendido de memoria; ganas de gritar, en el comedor de su casa, cuando le mostraba a su padre el boletín de las calificaciones y su padre ponía un gesto a medio camino entre la lástima infinita y la ira. Pero no gritaba y, pese a ello, consiguió ser moderadamente feliz, aunque nunca logró su sueño de ser dibujante de historietas. Ante la pregunta del director, el resto de los profesores no se manifiesta y el director, recién incorporado al centro tras su correspondiente baja por depresión, da por zanjado el asunto.
—Bienvenida. Muchísimas gracias por haber aceptado nuestra invitación. Pasa, pasa por aquí. ¿Necesitas algo? Ya lo tenemos todo preparado.
La autora del libro dice que no necesita nada y piensa que a los tres, a los catorce, a los quince años, los niños creen que ya lo han aprendido todo y se indignan cuando las personas mayores no les dejan tomar sus propias decisiones y ejercer su libertad: la ducha no es necesaria a diario; los piercings en la lengua no provocan halitosis; es normal que los chicos empujen a las chicas, si se ponen celosos. Las chicas desean estos comportamientos, porque son sinceros, no son falsos, y han oído en la televisión que lo peor en esta vida es ser falso. Sandra se lo ha dicho muchas veces a Reyes:
—Hay que ser como se es, tía.
Las chicas hablan mucho, pero ellos tienen la última palabra. La autora del libro no se acuerda de si ella era así, y si alguien le propusiera describirse a los trece, a los catorce, a los quince años, está casi segura de que no sabría hacerlo. El director está mirando a la autora del libro con mucha curiosidad, quizás demasiada, con tanta, que el profesor de química se ve obligado a darle un codazo con disimulo. El salón de actos huele a una mezcla de almizcles, madera de lápices, sustancias ácidas, vainilla dulce y perfumes de vieja. Los profesores del centro ya no lo perciben, pero la autora del libro, al traspasar el umbral, se ha sentido un poco mareada, porque hace calor y la atmósfera es humana, demasiado humana. Su corazón ha expresado el miedo en forma de latido acelerado y de una sequedad de boca que casi le impide articular palabra, cuando un hombre joven, que no es el director del instituto, se le acerca con la mano tendida.
—¡Hola!, tú debes de ser Carmen, ¿verdad?
—Sí, encantada.
—Yo soy Raúl, el profesor de química.
Habla de mujeres con unos nombres fascinantes: Federica Montseny, Carlota O’Neill, Silvia Mistral
La autora del libro ha mirado al auditorio: niños vestidos de negro, silenciosos durante la décima de segundo en que la escrutan —y la escrutan mucho—, tantos niños, que la autora ha recordado aquella película, ¿Quién puede matar a un niño?, y se le han puesto los pelillos de punta. La autora se repone y, consciente de la situación, la boca vuelve a llenársele de saliva, porque ha decidido que va a hablar para nadie durante una hora aproximadamente. Después saldrá de aquella sala, se marchará y todo habrá acabado para ella. La autora del libro mira con compasión al profesor de química y, después, al fragilísimo director del instituto, que parece un hombre que estuviera rodeado por los indios o por el séptimo de caballería, lo mismo da. La autora abrazaría ahora mismo a este pobre hombre, que la cae simpático, y decide dedicarle unas palabras de aliento:
—Oye, este tipo de iniciativas me parece muy bien.
—¿Tú crees? Yo no sé si sirven para algo, pero hay que intentarlo. A veces se lo pregunto a mis compañeros, ¿tú eras así cuando tenías trece, catorce, quince años?
La autora del libro se queda helada. No sabe ser simpática frente al profesor que la mira atento, esperando una respuesta.
—No sabría decirte.
El director pierde su interés en la autora del libro y ella llega a la conclusión de que toda la hostilidad y toda la debilidad que se perciben en este salón de actos, que huele a almizcle y a restos de goma de borrar, tienen que ver con la pérdida de la memoria, con el consumo rápido, con el vértido, con la incompetencia para reconocernos en lo que fuimos y en lo que somos. Por primera vez en el día, la autora del libro se pregunta qué ha podido pasar, qué ha sucedido mientras tanto.
Sandra se da cuenta de que la autora del libro ya está en el salón de actos del instituto. Deja de jugar con el móvil nuevo de Ñete, un chico con aspecto de hombre a punto de llegar, sentado a su derecha, y le da un codazo a Reyes, que está a su izquierda:
—¡Tía! ¿Has visto qué pinta?
La autora del libro acaba de cumplir los treinta años, pero a su público ya le parece casi una anciana, mientras ella departe amablemente con el bobo director y con el Pirulas, el de química, que al principio parecía que iba a ser majo, pero cada día gasta peor leche. A la autora del libro de nada le sirve haber elegido unas gafas con montura de colores, los vaqueros lavados a la piedra, la cazadora de cuero, unos pendientes tal vez demasiado aparatosos. Las prendas más juveniles, más informales entre las que encontró en el armario y que, en este salón, la colocan absolutamente fuera de lugar. Disimulando, la autora se quita los pendientes y los deja sobre la mesa, justo al lado del micrófono. Al público, que casi ha enmudecido, le da la impresión de que los profesores han perdido el norte y les va a dirigir la palabra una loca de atar. Aunque la perspectiva de estar encerrados no hace felices ni siquiera a los alumnos que se toman más en serio sus obligaciones escolares, el aspecto de la autora provoca ciertas esperanzas en el corazón de unos pocos. De hecho, Reyes le dice a Sandra en secreto:
—A lo mejor no es tan aburrido.
—No sé, tía, ¿a ti te ha dicho el Pirulas cuánto va a durar esto?
El Pirulas, en este momento, está ayudando a la autora del libro a aflojar las hebillas de una cartera de mano, de la que por fin la autora saca unos papeles, que deja encima de la mesa, al lado de los pendientes, mientras los profesores, asustados —ellos habían leído el libro, pero no sabían que la autora tuviese un aspecto tan extravagante—, comprueban que los micrófonos funcionan. El Pirulas pega un grito sin ayudarse de la megafonía:
—¡Óscar Simón!
Óscar Simón, sin poder parar de reírse, adopta una postura un poco más digna, y Sandra vuelve a dirigirse a Reyes:
—¡Joder! ¿Te has fijado en el tocho de folios que trae la tía esta?
—Sí.
Su abuela sí era de la época de Franco, y no podía imaginársela como directora de prisiones, ni en el Parlamento
Sandra y Reyes ya han decidido que no van a ser capaces de prestar atención durante un período tan prolongado, de modo que Reyes abre la boca, como quien se pone un tubo para bucear bajo las aguas de una piscina —Reyes no respira bien por la nariz, el médico le ha dicho que tiene pólipos y esa es la razón de que su madre no le haya permitido hacerse un piercing en la lengua—, y Sandra se apoya en el hombro de Ñete, que toca el pelo de su chica con una dulzura insólita en una mano tan grande y tan áspera. La mano de Ñete huele a muchos pitillos fumados deprisa en la puerta del salón de actos, justo antes de entrar, apurando el tiempo y ganándose a pulso sus flemas de hombre y sus gargajos. A Sandra el olor de la mano de su chico le da un poco de repelús, pero saber que superar estos pequeños obstáculos es la manera de comprobar que le ama. Reyes dio la clave para decidir si lo que sentía por un chico era amor o era otra cosa:
—Tú imagínatelo sin piernas, sin brazos, con el tronco apoyado en una silla de ruedas, imagínatelo así y, si quieres seguir estando con él, entonces es que lo quieres.
—Pues lo quiero, tía, lo quiero.
Ñete, como si hubiera podido leer los pensamientos de Sandra, le da un besito en los morros, pese a la mirada de reprobación que, desde la mesa presidencial del salón de actos, les ha lanzado el Pirulas.
—¿Qué pasa, pringao?
Ñete, aunque ha impostado un tono desafiante de tío de pelo en pecho, ha hablado tan bajito que solo Sandra ha podido escucharlo. Hasta hace dos días, Ñete solo jugaba en el recreo con los niños de su edad, pero de un día para otro se le marcó la nuez, comenzó a andar de otra forma, a llenarse de misterios al salir de clase, se le ensancharon las manos y metió la lengua dentro de un montón de bocas. Se hizo un hombre. Un hombre muy cabreado, así que sandra cambia de tema, porque no quiere que su chico y el Pirulas se enzarcen. En el fondo, el Pirulas no le cae mal del todo:
—Oye, Ñete, ¿y de qué va esta historia?
—Ni puta idea.
Sandra se hace la tonta —sabe perfectamente que la loca va a hablar de algo de Historia, de Literatura o así, no se acuerda bien— y la mimosita con Ñete, que se ha desentendido de su chica y ha vuelto a concentrarse en un móvil nuevo del que aún no controla todos los botones. Sandra y Ñete, inmersos en sus cosas, no se han dado cuenta de que la charla casi ha empezado y de que el director está presentando a la autora del libro:
—Carmen Domingo ha llevado a cabo una investigación en torno…
Ñete no se resiste, la palabra “investigación” le obliga a reaccionar:
—Joder, tía, qué brasa nos van a dar con la investigación.
Sandra levanta la cabeza del hombro de Ñete, porque el Pirulas sigue mirándoles con toda la fijeza de la que es capaz y ella no quiere líos. La próxima semana hay un examen de formulación y, mal que bien, Sandra va aprobando sus cursos, con la conciencia de que lo importante en esta vida es divertirse, pasarlo bien y tener a los padres medio contentos, para que no pongan objeciones a las salidas de los fines de semana.
—Mi hija sale, claro que sale, pero me aprueba todas las asignaturas.
Ha hablado el padre de Sandra. Para Sandra, por tanto, aprobar todas las asignaturas es un requisito para poder salir. Más allá de ese horizonte, Sandra sería incapaz de dar otro motivo para consumir ciertas tardes memorizando sus libros de texto y resolviendo alguna ecuación simplísima. Pasado el examen de turno, Sandra olvida, desocupa su cerebro de la información utilizada para dejar paso a nueva información que empleará para pasar la siguiente prueba. Sandra procura que en su cerebro no queden demasiadas huellas que ocupen un espacio precioso para afrontar nuevos retos. A Sandra le interesa la memoria, intensa y eficaz, de corta duración; la otra memoria, la de los cuentos de los abuelos, la de las charlas, además de un coñazo, le parece mucho menos importante que el ser como se es, sin preocuparse mucho por el de dónde venimos o el hacia dónde vamos.
—Yo soy como soy. Lo tomas o lo dejas.
Era la frase que Sandra tenía pensado lanzarle a Ñete si alguna vez discutían y estaban a punto de cortar. De momento, en las dos semanas que llevaban juntos, todo había ido bien y ella no había sentido la necesidad de ponerle a Ñete las cosas claritas.
Mientras estaba en la cárcel, su hijo la esperaba en la calle, un día tras otro. La Pasionaria explicaba que había sido una de las peores experiencias de su vida
Carmen Domingo agradece al director las amables palabras que le ha dirigido a modo de presentación. A los alumnos, que han decidido dar un voto de confianza a esta mujer tan mayor, durante cinco minutos al menos, la ponente vuelve a sorprenderles. No parece nerviosa y tanto el tono de su voz, como su vocabulario, no se corresponden con su pinta —¡la Mary Poppins!, había dicho una garganta anónima, cuando la autora del libro había entrado en el salón de actos—. La autora del libro en su exposición habla de mujeres con unos nombres que a Sandra le parecen fascinantes: Victoria Kent, Clara Campoamor, Margarita Nelken, Federica Montseny, Dolores Ibárruri, Carlota O’Neill, Silvia Mistral, María Teresa León. Sandra Martínez Galván se gira, de nuevo, hacia la izquierda y le hace notar a Reyes Povedilla García un detalle:
—Parecen todas extranjeras, ¿verdad?
—No sé, a mí es que no me suenan de nada.
—¡Qué burra eres, tía!
—¿A ti te suenan o qué?
—¿Tú no has pasado nunca por el centro cultural Margarita Nelken, al ladito del Lago?
—Sí.
—Pues eso, que a mí Margarita Nelken sí que me sonaba.
La autora del libro habla de la presencia de algunas de estas mujeres en el Parlamento de la nación, de su conducta valerosa, de su lucha por los derechos de la mujer, de su presencia en la vida pública.
—Victoria Kent fue directora de prisiones y…
Sandra, que ha pasado un rato tratando de que Ñete —Antonio Arias Garrido— le prestara un poco de atención, al final ha desistido, porque él está demasiado concentrado cambiando la imagen de la pantalla de su móvil —¿una rana?, ¿un oso polar?, ¿una foto de Madonna?—, y se vuelve de nuevo hacia Reyes:
—Pero ¿de qué época hablan, tía?
Reyes no tiene mucha idea.
—No sé, será de la de Franco.
Sandra se acuerda de su abuela, que vivió en su casa desde que se quedó viuda. Su abuela con el rosario entre los dedos, y todo lo que escucha le parece raro. Su abuela sí que era de la época de Franco, más o menos, y Sandra no podía imaginársela como directora de prisiones, ni tomando la palabra en el Parlamento para convencer a sus señorías de que el blanco era blanco y de que, si blanco y en botella, leche sin duda. Sandra ni siquiera podía imaginarse a su madre en esa situación. Se siente muy cansada —la palabra exacta sería aburrida— y se apoya otra vez en el hombro de Ñete, que aprovecha para decirle, apuntando la vista hacia la autora del libro:
—Esta lo que es, es una feminista de mierda.
Sandra asiente y se acuerda de su padre cuando comenta que las feministas son unas desfasadas, que las mujeres el día menos pensado se van a comer crudos a los hombres, que tienen todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes, que vaya leche y que vaya mierda. Sandra mira a Ñete a los ojos:
—Sí, Ñete.
—¿Sí, qué?
—Que es una tontería lo de las feministas, porque está claro que tú y yo somos iguales.
—Bueno, tía, ¡afortunadamente, no!
Ñete le toca a Sandra su teta derecha, un pedazo de teta, una gran mama adulta, que le hace ser una de las chicas más reconocidas de su clase, sobre todo cuando se calza un jersey de lana con cremallera, insinuantemente entreabierta en el escote, y se pone una medallita que le cuelga por el cuello y se pierde en lo profundo de su canalillo. El Pirulas, que se ha percatado del magreo, está a punto de levantarse, recordando la pregunta con la que el director les machaca cada día en la sala de profesores —“¿Pero vosotros a su edad erais así?” —, y Sandra intuye que Ñete y ella lo van a tener complicado en el examen de formulación. Sandra, para ganar puntos con el Pirulas, se separa de su chico y se concentra en las palabras de la feminista vestida de Mary Poppins, y escucha no sé qué del derecho a la educación de las mujeres y no sé qué de la polémica por el voto femenino y que la Nelken se pronunció en contra de que las mujeres votaran porque consideraba que su voto iba a estar manipulado por los curas y los sectores reaccionarios de la sociedad. Reyes, que está escuchando con mucha más atención que de costumbre, se indigna:
—Pues vaya tía más asquerosa.
—Sí, tía, una asquerosa de mucho cuidado.
Habla del año 34, del año 35. No se cree ni ella que entonces hubiera divorcio
Sandra mira hacia el Pirulas y comprueba que el profesor sigue sin quitarle el ojo de encima, así que vuelve a fingir que atiende y en su fingimiento le llegan algunas palabras más que, esta vez, se refieren a Dolores Ibárruri. Parece ser que mientras esta mujer estaba en la cárcel por haber luchado por sus ideas —a Sandra se le había escapado exactamente por cuáles—, su hijo pequeño la esperaba en la calle, un día detrás de otro. La Pasionaria —así la llamaban y ese nombre a Sandra le sonaba un poco— había escrito un libro en el que explicaba que esa había sido una de las peores experiencias de su vida, porque le hizo sentirse culpable por haberse dedicado a la vida pública, a la política, en vez de haberse concentrado en su espacio privado, en su familia, en sus afectividades y en sus deberes como madre, pero la Pasionaria decía que al fin entendió que lo uno no era tan distinto de lo otro, que aquellas que había asumido fuera de las cocinas y de los dormitorios también eran obligaciones de madre. Reyes le comenta a Sandra:
—Pues, al final, eso es lo único que importa, ¿no?
—¿Qué?
—Pues eso, la familia, la gente que te quiere y que te conoce y que sabe cómo eres, ¿no?
—Sí, tía.
Reyes vuelve a la carga:
—¿A ti te gustaría ser ministra?
—Ni de coña.
—¿Y que te metieran en la cárcel por lo que piensas?
—Cambiaría de ideas, tía.
—Pero eso es lo contrario de ser como se es.
—Tía, yo soy así y punto. De estar bien y ya está, y de no darle muchas vueltas a las cosas, que te estás poniendo tú muy pesadita.
Reyes se contiene solo durante unos segundos:
—Sandra, ¿tú qué vas a hacer cuando acabes el instituto?
—No sé, tía. A lo mejor sigo estudiando.
Sandra se calla un instanto y, con el corazón en la mano, como a ella le gusta, sigue sincerándose con su amiga:
—Pero lo que de verdad me gustaría es encontrar un curro y tener dinero para hacer mis cosas. Y seguir con Ñete.
Sandra se abstrae otra vez, se olvida del Pirulas y se recuesta sobre el hombro de su chico. Cierra los ojos: la idea de un niño solo contra la tapia de una cárcel en la que estaba su madre le llena los ojos de lágrimas —¿podrían escucharse a través de los muros?, ¿tendrían códigos de golpes?, ¿horas fijas en las que el hijo supiera que la madre pasaría por una determinada ventana?—. Qué lástima. Había cosas que a Sandra no le gustaba oír, películas que no le gustaba ver. Sandra mantiene los ojos bien cerrados e imagina un prado verde y se acuerda del día en que Ñete le dio un beso y le metió la lengua hasta un punto en el que se le descompuso el cuerpo, no sabe si de emoción o de grima. Otra prueba que certifica su amor, más allá de esa imagen de Ñete sin brazos, sin piernas, con el tronco apoyado en una silla de paralítico, con la cara de Ñete, eso sí, encima de sus hombros, esa imagen que ella acepta y que le da la felicidad de ser sincera con él cuando le dice en la penumbra de los parques o sobre los sillones del disco-pub.
—Ñete, te quiero.
Sandra aprieta mucho la mano de su chico y le transmite mentalmente el pensamiento de que siempre estarán juntos. Ñete retira la mano para seguir maniobrando con su móvil; sin embargo, ha debido de percibir algo porque le pregunta a Sandra:
—Nena, ¿estás bien?
—Sí muy bien, Ñete, ahora sí.
Esa es otra de las frases que Sandra ha oído a menudo en las series de la televisión que más le gustan. Sandra experimenta la grandeza de la paz, mientras la autora del libro habla de otro nombre, de Silvia Mistral, que, desde la cubierta de un barco con rumbo hacia América, reflexiona sobre el paso del tiempo y el desarraigo.
—¿El desaqué?
—Yo qué, Reyes, estás muy, muy pesadita con la Mary Poppins esta.
Cuarenta años de oscuridad y lo que hemos hecho después. Sí, y lo que hemos hecho después
Reyes parece bastante atenta a la exposición, pero Sandra, aunque lo lleva intentando desde hace un rato, no puede deshacerse de la imagen del niño que espera a su madre en la tapia de la cárcel. Sandra no entiende cómo una madre puede llegar a eso, por qué o para qué puede llegar a eso. Sandra culpa a la mujer de su propio encierro y del sufrimiento de su hijo. Piensa en su abuela, en su madre y en que a ella, en este momento tan lindo de su vida, solo es Ñete lo que le importa. Las mujeres ministras van en contra de su naturaleza. A un niño no puede hacérsele llorar por nada del mundo.
—Ñete, ¿a que a un niño no puede hacérsele llorar por nada del mundo?
—Joder, Sandra. Piérdete.
Su chico tenía razón: se estaba poniendo bastante pesada y era normal que él se enfadase un poco; ella, por su parte, debía esforzarse en comprenderlo, en ponerse en su lugar y en morderse la lengua cuando a la lengua le llegasen tantas tonterías. Reyes, por la izquierda, saca a Sandra de sus reflexiones:
—Tía, no me creo una palabra de lo que está diciendo esta pava. Habla del año 34, del año 35. No se cree ni ella que entonces hubiera divorcio, pero si a mí mi madre me ha contado que si una le ponía los cuernos al marido, hasta hace poco, la metían en la cárcel y la condenaban por adulterio.
—¿O sea que no habla de cuando Franco?
—No. Habla de antes.
—¡Ah!
Sandra se vuelve otra vez hacia Ñete, que está poniendo mensajes con el móvil:
—A ver a quién le estás poniendo mensajes, que me mosqueo, Ñete.
—¡Quita!
Ñete le da un manotón a Sandra, pero a ella no le importa, porque ha comprobado que no le estaba poniendo un mensaje ni a Sonia ni a Dolly, sino a Carlitos, el de tercero A. Para Sandra, adema´s de ser como se es sin falsedades, la fidelidad de la pareja es un valor básico en la vida. Como las cigüeñas, como las urrucas. Ñete puede ser impaciente, sucio, brusco, amputarse los brazos y las manos y el pene, pero, por encima de todas las cosas, debía serle fiel a Sandra. La autora del libro, en un momento dado, anuncia:
—Bueno, ya no os voy a aburrir mucho más.
Y el auditorio resopla sonoramente. Algunos se despierta y Sandra se inclina sobre Reyes.
—A ver si acaba ya, porque desde luego yo no me creo eso del divorcio, ni lo de las mujeres ministras, ni nada de lo que ha dicho, y ya me estoy hartando, tía.
Cuando la conferencia llega a su fin, se oyen unos tímidos aplausos provenientes de los ocupantes de las primeras filas. Sandra pasa al lado de la autora del libro y la mira despectivamente, como si la ponente fuera una mentirosa y una mujer desnaturalizada. La autora esboza una sonrisa como para justificarse, pero enseguida baja los ojos hacia las puntas de sus zapatos, que están mucho más arriba de lo que ella había visto al salir de casa. El director, que ha sido testigo de la escena, busca de nuevo la comprensión de la autora del libro:
—Carmen, ¿tú crees que nosotros éramos como ellos?
Carmen no sabe qué decir, pero desde la incomodidad de la experiencia vivida, desde el desconcierto, desde la sorpresa que en ese preciso instante le han provocado sus pendientes, arrinconados al lado del micrófono, le ofrece al director una respuesta, quizá, para tranquilizarle, más bien para acompañarle:
—No, yo creo que no.
—Yo estoy de acuerdo contigo, pero lo que me pregunto es qué habrá pasado mientras tanto para que las cosas sean así.
—Cuarenta años de oscuridad.
—Los cuarenta años de oscuridad son los míos, Carmen. Ni siquiera son los tuyos.
El director se para un instante, mientras la autora del libro guarda los pendientes en la cartera de las hebillas, piensa y retoma su discurso:
—Cuarenta años de oscuridad y lo que hemos hecho después.
La autora del libro levanta la vista de las hebillas de su cartera, porque la frase le ha pillado de improviso y se encuentra a sí misma en las pupilas del fragilísimo director.
—Sí, y lo que hemos hecho después.
El Pirulas tiene la mano a la autora y vuelve a agradecerle su presencia, la despide, mientras le pasa al director el brazo por encima de los hombros, lo recoge, le invita a pasar no se sabe adónde, a esconderse no se sabe hasta cuándo, y mira los cuerpos entrelazados de Ñete y de Sandra que se alejan, de espaldas.
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Este relato se publicó por primera vez en Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, una colección de ficciones breves publicada en 2006 por la editorial Martínez Roca y la fundación Domingo Malagón. La dirección y la edición del libro corrieron a cargo de las escritoras Lucía Etxebarria y Marta Sanz, respectivamente.
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Marta Sanz
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