El ministerio / Relato
La librera de Erfurt
En la ciudad medieval donde estudió Lutero y donde nacieron Eckhart, Pachelbel y Max Weber había trece librerías en los tiempos de la RDA
Víctor Sombra 14/01/2017
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A Edith y Cornelia
Mi amiga Edith fue librera en Erfurt entre 1976 y 1986. Erfurt es hoy una ciudad relativamente poco conocida. En realidad, la actividad económica es modesta y la población ha disminuido significativamente en el último cuarto de siglo [1]. Por otro lado, la mayoría de los turistas que visitan el este de Alemania raramente van más allá de Berlín o, si acaso, de Leipzig o Dresde. Y eso que hay mucho que ver en Erfurt, que conserva un centro histórico medieval, poco dañado por la guerra, en el que, junto a la catedral y otros edificios emblemáticos, se encuentra la sinagoga en activo más antigua de Europa, nutrida de fieles por la inmigración de judíos rusos tras la caída del Muro. La Universidad fue fundada en 1392. En ella estudió Lutero, que fue monje en Erfurt antes de emprender su protesta en Wittenberg. Nacieron en Erfurt el Maestro Eckhart, Pachelbel y Max Weber, y en ella se reunió Napoleón con el zar Alejandro I para tratar en vano de apuntalar su precaria alianza. Son las de Erfurt, por tanto, piedras cargadas de Historia, lo que es sin duda un tópico y algo que a su manera particular le sucede a todas las piedras con sus distintas historias. En este caso, las de los desempleados, que durante la Gran Depresión alcanzaron en Erfurt un tercio de la población activa. Las de la populosa comunidad judía, deportada en masa a Auschwitz, Birkenau y Mauthausen, cuyos crematorios habían sido fabricados por la empresa local Topf und Söhne, líder mundial de la época en hornos industriales. Por no hablar de los soldados americanos de la 80ª División, procedentes sobre todo de los montes Apalaches, que liberaron Erfurt el 12 de abril de 1945, y de los soviéticos que tomaron el relevo en julio de ese año, al pasar la ciudad a la zona de ocupación soviética [2].
Y unos años más tarde está también Edith, los pasos que un día cualquiera de 1976 la llevan a detenerse a tomar café frente al lugar de su trabajo. A través del cristal de la cafetería puede ver el escaparate de Musikfreund: partituras, colecciones de discos y, entre éstos y los estantes con casetes, una mesa de libros en la que se distinguen apenas unas pocas novedades. Mientras apura su segundo cigarrillo, la cajetilla arrugada sobre la mesa, Edith piensa en la propuesta que le hizo el día anterior el encargado. “la sientes o no la sientes”, le había dicho, y ella le preguntó a qué se refería. “¡A la música, Edith, a la música!”, y agitó los brazos como si allí mismo una orquesta fuera a responderle, violín a violín. Pero el encargado ya sabía la respuesta. “No la sientes, Edith”. Y añadió: “Pero eres una gran lectora. Te gustan los libros y no debes dejarlos”.
Lo que proponía el encargado era que Edith dejara atrás su trabajo en un establecimiento donde los libros estaban sólo al servicio de la música y preparara los exámenes de formación profesional, que le permitirán acceder a librerías de mayor envergadura. Y al apurar el segundo cigarrillo, Edith le dio la razón. La colilla parece señalarlo, la energía con que queda plegada contra el metal del cenicero, justo antes de levantarse y cruzar la calle, como si Edith anduviera ya a sus clases en Leipzig, apenas dos meses de teoría que darán paso a unas prácticas de más de un año en una gran librería de Erfurt, la Kayser, en la que se quedará después trabajando.
La Kayser ofrece una ampliación de su experiencia, el encuentro con unos lectores, los universitarios, más jóvenes e inquietos
La Kayser combinaba un catálogo literario con los fondos, mayoritarios, que servían a los estudiantes de las dos facultades, Medicina y Pedagogía, que desde los años cincuenta habían restablecido la enseñanza superior en Erfurt, abandonada tras el cierre de la Universidad en 1816. Kayser se sitúa en una de las casonas más cargadas de historia, en la que vivió el autor de un atentado contra Napoleón; pero Edith no mira las piedras con nostalgia. Lo que Kayser le ofrece es una ampliación de su experiencia, el encuentro con unos lectores, los universitarios, más jóvenes e inquietos. Aunque a veces demasiado abstractos y encerrados en sus estudios, sus propios libros, sus particulares conversaciones, Edith detecta en los estudiantes una actitud de rebeldía y desenfado que le sorprende, así como un interés, que ella empieza a compartir, por lo que sucede más allá de su pequeño y cerrado país.
Las oportunidades que se les ofrece a los jóvenes para viajar por el mundo socialista son muchas, de Kamchatka a La Habana, pero los estudiantes tienen la mirada puesta al otro lado del Muro, en la otra Alemania y, a través de ésta, en Occidente. Es como si la geografía de la Alemania occidental dibujara el contorno del miembro amputado, el lugar de los familiares y amigos que han quedado separados, las ciudades, tiendas y productos que formaron parte de la propia cultura, y también los libros, los que faltan en las librerías de la RDA pero ocupan las manos de quienes quedaron del otro lado. Día tras día entre libros, no es difícil imaginar el Muro como un inmenso estante cuyos volúmenes quedan del otro lado, y es inevitable entonces intentar conseguirlos, hacérselos traer de contrabando [3]. Y hasta que lleguen, pasar los días imaginando sus personajes, tono y argumento, e imaginando sobre todo el entorno en que su lectura sería posible, las calles y cafés de Dortmund, Múnich o Hannover, los bancos de sus plazas. Y aunque la movilidad laboral dentro de la RDA es grande, tanto desde el punto de vista geográfico como profesional, a Edith le gusta Erfurt y no espera gran cosa del resto de las ciudades del país. Le queda entonces seguir formándose en los libros para quedarse entre ellos. Cambiar de librería es su manera de cambiar de libros y lectores, recorrer otros entornos que los albergan, visitar otras formas de vida. Tres años después Edith cambia de nuevo de librería.
Bild und Kunst es su nueva enseña, un espacio dedicado a los libros y reproducciones artísticas, así como a los libretos, guiones y ensayos sobre cine y artes escénicas. Cuenta también con mapas, que precisan de una atención especial para clasificarlos, desplegarlos y exhibirlos. Esta combinación le pone en contacto con un público distinto: viajeros y aficionados al senderismo, pero sobre todo artistas, actores, regidores, técnicos de iluminación y vestuario, directores de cine. De nuevo el viraje, la rebeldía. Edith es muy amiga de sus amigos, pero también le gusta pasar largos ratos a solas y, en silencio, entre los libros, no deja de aguzar la imaginación. Ésta la lleva cada día más lejos, comparando su situación con distintas hipótesis de sí en lugares desconocidos. Años después se dirá que no se daba cuenta de lo que tenía a su espalda, sosteniendo y permitiéndole proyectar su mirada, pero en los años 70 sólo miraba afuera, daba la espalda a las voluntariosas y anodinas Leipzig, Dresde o Jena para subir los ojos en el carrusel de color y desenfado que giraba en París, Múnich o Londres. No se trataba de política, ni de religión. Tampoco de música, cine o sicodelia. Menos aún de drogas. Sí tenía en cambio que ver con esos jóvenes que desembocaban frente al escaparate de Bild und Kunst en Erfurt: su aspecto desenfadado y sencillo, sus equipajes someros, los ojos bien abiertos para tomar la medida de lo que encontraban por vez primera. Nada más verlos los pies de Edith se movían. No sabía de dónde venían y daba por hecho que carecían por completo de dirección, que era sólo el camino el que marcaba sus pasos y decidía qué fronteras cruzarían. Entre ellos está una joven menuda de pelo corto y lentes redondos que, además de la mochila, lleva a su espalda un cazamariposas. Que la mira persistente a través del cristal de la librería. Que la vuelve a mirar al día siguiente y la espera en el café sonriendo cuando sale a fumar su cigarrillo.
“Nunca me habría ido definitivamente”, se dice hoy, “si no me hubieran impedido viajar como quería”.
No es la primera vez que Edith traba amistad con quienes llegan del otro lado del Muro, unos atraídos por el socialismo, otros buscando el envés de la Alemania que conocen. Cornelia comparte ambos objetivos y también comparte con Edith los libros. Como Edith, ella cuida de las palabras, pero en vez de conservarlas en su sitio, en sus estantes y páginas encuadernadas, facilita con sus traducciones que pasen de un idioma a otro, de un libro a otro libro. La conversación y la amistad con su nueva amiga van dando paso al deseo, y Edith va confirmando, ahora de modo íntimo, que también éste se sitúa “extramuros”. Cornelia la visita a menudo, emprende una y otra vez los lentos procesos burocráticos que le llevan a los brazos de Edith, y la imposibilidad de ésta para corresponderla, visitándola en Occidente, incrementa su claustrofobia, la resolución de franquear el Muro cuando la ocasión se presente.
Cornelia además le lleva libros, novedades que tardan en llegar a la RDA pero también otros cuya distribución está prohibida. En esa época no había problemas para llevar a la RDA una edición inglesa o traducida al alemán de Hemingway, pero en cambio Orwell se quedaba en la aduana. Otros autores eran más discutibles, y Cornelia recuerda una larga discusión sobre Octavio Paz con una aduanera muy leída. La cosa no pintaba bien para Cornelia, que daba ya el libro por perdido, cuando echó mano de un último recurso: los poemas de Paz servirían para ilustrar ante sus amigos de la RDA las variadas formas que puede adoptar la decadente estética capitalista. La aduanera cerró el libro y se lo entregó sin decir una palabra, como si ese argumento le hubiera convencido por completo. Sin embargo Cornelia captó en la funcionaria, mientras ella guardaba el volumen y murmuraba su agradecimiento, una sonrisa fugazmente reprimida.
Los estudiantes tienen la mirada puesta al otro lado del Muro, en la otra Alemania y, a través de ésta, en Occidente
A Cornelia le gusta buscar mariposas cerca de Erfurt. Le gustan los bosques y pastizales cercanos y ha encontrado una colonia especialmente numerosa de Melitaea Athalia, una especie en franco declive que fue catalogada por vez primera por Von Rottemburg en el siglo xviii. Muestra a menudo su hallazgo a otros aficionados occidentales, pero también de Erfurt y otras ciudades cercanas. Rodeada de colegas de la RDA, con su cazamariposas al hombro, se siente como una lepidopteróloga comunista. Frente a quienes oponen la hormiga y otros insectos a la mariposa y ven a ésta vagabundeando de planta en planta por su cuenta, deteniéndose en función de su aparente capricho, como un epígono de la individualidad, Cornelia se fija en el comportamiento colectivo de los lepidópteros. Piensa que son sus migraciones, el modo en que entre todos seleccionan y ocupan un territorio, cómo se relacionan discreta y eficazmente entre sí, lo que les permite luego desplegar las alas sin rumbo aparente. Cornelia las compara también con las palabras. Sueltas no dicen nada; hay que verlas volar en bandada.
A menudo Cornelia se escandaliza por las duras críticas de Edith contra la RDA. “La RFA está llena de nazis reciclados”, le contesta. Y también: “Al menos tú eres ciudadana de un Estado que decreta tanto la igualdad de sexos como la abolición de las clases”. Pero Edith alzaba los hombros. Miraba lejos, fuera, separando la mirada de la conversación. Negándose a tener que pensar siempre en lo que sería mejor para todos.
A la vuelta de un viaje a Polonia en 1981, Edith decide, inspirada por la lucha del sindicato Solidaridad, abandonar el de los trabajadores de la RDA. Dos colegas de la librería la emulan. Las autoridades les presionan para que reconsideren su decisión. Un cargo local del Partido les cita para hablarles del daño que causa su actitud en los demás trabajadores, la necesidad de tomar en cuenta los diferentes contextos de cada país, y sus colegas acaban cediendo, dejando a Edith sola en su protesta. No hay castigo ni una amenaza concreta, pero el ambiente de trabajo se deteriora. A Edith ya no le apetece callar lo que piensa y, de mutuo acuerdo con los responsables de la librería, decide cambiar de nuevo de trabajo. Esta vez el viraje es más radical porque abandona el sistema público de librerías para incorporarse a Peterknecht, una librería privada especializada en temas religiosos que se ha mantenido en manos de la misma familia católica desde antes de la guerra. Algunos de sus nuevos colegas son creyentes, otros agnósticos. Varios de ellos han optado de un modo u otro por mostrar, si no clara disconformidad con el régimen, sí al menos una actitud renuente. En la sala grande, que da a la calle, se despliega la literatura general, mientras que la interior, más pequeña y discreta, alberga los libros religiosos. Entre estanterías cargadas de ediciones de la Biblia y catecismos varios, Edith puede hablar de lo que quiera, pasar de Paz a Orwell, y vuelta, y cruzar todas las fronteras. O simplemente cerrar los ojos y pensar en Cornelia, interrumpida de tarde en tarde por un cliente que pregunta en voz baja por un libro de Hans Küng o la nueva edición de las actas comentadas del Concilio Vaticano II.
Esos últimos años en la RDA Edith los vive ausente, pensando en Cornelia y en el lugar imaginario que le rodea, pintando su casa y las calles que ella transita a partir de conversaciones y cartas, esbozos deshechos y levantados una y otra vez hasta que en 1986, tras un arduo proceso burocrático, consigue fijarlos definitivamente con la mirada y el paso, estableciéndose con su amor en Ginebra.
Creo que es importante no escamotear a los hipotéticos lectores de este relato lo que pensaba y decía Edith, dónde miraba. Cómo y por qué suspiraba, pero igualmente importante es saber lo que hacía. Cómo se ocupaban sus manos, ya que los viajes interiores de Edith coexistían con su actividad laboral; juntos producían efectos concretos en un contexto real, el mercado del libro de la RDA. Un mercado nutrido por una poderosa industria editorial y por una de las literaturas más ricas y variadas de la época [4], sostenido por unos índices de lectura extraordinarios, precios bajísimos y unas sólidas subvenciones que alcanzaban a todos los agentes implicados en la difusión cultural.
Fijémonos en un día cualquiera de 1980 en el que Edith abre un paquete de novedades recién llegado a Bild und Kunst. Los libros llegaban siempre en cantidades limitadas: diez, quince, veinte ejemplares. Inmediatamente Edith guardaba cuatro o cinco y ponía el resto a la venta. Los colocaba en el escaparate, el mostrador o las estanterías, y lo hacía según sus preferencias, aunque a veces debía discutirlas con su jefa. Los que había reservado eran para sus amigos, para clientes de toda la vida o bien para compromisos diversos. Podía ser el fontanero que le había conseguido un repuesto de la lavadora especialmente difícil de encontrar, el empleado del teatro local que le guardaba dos buenas butacas de platea para cuando llegara Cornelia de visita, o el de la agencia de viajes estatal que le informaba de las plazas libres en su residencia veraniega favorita. (Edith aborrecía por convencional el destino más frecuente de Binz y adoraba en cambio Hiddensee, refugio de poetas y pintores, habitado por la memoria de Hauptmann, de Kollwitz y de Einstein.)
A la vuelta de un viaje a Polonia Edith decide, inspirada por la lucha del sindicato Solidaridad, abandonar el de los trabajadores de la RDA. Dos colegas de la librería la emulan
Todos estos compradores se aseguraban, con sus respectivos favores, la prioridad en recibir las novedades. No eran los únicos en recibirlas, al contrario, ya que la adquisición del libro suponía normalmente el inicio de una cadena de consumo sucesivo. El libro pasaba de unas manos a otras, a veces siguiendo secuencias fijas, otras dibujando itinerarios del gusto, la conversación y el entendimiento social. Algunas de estas cadenas de lectores tenían varias decenas de eslabones y tardaban años en cerrarse. Cornelia rememora a veces esas cadenas de préstamo apoyándose en su vieja afición. La circulación lenta pero continua de las palabras impresas les impedía quedar completamente fijadas, como mariposas en manos del lepidopterólogo. Les hacía seguir aleteando, página a página, de lector en lector, evitando caer del todo en el marco de una propiedad estática, particular y exclusiva.
Veinticinco años después, al socaire de la pertinaz crisis económica, surgen en Europa todo tipo de iniciativas populares dirigidas a compartir e intercambiar productos, servicios y espacios. Cooperativas y asociaciones, lugares de trueque, así como plataformas en línea con distintas funciones, por no hablar de mercadillos y tiendas de segunda mano. Estas experiencias son demasiado diversas para ser tratadas de forma uniforme. A menudo canalizan una energía colaborativa, otras buscan monetizar mejor recursos ociosos y otras persiguen al tiempo ambos objetivos.
Algunas de estas experiencias guardan semejanzas con prácticas, tanto institucionales como espontáneas, desarrolladas en los países socialistas. La motivación económica que las impulsa parece, en cambio, inversa. Se trata ahora de responder a una crisis de la demanda. El deterioro de la renta familiar impide a los ciudadanos adquirir los productos que siguen abarrotando los estantes. En los regímenes socialistas se daba a menudo una crisis de la oferta: colas, escasez (incluyendo a veces el racionamiento para garantizar a todos una cantidad mínima) y la alternancia de los productos (una semana zanahorias y la siguiente judías verdes, reimpresión de Goethe un año y de Schiller el siguiente). Se ha esgrimido a menudo que esta debilidad de la oferta, frente a la exultante plenitud de los estantes de los supermercados capitalistas, está en el origen del rápido derrumbe de los regímenes socialistas [5].
Tras diez años de crisis, la opulencia de los templos del consumo occidentales se percibe de un modo diferente. Cuestiones poco analizadas en el pasado, cuando el objetivo era imponer a toda costa un modelo único de producción y consumo, comienzan a recibir una atención creciente: el derroche y la falta de diversidad que subyace a la pretendida variedad, los estándares industriales que facilitan la obsolescencia programada, la desigualdad de los carritos que circulan ante las mismas filas de productos, el impacto ecológico de los eternamente pletóricos estantes. Estos y otros factores se alían para conjeturar que los patrones de consumo pueden estar comenzando a cambiar. Aunque se recuperasen los niveles de renta de antes de la crisis, muchos ciudadanos harían un uso diferente de establecimientos que no cesan un instante de rellenar las estanterías de los mismos productos, las infinitas variedades del mismo jamón, el mismo pantalón, o la misma novela. Muchos optarían hoy por ahondar en las experiencias recientemente adquiridas para apreciar la huella del paso del tiempo en los objetos, la satisfacción que la utilidad ajena genera al poner algo en común, el incremento de valor de lo bien usado [6], la infinita complementariedad de gustos y necesidades.
Los mostradores semivacíos del socialismo se cargan, a la luz cambiante de la experiencia histórica, de otros significados. Desde el pasado les piden a sus colegas de nuestros ultra-mega-meta-mercados que abandonen la obsesión por aparecer eternamente rebosantes de sí mismos, que depongan su univoca fijación por lo superfluo, que liberan espacio para otros recursos, desde las guarderías a la sanidad, la investigación o la educación públicas. Poner en común gastos y recursos, planificarlos en distintas formas para evitar la duplicidad y el derroche, no es ya una quimera ni un signo de ineficiencia.
Cuando Edith visita Erfurt, casi treinta años después de su partida, acompaña a Cornelia a pasear por el campo. La colonia de Melitaea Athalia ha cambiado de paraje, pero sigue cerca. Al regresar a la ciudad no deja de preguntarse dónde están los libros. Y es que en Erfurt había, en noviembre de 1989, al caer el Muro, diez librerías estatales y tres privadas. Hoy quedan dos librerías en Erfurt. Una, bien grande, seguro que la conocen porque está presente en cada ciudad alemana: se trata de Hugendubel, cuyo aspecto y contenidos no difieren del resto de la misma cadena. Luego está Peterknecht, que se halla en el mismo lugar de siempre, regentada por la misma familia católica de cuando Edith trabajaba en ella.
[1] La población máxima de la ciudad (220.000 personas) se alcanzó en 1988. Descendió tras la caída del Muro hasta 200.000 en el año 2000 y repuntó trabajosamente hasta 206.000 en 2011 (Wikipedia). El descenso de población es generalizado en el antiguo territorio de la RDA que, desde la caída del Muro, se ha reducido en más de dos millones. El éxodo no ha cesado con la reunificación ni en los años posteriores, como muestra el hecho que, de los dos millones de habitantes que han abandonado el territorio, 800.000 lo hayan hecho en la primera década del siglo XXI.
[2] Es curioso observar cómo el imaginario de los estadios finales de la lucha contra el nazismo se alimenta de la aparición en escena de las fuerzas más primigenias e incontroladas de la URSS y Estados Unidos. De un lado los paletos (hillbillys) de los Apalaches, montañeses procedentes sobre todo de Virginia del Oeste, Virginia, Carolina del Norte y Georgia que, integrados en la 80ª División, llegaron bajo las órdenes del general Patton hasta Austria y Checoslovaquia. De otro, las “hordas asiáticas” que, enarbolando la hoz y el martillo, cercan en Berlín a una burguesía que se descubre de nuevo ilustrada, ajena a los horrores cometidos por el régimen al que hasta hace unos días seguían sosteniendo. Es como si, para asestar el golpe final, cada una de las potencias aliadas extranjera las fuerzas más brutales e implacables de los confines más atrasados de sus vastos territorios. Una de las más recientes expresiones de este cliché es el Aldo Raine de la película Malditos bastardos de Tarantino, un montañés de Tennessee –apodado “el Apache” por su habilidad para arrancar la cabellera de sus enemigos– enviado tras las líneas alemanas para aterrorizar al ejército nazi. Atemorizan igualmente las fotografías de jóvenes soldados soviéticos de origen tártaro, uzbeko o siberiano. Bajo banderas rojas y estrellas de cinco puntas, a menudo sobre tanques en marcha a toda velocidad, su mirada, chispeante y decidida, está fija en la línea de un frente que se tambalea. Para la burguesía germana que ve su mundo derrumbarse, esos ojos podrían estar acechando una presa en la tundra. Sólo que se adentran en una casa en ruinas, tratando de hacerse iguales al terror que los espera escondido detrás de un armario.
[3] El recurso más socorrido era el de los jubilados, que tenían derecho a cruzar a la RFA sin trabas. De forma general se aceptaba que éstos actuaban con sentido común y por tanto sus maletas, repletas a menudo de encargos, no se solían abrir en la aduana. Entender que los jubilados gozaban por naturaleza de sentido común podía ser tan socorrido para los aduaneros como para los lectores.
[4] Ibon Zubiaur ha publicado una excelente antología de la literatura de la RDA: Al otro lado del Muro. La RDA en sus escritores, Madrid, Errata Naturae, 2014.
[5] Los periódicos occidentales de la época señalaban que una de las respuestas que daban los albaneses que escapaban del hundimiento del régimen socialista, a finales de los 80, cuando las autoridades aduaneras italianas les preguntaban adónde querían ir, era “Dallas”, bajo el influjo de una serie televisiva americana que ponía, si bien de forma intangible, el lujo al alcance de todos. Quizá sea más acertado pensar que lo que tenían de verdad en la cabeza, y lo que alcanzarían los más afortunados de ellos, era poder precipitarse a los mostradores de Walmart o Carrefour.
[6] Antonio Tabucchi recuerda la librería l’Ulysse de la Île Saint-Louis, a propósito de la preparación de un viaje a Samarcanda: “…especializada en libros de viajes, casi todos usados y a menudo subrayados y anotados por las personas que habían hecho esos viajes dejando en las guías sus apuntes, por lo demás utilísimos, del tipo: “fonda recomendable”, o bien “evitar esta carretera, peligrosa”, o bien “en este mercado se venden alfombras finas a precios asequibles”, o bien “atención, en este restaurante estafan en la cuenta”" (Se está haciendo cada vez más tarde, traducción de Carlos Gumpert, Barcelona, Anagrama, 2002, p.157). La crisis ha hecho redescubrir algunas de estas experiencias y la tecnología permite potenciarlas en distintos sentidos: compartiendo y publicando comentarios y contenidos de todo tipo, enlazando a otros recursos, facilitando su indexación, etc.
Víctor Sombra (Salamanca, 1969) es novelista. Resume su poética enunciando: «Si sufres de insomnio lees y escribes mucho, los remordimientos y los secretos pueden alimentar la vocación literaria». En 2012 Caballo de Troya publicó su primera novela: Aquiescencia, y en 2014, ambas ambientadas en Ginebra, ciudad en la que reside desde hace más de quince años. Literatura Random House publicará en junio de este año su siguiente novela, La quimera del hombre tanque. Acerca de «La librera de Erfurt» adviertes: «Con “La carta de Lavrentiev”, publicado en tres entregas en el magazine digital Principia, y con «Calcomanía de ángeles y corazón de centauros», aparecido en El Estado Mental, este texto prolonga una serie que busca trazar conexiones entre el entorno más inmediato y un pasado reciente que nos obstinamos en considerar completamente zanjado. Se trata en ellos de cuestionar una “autopsia” de los hechos tan apresurada como comúnmente aceptada y constatar que, al repetirla, no logramos verificar sus resultados. De repente, los miembros que desenterramos en distintos parajes del presente ya no componen el cadáver previsto, ni siquiera la certeza de un deceso». @VctorSombra
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