Crónica
El milagro de Carmen Linares acunando a Miguel Hernández
Esteban Ordóñez Madrid , 27/01/2017
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Con los años, a Carmen Linares se le ha instalado un rasguño soberano en la garganta. Ya estaba ahí cuando Paco Cepero le servía esas malagueñas de boquita seria ante las cámaras de televisión; había un fondo de ronquera que ascendía en los repechos de la joven Carmen y tranquilizaba a los apocalípticos del cante. En flamenco, la sabiduría, se anuncia de esa forma, macerando la voz.
En la noche del jueves, en el Teatro Circo Price de Madrid, la cantaora presentó el disco Verso a Verso, un homenaje a los poemas de Miguel Hernández en el 75 aniversario de su muerte. La noche ofreció, sobre todo, una perspectiva, una línea de tiempo que recorría todo el siglo XX: por un lado, la tragedia de guerra, hambres, cárceles, poemas, y por otro las euforias musicales de las tribus hermanas del flamenco y del jazz.
En esa plaza compartida se disputó la noche. La puerta de la entrada se atestó de gente, pero no se oía el barullo que suele anunciar los recitales flamencos. La formalidad parecía un efecto de la mixtura. En distintos puntos de la cola se captaban algunas hebras de aliento con olor a whisky que se recibían, sin embargo, como una confirmación de que entre nosotros estaban también ellos, los que trasnochan para vivir.
La cantaora presentó el disco Verso a Verso, un homenaje a los poemas de Miguel Hernández en el 75 aniversario de su muerte
Carmen salió al escenario, andaba como si la conociéramos desde siempre. Se arrancó con una nueva versión de Para la libertadque peleó en la memoria de la gente con la omnipresente composición de Joan Manuel Serrat.
La estructura de canción de inspiración jazzística parecía que iba a dificultar que los aficionados encontraran rendijas por las que colar los oles, pero Carmen cantaba sin soberbia, se movía con placidez, agradecida, y el público entendió que él también era parte del concierto. Los jaleos de las gradas fueron creciendo conforme avanzaba el espectáculo. Además, la velada se aflamencó rápido, la mezcla mantuvo la proporción perfecta.
Se interpretaron poemas como Casida del sediento, Imagen de tu huella, Aceituneros de Jaén, Elegía a Ramón Sijé, Primavera celosa... Se hicieron por soleá por bulerías, alegrías, seguiriyas, tanguillos. La cantaora navegó entre palos, hizo crecer una petenera de un taranto en Aceituneros de Jaén y se columpió por bamberas en Todas las casas son ojos. Algunos asistentes cerraban los compases echando la cabeza hacia detrás como si les hubieran pellizcado.
Aprendimos que los músicos de jazz son ciegos. El contrabajista Josemi Garzón tenía los ojos cerrados y aunque los abriera, no daba señales de poder ver. Sonreía de una forma casi animal y movía la cabeza, divertido, repartía los dedos por el mástil como al tuntún, pero desgranaba un sonido perfecto. La cantaora reposaba las manos en las solapas y se giraba para mirarlo como si observara a un niño que ignora que haya algo más que juegos en la vida.
Carmen, con los ojos cerrados, intentaba acunar al pastor raquítico entre barrotes, consolarlo, decirle que durmiera… pero él tenía que acabar el poema para que esa canción pudiera terminarse
Surgieron, en eso, imágenes imposibles, el clavijero del contrabajista, que bailaba con el instrumento, despedía fogonazos que deslumbraban y aturdían, casi se podía ver a Miguel Hernández en su celda, escribiendo con lo que tuviera a mano, y de pronto la voz de Carmen tenía otra misión. Carmen, ella, con los ojos cerrados, intentaba acunar al pastor raquítico entre barrotes, consolarlo, decirle que durmiera… pero él tenía que acabar el poema para que esa canción, más de 75 años después, pudiera terminarse y producir en la cantaora ese gesto hondo, esa responsabilidad de quien sabe perfectamente la dimensión de las palabras que le vienen a la boca, la historia que esconden: la tristeza de Josefina Manresa, por ejemplo, cuando no le dejaban ver la cara de su compañero que se moría.
Hubo dos momentos morentianos. La seguiriya No puedo olvidar estalló como un homenaje en cuerda viva a Omega y la Elegía a Ramón Sijé siguió la composición que presentara el Ronco del Albaicín con Pepe Habichuela. Para hablar de las “aladas almas de las rosas” salió Arcangel, el Jesucristo de Antonio Machado con americana. Cantó flexionando las piernas, entregado, casi arrodillándose. Imposible escucharlo sin hincar las uñas en alguna parte. Para cuando terminó, no quedaba ni un solo flamenco de incógnito entre el público.
Hacia el final, en las alegrías de Las vendimiaoras irrumpió en el escenario una borrasca con faralaes que resultó llamarse Vanessa Alba. Los últimos momentos fueron de éxtasis, Linares supo racionar la energía y sólo desató el espectáculo en la última parte: el pianista metía la cabeza en las teclas, el flautista se doblaba, las palmeras coreaban con moños enormes, los tocaores tenían tres pulgares cada uno... Si uno lee Cancionero y romancero de ausencias, comprende que Miguel Hernández nunca perdió la esperanza de que la vida, al final, fuera una fiesta.
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Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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