TRIBUNA
La criminalización de la expresión es ineficiente
Entre el carnaval blasfemo y el autobús discriminatorio, unos y otros han tenido la necesaria dosis de ofensa para ir tirando. Para recuperar algo de naturalidad el Parlamento debe emprender una reforma del Código Penal
Miguel Pasquau Liaño 7/03/2017
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Algo debió de torcerse en algún momento. ¿No tienen ustedes la impresión de que en España hace diez o quince años teníamos, no digo ya más “tolerancia”, pero sí al menos más “indiferencia” respecto de aquello que se mofaba de nuestra ideología, nuestra religión, nuestra patria, nuestra bandera y nuestra misma manera de ser? Puede que mi memoria distorsione las cosas, pero creo que, después de Franco, nunca hubo tanto proceso penal como hay ahora por obras de teatro, por pancartas, por gritos en la calle, por letras de canciones, por chistes gráficos o por campañas de propaganda ideológica. Las burradas acaso provocaban “contraburradas”, pero no querellas. Las estupideces eran básicamente despreciadas, pero no denunciadas; y el ridículo provocaba una risa despectiva, no una detención.
¿Es que somos ahora más maleducados? ¿Es que odiamos más? ¿Es que hemos perdido el sentido de la contención que antes se tenía? ¿O es, quizás, que nos encanta ofendernos, sentirnos odiados por aquél al que odiamos, y que necesitamos algún agravio de vez en cuando para reafirmar nuestras fes?
Unas y otras inquisiciones
Alguna vez leí que hay una inquisición “de dominio”, que es la que explícitamente pretende fortalecer la ortodoxia sobre la que se monta el poder, y una inquisición “defensiva” o reactiva, que es la que brota de la inseguridad. La primera actúa sin complejos para ejemplarizar, la segunda se activa por motivo de agravio, y hace del victimismo una forma de subsistencia. ¿En cuál de las inquisiciones estaríamos ahora? Ahora los discursos son débiles, movedizos, a veces incluso antojadizos: ¿no cabría esperar de ese relativismo una mayor indiferencia? Parece que no. Quizás como tenemos ideas sin fundamento, sin raíces, que más bien parecen poses coyunturales, necesitamos la retórica de lo intolerable y el invernadero de la ofensa. Se está calentito dentro de la ofensa. Se siente uno bien cuando es imprecado por un idiota. Nos conforta en nuestra fe. Oféndame otra vez, que me aburro cuando respetan mis convicciones.
Quizás como tenemos ideas sin fundamento, sin raíces, que más bien parecen poses coyunturales, necesitamos la retórica de lo intolerable y el invernadero de la ofensa
De canciones, blasfemias, chistes ofensivos y tuits enaltecedores del terrorismo hemos tratado ya con abundancia, al hilo de inexplicables acusaciones, detenciones o condenas que nos han dejado la impresión de que la sociedad española es demasiado susceptible y vulnerable a las aristas de las palabras y tiene la piel demasiado fina. Pero no sólo es la asociación de “abogados cristianos” la que le ha tomado el gusto a la querella. También podemos volver el espejo del revés y mirar cuánto escándalo se ha fingido con motivo del ridículo autobús que asocia la vulva con la falda y las coletas, y cuánto ridículo, en mi opinión, se ha gastado en una fiscalía y un juzgado hasta detener el autobús como posible portador de un discurso de odio o discriminación, cuando lo único que podría provocar en una sociedad sana y curtida serían memes y risas. Me alarmó mucho, francamente, comprobar que no pocos “progresistas” que lúcida y cabalmente habían reivindicado la libertad de expresión frente a denuncias “conservadoras” en el caso de César Strawberry o Rita Maestre, exigieron o aplaudieron la detención del autobús, sin darse cuenta de su incoherencia. Así que entre el carnaval blasfemo y el autobús discriminatorio, unos y otros ya han tenido estos últimos días la necesaria dosis de ofensa y agravio para ir tirando.
¿Es inevitable esta deriva? ¿Habría modo de recuperar algo más de naturalidad?
¿A qué esperan los grupos parlamentarios?
No veo más solución que una decisión política de recortar y afinar los delitos de expresión; es decir, una reforma del Código Penal. Para ello, lo primero que deberíamos comprender es que el Código Penal no es “culpa” del Gobierno, ni de los jueces, sino exclusivamente del Parlamento, porque sólo el Parlamento puede modificarlo. No es Rajoy, ni la Audiencia Nacional, ni el Tribunal Supremo, quien provoca que cualquier impertinencia que ofenda al más susceptible de los españoles pueda dar lugar a unas diligencias previas penales, con la no remota posibilidad de un juicio y una condena: es el Parlamento quien, sin pedir permiso a nadie, pasado mañana podría iniciar una proposición de ley orgánica de modificación del Código Penal que atase en corto a jueces y fiscales estableciendo de manera clara y nítida en qué casos y condiciones puede juzgarse a alguien por delitos de expresión, y en cuáles no. Si no lo hace no debe ser por pereza, sino porque la mayoría de parlamentarios considere que el Código Penal en esta materia no es mejorable.
Tengo la impresión de que la manera de lograr semejante reforma no es la iniciativa de un grupo parlamentario dispuesto a apuntarse el punto, sino la formación inteligente de una mayoría parlamentaria (cuanto más amplia, mejor, aunque bastaría con 176 diputados) capaz de presentar de común acuerdo un texto de consenso suficiente como para superar la toma en consideración y la tramitación parlamentaria hasta llegar al BOE. Y estoy convencido de que ese consenso podría forjarse en torno a, al menos, aspectos como los siguientes:
a) Sólo hay delito de odio cuando el mensaje, entendido no sólo en su literalidad sino también en función del contexto en que se produce, revela una inequívoca y principal intención directa de provocar un movimiento social de odio o discriminación hacia grupos o colectivos, capaz objetivamente (por el momento y situación en que se produce, y la influencia de quien lo emite) de provocar acoso o actitudes violentas. Y no, por tanto, cuando lo que se dice es parecido a un eructo, sin más intención que demostrar que no se siguen las reglas de buena educación, ni cuando se está expresando una opinión equivocada.
b) Sólo hay delito de enaltecimiento del terrorismo cuando el mensaje, entendido en función de su contexto, revele una inequívoca y principal intención de apoyar o fomentar acciones terroristas. Y no, por tanto, cuando un tipo se pone bruto para criticar algo y pronuncia la palabra “matar”.
c) Sólo hay delito de denigración de víctimas del terrorismo cuando el mensaje revele una intención inequívoca y principal de incrementar el dolor de las víctimas. Y no, por tanto, cuando se está contando un mal chiste en la barra del bar de Twitter;
d) Sólo hay delito de ofensa de sentimientos religiosos cuando el mensaje revele una intención inequívoca y principal de impedir, dificultar o perturbar la práctica privada y la expresión pública de la dimensión religiosa de las personas. Y no, por tanto, cuando en un carnaval se lleva al extremo la cursilería kirsch que se cree rompedora para ganar un concurso.
e) En ningún caso los delitos de expresión serán juzgados por la Audiencia Nacional, siendo competentes los juzgados de Instrucción;
f) No cabrá la prisión provisional de los investigados por delitos de expresión.
La criminalización no disuade, sino que amplifica la ofensa
No entro ahora, obviamente, en cuestiones de técnica jurídica. De lo que se trata es de desarmar penalmente el espacio de expresión pública, despenalizando los casos en que la palabra o expresión, aunque puedan provocar desagrado e incluso irritación a personas y colectivos sociales, no son un medio voluntaria e intencionalmente dirigido a causar un daño que pueda calificarse objetivamente como grave, sino que tienen que ver con la opinión y sus formas de expresarse, con la creación artística o musical, con la mera diversión o con la simple cháchara impulsiva y espontánea en el ámbito de conversaciones inicialmente privadas (aunque abiertas) en Twitter o Facebook, por más que rompan cánones o se muestren deliberadamente desagradables hasta el extremo. Es cierto que de prosperar este recorte de tipos penales, quedarían impunes expresiones, conductas y actos que resulten subjetivamente ofensivos, escandalosos o insoportables para los grupos de ciudadanos más susceptibles. Pero, además de que existen remedios de derecho civil (no punitivos, sino indemnizatorios) mucho más adecuados, sinceramente no creo que la consecuencia de dicha despenalización fuera a traer un empeoramiento de la calidad del espacio público de opinión y expresión.
Aunque puedan provocar desagrado e incluso irritación a personas y colectivos sociales, no son un medio voluntaria e intencionalmente dirigido a causar un daño
De hecho, si miramos la experiencia reciente, se da la paradoja de que el hecho en sí de la criminalización de una canción, un tuit, un mensaje de autobús o una representación teatral es, justamente, lo que de manera más eficaz asegura su publicidad, y por tanto la multiplicación de su poder ofensivo: así, los famosos chistes de Zapata serían leídos en su día por 30 o 50 personas, y ahora son conocidos por millones; el autobús ñoño habría sido visto por acaso miles de transeúntes madrileños, y ahora es conocido por al menos cuatro quintas partes de españoles; los chistes sobre Carrero de Cassandra… (bueno, esos chistes no han necesitado la publicidad de la querella, porque eran, la mayoría, con unas u otras variantes, conocidos desde hace décadas). Si, en fin, lo que queremos es proteger a las potenciales víctimas susceptibles de ser personalmente (y no ideológicamente) ofendidas o dañadas por conductas de expresión, y no constituirnos en Santo Oficio de lo correcto, ¿no sería más eficaz neutralizar ese púlpito o altavoz que son las denuncias y querellas, las detenciones y condenas?
Ojalá nos fuéramos olvidando del Juzgado de Guardia cuando algo nos moleste. Ojalá dejáramos de fingir que esto o aquello nos ofende, cuando en realidad lo que queremos es experimentar el placer de la acusación y de señalar con el dedo al que consideramos imbécil, para recibir la plácida aprobación de los nuestros. Ojalá dejáramos de creer que la acusación penal es una buena manera de defender ortodoxias y dignidades a diestro y siniestro. Ojalá usáramos más el arma del desprecio y el sentido del humor frente a quienes no tienen nada interesante que decir y necesitan la provocación para ser oídos. Nada va a asegurarnos la limpieza del discurso social y público, pero los grupos parlamentarios sí tienen la obligación de plantearse si una audaz despenalización (no total) de los delitos de expresión no traería más ventajas que inconvenientes. ¿A qué esperan?
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Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog "Es peligroso asomarse". http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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