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Hace unas semanas fui a mi pueblo a ver al hijo de un amigo, para ayudarle en un trabajo escolar. Cuando acabamos, mi amigo me acompañó hasta la estación. Recorrimos varios barrios que, cuando nací, no existían. En su lugar había viñas, de una variedad ya extinguida. Me recuerdo a mi mismo —se trata, de hecho, de uno de mis primeros recuerdos—, cogido de la mano de mamá, caminando por ese mismo espacio. Atravesando viñas, íbamos a ver a mi bisabuela, una mujer de otra época, que apenas recuerdo. Yo no podía caminar, pues el barro de los viñedos aprisionaba mis zapatos. Mi madre reía. Cuando huelo a barro, recuerdo a mi madre riendo.
También recuerdo, de aquella época, un paseo junto a mi abuelo. Fuimos a la única montaña del pueblo. Jugamos con un camión abandonado y nos sentamos a ver, en mi caso, por primera vez, una puesta de sol. Mi abuelo me dijo que el sol se escondía, cada noche, debajo del mar. Las mentiras, en fin, nos hacen más inteligentes. Recuerdo que, en la luz rojiza del anochecer, vi por primera vez mi pueblo. No existía. Es decir, no existía aún. Era decenas, ciento de edificios en construcción, sobre las viñas. En breve mi pueblo se llenaría de personas. Algunas fueron mis amigos.
Si bien yo era de los primeros en haber llegado, todos lo habíamos hecho por casualidad, huyendo. No se sabía de donde habíamos salido. Hablábamos modulando muchos acentos, incluso varias lenguas. En breve, haríamos cabañas en bosques repletos de basura, y hogueras en el vertedero de Uralita. En ese trance, echábamos al fuego trozos de uralita, que explotaban, creando pequeñas explosiones, como nosotros. Uralita, por cierto, tan sólo era la gran fábrica, la más antigua. Ahora había cientos de ellas.
Nuestros padres trabajaban en su interior. Todos, por tanto, conocíamos palabras sólo comprensibles para nosotros, como fresa, remache, torno, termoplástico o polietileno. Sabíamos cosas sólo accesibles a iniciados, como que una pieza de plástico debía ser repasada a cuchilla, para extraerle la rebaba, que el soldado del aluminio es dificultoso, casi imposible, que en el trance de templarse, el acero es frágil, como el vidrio, como un bebé, o que la producción diaria de tubos de amianto sólo podía apilarse en no más de dos pisos. Otro nivel más y sería la ruina, deformar y enviar a paseo el trabajo de cientos de compañeros.
Caminaban y vestían diferente. Ganaban más. Les había costado un muerto y cientos de detenciones
Los mayores, encerrados siempre en la fábrica o en iglesias, fueron a la huelga. No lo sabían, y no lo recuerdan, pero construyeron la única Huelga General Política, aquella mística del PC. Fue el único municipio en el que se consiguió. Es un recuerdo antiguo, como una viña. Pero creo que también era hermoso. Luego, construyeron infinidad de huelgas que, hasta los Pactos de la Moncloa, siempre ganaban. El resultado fueron convenios que nunca habían existido. Y que nunca jamás volverían a existir. Eso creaba un sentimiento de complicidad y de orgullo. Los que más gastaban eso eran los de la Seat. Venían al pueblo, a dormir. Caminaban y vestían diferente. Ganaban más que la media. Eso les había costado, por cierto, un muerto y cientos de detenciones. En la fábrica abandonada de la Seat, de hecho, hay aún una placa que recuerda, a nadie, ese muerto.
Con los convenios ganados, también se ganaron coches sorprendentes, ropa divertida. Las mujeres, a través de esa ropa divertida y jamás calculada, enseñaban unas piernas magníficas. Y reían, como mi madre en el barro. Compraron muebles, pisos más grandes. Nos dieron a los pequeños también otro objeto no previsto. Estudios. Los estudios nos alejarían de las fábricas y de todas esas palabras que conocíamos. Pero eso nunca sucedió.
Fueron las fábricas y las palabras las que se alejaron. Hoy no queda, prácticamente, ninguna. Nadie sabe ya, en fin, que la balleta que transportaba el amianto debía de estar tensada, pero no demasiado, o los trucos para sacar piezas diminutas de un molde sin perder las manos en ello. Son secretos que han pasado a otros países, con otros niños, con otras hogueras, que están descubriendo el orgullo, bello e inútil, de saber apilar tubos, o de saber fabricar huelgas.
Y el estupor de contemplar a sus hijos desposeídos de palabras propias, sin un lugar en el mundo, salvo esos pisos fabricados
Caminar por estas calles por las que caminaba con mi amigo era, de pronto, como caminar, en fin, por unas viñas que ya no existen. Resultan, al menos para mi, un paisaje tan onírico como las viñas de un recuerdo tan lejano que ya parece un sueño. Detrás de las ventanas, cerradas a esas horas, de bloques en los que reside una generación, tal vez, la única, a la que le fue bien la vida en una fábrica, quizás sólo queda ese orgullo viejo e inútil. Y el estupor de contemplar a sus hijos desposeídos de palabras propias, sin un lugar en el mundo, salvo esos pisos fabricados y repletos de orgullo.
El orgullo es bueno. Pero no siempre. En ocasiones sólo puede existir en el pasado. En ocasiones, explota.
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Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).
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