Un vendaval de recuerdo colectivo para el bailaor David Paniagua
Crónica de tres horas de anarquía flamenca en homenaje al bailaor alejado de las tablas por enfermedad
Esteban Ordóñez / Manolo Finish (Fotos) 7/06/2017
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En los homenajes y las galas benéficas ocurre como en los partidos amistosos, se sabe que, artísticamente, nadie se juega nada. Esa certeza deja sobresalir la tensión natural del flamenco, su faceta lúdica, y entonces se comprende que este arte es un juego que consiste, por naturaleza, en apostar la última gota de oxígeno o la última fibra del músculo: no hay medias tintas. El martes 6 de junio, en el Teatro Fernán Gómez (en el marco del Festival Flamenco de Madrid), se congregó parte del cogollo calé para apoyar al bailaor David Paniagua, alejado de las tablas por enfermedad. Pepe Habichuela, Josemi Carmona, el Farru, Niña Pastori, Pitingo, Farruquito, Antonio Canales, Sorderita, el Negri o Lolita. Como dijo Joaquín San Juan al principio de la noche, allí iba a aterrizar un “vendaval de recuerdo colectivo”.
Cuesta escribir una crónica de tres horas de anarquía entre artistas que merecen varias páginas cada uno; pero la dificultad, al fin y al cabo, es la misma que si quisiéramos colar el ojo en los patios de las familias gitanas, beber con ellos, entumecernos los nudillos contra una mesa o contra el cinc de una barra; la misma que si fuéramos de una casa a otra, barrio a barrio, Triana, Santiago, el Albaicín, y quisiéramos luego decir lo que pasó. En el teatro, el martes, pasó lo que tenía que pasar, que el espectáculo empezó un día y acabó en otro. Eran las doce de la noche cuando Antonio Canales apareció como un emperador con un capote torero y se lo entregó a Paniagua; las doce cuando desató su corpachón de Enrique VIII sevillano y bailó sencillo y rabioso; las doce cuando se reunieron todos de nuevo en las tablas para despedirse: capitaneando la troupe iban Farruquito, Farru y Canales tomados del hombro. Se les había visto bailar antes, pero los cuatro pasos sincronizados que dieron resucitaron a un público que ya se colgaba los bolsos del brazo. La gente enloqueció como si de pronto hubiera brotado una nueva criatura que era, a la vez, los tres y ninguno.
“Una celebración de la vida”, repitieron. La vida se empezó a celebrar en los pasillos encerados del recinto. Antes del espectáculo, el grupo de artistas que iniciaría la gala, hablaban sin hablar, a base de taconeos. Se hacían bromas de bailaores, se acechaban repicando el suelo, se retaban, reían. Arrancó la cosa con cuatro percusionistas tocando el cajón, uno con gorra de swagger hacia atrás y barba mora; otro, en pantalones cortos. Una rodilla masculina a pelo, desnuda, es una anomalía que solo puede verse en espectáculos desenfadados como el de esa noche. Algunos de los flamencos que asomaban por las puertas del fondo llevaban en la mano vasos de plástico con un par de dedos de bebida dorada.
Pepe Habichuela salió a tocar con su andar costoso, sus gafas de alambre y esa vigilancia de artesano jubilado que pone en cada arpegio. Sus golpes en la caja suenan diferentes, añejos, como la tapa de un cofre enorme. Sobre los palmeros caía una luz naranja. Las palmas a un genio se dan con boquita alegre; son palmas cuidadas, intrigadas por la evolución del siguiente compás. Los palmeros se miran y se complacen. Mandeli, el abuelo de Pepe, inspiración eterna, revivía en las notas sueltas y en los bordones largos.
Había que mirar la noche como un magma onírico: unos artistas sucediendo a otros, solapándose; unas actuaciones dejando el poso, enriqueciendo a otras. El Farru cantado por Pitingo. Estalló un gritito fan entre el público cuando el bailaor puso el pie en el escenario. El Farru y Farruquito actuaron por separado, pero los unía el gen de Farruco, el abuelo, el gen con sombrero puro. El baile de esta estirpe alterna repechos de furia y columna elegante y recorridos de cadera imposibles. Cuando la música remansa, cuando se palmea en sordo y se canta, los nietos de Farruco se deslizan igual que esa bolsa que nadaba en el aire cargado de electricidad en la película American Beauty y que descubría al protagonista que la vida es una cosa buena.
Pitingo cantó para el baile, pero también salió más tarde y dinamitó todas las fronteras. Primero se desparramó con uno de esos cantes prehistóricos a capela que, cuentan, se acompañaban con los yunques de las fraguas. Luego cantó góspel, en inglés, también sin música; los coristas, de tanto en tanto, asentían como asienten los cantantes de misas negras, es decir, negando con la cabeza. El control y la disciplina de su voz se ven en su mano derecha, con el puño casi cerrado se frota los dedos obsesivamente como si desde ahí se dispensara las toneladas de oxígeno que necesita. El de Ayamonte hace lo que quiere con su garganta: consigue que los giros de soul empasten a la perfección en los tercios flamencos.
Salieron también Lolita, cuyas muñecas siempre se acuerdan de su madre; el Negri, cantando la Alegría de vivir ataviado de intérprete melódico italiano; la Niña Pastori, encendiendo una oleada de pantallas de móvil entre el público; Pepe Luis Carmona Habichuela, con la camisa blanca desabotonada hasta el ombligo; Sorderita, intimista. Había que mirar la noche como un magma. Flamenco puro, flamenco jazz, rumbas, baladas, y David Paniagua levantándose a cada tanto para recibir buenos deseos, los besos lanzados y los avisos: en un año, le advirtieron, te queremos dando pataditas por bulerías encima del escenario.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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Manolo Finish (Fotos)
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