CINE
Kirk Douglas. Cautivos del mito
A pesar de su rebeldía, a pesar de Trumbo y las listas negras, fue el actor y productor más grande y que más poderosa hizo a la fábrica de sueños
Pilar Ruiz 10/12/2016
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Es eléctrico, magnético. Imposible apartar la mirada de él, reclama e impone su voluntad; quiere ese foco por el cual todos los actores pelean. Es suyo. No es fotogenia, es algo más. Y se tiene o no se tiene.
“Trabajar con Kirk Douglas en las tres películas que hicimos juntos fue, hasta donde me alcanza la memoria, la colaboración más gratificante y estimulante de mi vida”, dijo de él Vincent Minnelli.
No es habitual que un director que no está haciendo promoción elogie a su estrella y menos en aquellos años de oro, cuando la expectación mediática giraba exclusivamente en torno a los actores y no a los directores. Pero quizá sea verdad: Kirk Douglas es excepcional. Por muchas razones. Incluso su historia personal podría convertirse en carne de uno de esos aburridísimos bio-pics con niño pobre que alcanza el éxito, de la miseria al lujo, de la nada a la fama: una muestra más del sueño americano que tantos dólares ha hecho ganar desde la invención del celuloide. Pero esto sería una caricatura y milagrosamente, Kirk ha escapado también de caer en ese abismo, mucho más peligroso que un accidente de avioneta o una embolia. Porque Kirk es duro, mucho: eso no se improvisa. Aun así, siempre supo cuando plantar batalla y cuando huir, incluso de sí mismo, incluso de Issur, el hijo de Bryna, la madre judía refugiada que nunca habló inglés; con su nombre bautizó a su productora. Pobre sí, pero hábil y ambicioso y siempre amado por las mujeres: gracias a Lauren Bacall consiguió su primer papel en una película, no tuvo más padrinos.
Ser independiente era su obsesión, pero un actor metido a productor era un peligro latente para el sistema de estudios
Ser independiente era su obsesión, pero un actor metido a productor era un peligro latente para el sistema de estudios y eso, seguramente, no sus simpatías liberales ni mucho menos su condición de judío –¿problema ser judío en Hollywood?– explica el ninguneo en los Oscars y los muchos problemas financieros. Pero nada de eso podía hundirle: Kirk Douglas es la energía. Una fuerza que irradia todo lo que toca, sostenida por la convicción y la necesidad; esa diosa griega terrible. Muchas veces dijo que se alimentaba, sobre todo, de ira. Una ira que le ha permitido vivir hasta los 100 años y vencer a la industria más canalla de todas. Porque él conoce bien las fosas llenas de esqueletos que jalonan Sunset Boulevard y sus piscinas, como tan bien contara Billy Wilder. Y Minelli. No por casualidad trabajó con los dos.
Cautivos del mal es The bad and the beautiful, lo bello y lo siniestro, la luz y la oscuridad. Una película de “cine dentro del cine” con un guión feroz: igual que la interpretación de Douglas. Él sabe bien a qué juega (ese to play del inglés). No tiene miedo; sabe qué está contando y por qué. El no “hace de”, él “es”. Dicen que el personaje de Shield se escribió pensando en David O. Selznik, cuando puede que este personaje se haya convertido en la verdadera biografía –no autorizada- de Douglas, sin la épica de Espartaco ni su aura redentora. Él es Shield: inteligente, brillante y ambicioso. Como Shield, sabe elegir a los mejores equipos, a los mejores directores. Como Shield, hace que las mujeres se enamoren locamente de él para poder abandonarlas. Como Shield, es brutal, egoísta y odiado por la industria, que le considera un tipo arrogante, intratable, un niño salvaje. Y es verdad que tiene algo de niño: esa es la mejor forma de interpretar (de nuevo, to play); como si el mundo se inventara cada vez que alguien dice “acción”.
En el final de Cautivos del mal, el productor arruinado consigue que la actriz, el guionista y el director que le odian, pero a quienes necesita, queden fascinados por esa voz que les habla al otro lado del teléfono contándoles una nueva película. Son público. Y la voz es la de Douglas. Entonces el blanco y negro de los sueños nos devuelve mágicamente a otro tiempo, cuando ir al cine suponía no solo acudir a un espectáculo, sino participar en un ritual, un sentimiento colectivo de reconocimiento del mundo físico y del trascendente. La Iglesia de esa religión, su Vaticano, era Hollywood. La ciudad levantada sobre la colina californiana se erigió con el dinero de los mercaderes, sí, pero también sobre el altar sagrado de todos los deseos humanos. A pesar de su rebeldía, a pesar de Trumbo y las listas negras, a pesar de la oscuridad, Douglas hizo más grande y más poderosa a la fábrica de sueños, el centro del arte supremo del siglo XX, por encima de todos los demás, más antiguos y respetables. El cine es el siglo XX. Ningún otro tiempo quedará contado, retratado, montado ni proyectado mejor. Aunque no sea verdad, sino solo ficción: en este negocio, entre la realidad y la leyenda, preferimos contar la leyenda. Kirk Douglas es la leyenda.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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