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Estilo, patetismo y teoría

El ensayo actual pasa por las manos de tuiteros como Melissa Broder, que desde su cuenta de Twitter, So Sad Today, abre un espacio para mostrar sus emociones

Carlos Pott 17/05/2017

<p>Melissa Broder en el vídeo promocional de su libro.</p>

Melissa Broder en el vídeo promocional de su libro.

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Cuando pensamos en los antepasados del tuitero solemos recurrir al aforista o al grafitero, pero ¿y si su verdadera herencia fuese la de los ensayistas que, como Montaigne o Barthes, exploraron “el patetismo de la transparencia”? Confesiones, sinceridad, continuidad entre el alma y el estilo… el autor se pregunta si con estos elementos se puede analizar una cuenta como la de Melissa Border, pensada para dar testimonio de su vida. Pero, ¿qué subjetividad se nos enseña? ¿No será un caso de cazador cazado? Veamos 

1980: Roland Barthes está poniendo orden entre los recuerdos de su madre recién fallecida cuando se siente particularmente conmovido por una foto. Del intento de sistematizar conceptualmente esta conmoción nace La chambre claire, donde no sólo plantea la posibilidad de un compromiso estable entre la teoría y los afectos, sino que consigue unificar con ello la dispersa historia textual del ensayo.

Para Barthes, el ensayo es afección. Es más, en el modelo aristocrático que hereda de Montaigne, la teoría es contigua al amor y los ensayos teóricos, testimonios de afectividad, se revelan como un subgénero de los textos confesionales.

Difuminada, en ocasiones suspendida por la tendencia al sistema que impone el imperativo de rigor, la afectividad sobrevive en la forma de una pulsión de sinceridad. Al dramatizar esta tensión, el ensayo nos fuerza a evaluar dos efectos de superficie (fenómenos que aspiro ver o creo haber visto, y que difícilmente pueden ser instrumentos de escritura), rigor y sinceridad, que nos sitúan en una deplorable posición de verificadores morales.

Vayamos más ordenadamente hacia el tema: ¿qué escritor podría permitirse ser hoy, como Barthes y Montaigne, un manojo de emociones al que los objetos demandan atención mediante afecciones profundas, dispares e irremediables? Es sencillo: cualquier tuitero.

Twitter es algo así como una tecnología de la persona, un dispositivo teórico masivo al que excita la afectividad y, además, al dramatizar la dimensión procesual de la escritura (los tuits como evidencia escrita de mis devaneos intelectuales), un simulacro de ensayo. El tuit no deja de explorar el patetismo de la transparencia: de una escritura que asegura ser un medio de acceso directo al sujeto que la utiliza. Y, nuevamente, es indiferente que no nos queden fuerzas para sostener la tesis de que una escritura inmediata cumple más fácilmente con esa condición de veracidad confesional que llamamos “sinceridad”: la fuerza del postulado rousseauniano sobre la continuidad entre alma y estilo no necesita de nuestra conformidad para aparecerse descacharrando nuestra prudencia crítica e instalarse como una debilidad constituyente de nuestra condición de lectores (de europeos que exudan platonismo).

Seguimos: Melissa Broder pensó su cuenta de Twitter, desde que la abriera en julio de 2012 (hoy tiene más de 26.900 tuits), como el espacio para unas confesiones in progress que le han dado la posibilidad de escribir en formato ensayo sobre sus afecciones (aristocratismo investido por el número de followers). En el libro de “ensayos íntimos” que ha editado Alba con el mismo nombre de la cuenta, So Sad Today, Melissa Broder elige como objeto su propia ansiedad y da cursos de melancolía básica: de cómo sustituir todo principio de realidad por la ausencia recalcitrante de los objetos anhelados.

¿Qué escritor podría permitirse ser hoy, como Barthes y Montaigne, un manojo de emociones al que los objetos demandan atención mediante afecciones profundas, dispares e irremediables? Es sencillo: cualquier tuitero

Pero el género “confesiones” (organizado en torno a la presencia totémica del texto de Rousseau) tiene formas de sistematización al que la dispersión que insinúa el plural “ensayos” (essais) parece ahuyentar. Si Rousseau proponía como camino hacia la verdad del sujeto, por un lado, el rigor en la rememoración garantizado por la transparencia estilística, por otro, el estado de introspección validado por la soledad autoimpuesta, lo que se convierte en sistémico a través de la ductilidad formal de los ensayos, es otro efecto superficial: la urgencia por expresarse (que también presupone la sinceridad en la expresión). Ese es el particular sistema confesional de Melissa Broder: la sintaxis tensada por la impulsividad: la reiteración ritual de estructuras y palabras, las frases neuróticamente largas contrapuestas a las psicóticamente cortas; pero también la semántica sometida a la oscuridad del espíritu depresivo: el recurso a metáforas, no como gesto de dominio expresivo, sino por el fracaso del lenguaje informativo. La tensión entre rigor y sinceridad adopta en Melissa Broder esta declinación: solo el rigor puede conseguir que el ensayo transmita una verdad sobre el sujeto (su objeto teórico es el “yo”), pero a la vez si el rigor no se muestra lleno de interferencias que lo distorsionan (de las compulsiones que configuran el carácter que la autora describe), apenas funcionaría el efecto de sinceridad.

Como puede hacer prever la cantidad ingente de material que suponen los cinco años de cuidado diario de su cuenta, el tuit medio de Melissa Broder ha alcanzado una codificación altísima que hace inevitable preguntarse si su forma de sentirse afectada no habrá sido ya dominada por los ademanes de su escritura: ¿no tendrá hoy su tristeza la forma exacta de un lugar común abortado por la hipérbole, de esa combinación corrosiva de atonía mecánica (i will always be there for you…) y apocalipsis casero (…because i have no life)?

El paso del tuit al ensayo devuelve a los afectos la impronta de un vivo, vibrante patetismo. Si la cuenta de Twitter sigue avanzando hacia la depuración esencial de una sola frase, el patetismo recuperado nos invita a una gradación de lo confesional (¿cómo de confesional es esta confesión?, ¿cuánto se arriesga en ella?) en búsqueda de otro fenómeno que solo puede emborronar mi criterio: la intimidad oprobiosa. Pero si el género confesional supone la garantía ilocutiva del regreso al orden moral al hacer de nuestra lectura el acto mismo de la absolución, se entiende que el oprobio al que Melissa Broder parece estar llamando no es el de la privacidad desvelada (los más sórdidos encuentros sexuales, su fetiche con los vómitos… ¿qué clase de perversos tendríamos que ser para no aceptar que la privacidad debeesconder oprobio?), sino el de toda la intimidad que se enreda en el lenguaje: el estado continuado de dependencia, la obsesión temática, la indigencia emocional, el bochorno circular en que se instala “la persona deprimida” (el dolor intensificado por el hecho de que al dolor se le adhiera la conciencia obsesiva de que la persona deprimida es incapaz de comunicarse con los demás de otro modo que no sea transmitiendo, o incluso contagiando, su dolor): el estilo, pronunciada la palabra en un mundo donde hubiéramos dado por válida la tesis de la transparencia.

Si alma y estilo están unidos, la intimidad habría de hacerse presente en los resquicios no semánticos de la escritura (la intimidad es la oscuridad no informativa que comparto en el lenguaje; leo aquí a José Luis Pardo), y el oprobio estaría inscrito allí, como una monstruosidad indecible que no sabremos explicar ni la escritora ni yo. Pero, ¿no es precisamente el estilo, quizás la única evidencia de la intimidad, también la razón última para absolver a una escritora de su oprobio (de su intimidad)?, ¿no es el juicio literario una forma de absolución moral? Mi desconcierto crítico no tiene fin porque el hecho de que en las confesiones me sienta estúpidamente impelido a evaluar un efecto de sinceridad (no puedo evitarlo, ¡me emociona la verdad!, ¡su aspecto reluciente!), confirma que no he renunciado al juicio moral, solo lo he desviado. También Twitter ha sintetizado de forma farsesca esta lección sobre la indigencia lectora: cuando miro mi timeline, aspiro a testimonios que hayan estilizado hasta la transparencia la sinceridad intelectual o el rigor afectivo.

Como Melissa Broder en @sosadtoday, no son pocos los tuiteros que parecen estar declinando toda su intimidad en el marco de exiguos estilemas, como si la limitación de los caracteres se hubiera revelado una restricción insuficiente para ensayar la subjetividad (tuit medio de @sosadtoday: dinamitación de un lugar común por una deriva demasiado personal que un lenguaje de conformidad social no puede prever y apenas consentir: “My sympathies to all the victims of being born”). Pero la subjetividad sigue su curso. Pues bien: nos queda por convocar otro término que interfiere en nuestros juicios críticos pero también explica el deseo de articularlos: el reconocimiento. Hablaré de mi particular ofuscación teórica (de la afección que me atraviesa) cuando leo a Melissa Broder: no encuentro ninguna identidad entre nuestras privacidades, la de Melissa y la mía (su privacidad pasa de largo por mi lado: no me reconozco en mis experiencias, apenas en las de las demás), pero hay algo de la autora a la que imagino que me habla directamente (habla de mí) y que ni siquiera sé si puedo encontrar en los arcanos de su lenguaje, y que desde luego no depende de su sinceridad. Quizás sea su intimidad. La misma que me abruma en muchas ocasiones cuando miro mi timeline y veo moverse a esa subjetividad grande y viscosa que también es la mía. Y me digo: “Sí, yo también necesito ser único, yo también entregaría mi oprobiosa privacidad si con ello pudiera adquirir un pequeño simulacro de personalidad, yo también daría mi alma por un ápice de estilo.”

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Carlos Pott es profesor. En ocasiones, escribe crítica literaria en medios como Buen Salvaje y traduce.

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Carlos Pott

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