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Hijos del agobio y del dolor

Capítulo del libro ‘Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968.1986)’

Germán Labrador Méndez 14/06/2017

<p>Portada del disco 'Hijos del agobio', de Triana</p>

Portada del disco 'Hijos del agobio', de Triana

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Ofrecemos un avance de Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968.1986) (Akal), de Germán Labrador Méndez. Se trata de un libro importante, que viene a dibujar los proyectos culturales de los 70 fallidos, cuya desaparición dio lugar al nacimiento, por primera vez, de aquello que añoraba Juan Benet en esa época. Una cultura de Estado potente. La cultura española, que no su historia o determinados aspectos de sus tradiciones políticas e institucionales, poco tiene que ver con el Franquismo, pero mucho con esta década de descartes de lo beligerante, al cabo de la cual surgió una cultura potente y en forma hasta 2001. Germán Labrador, el autor del libro, es profesor titular en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton. Mezcla filología --ya sabe, restaurar a un texto su sentido original--, política e historia de las mentalidades. No se lo pierdan.

 

El viento se llevaba sus palabras mal pronunciadas, nadie le entendía, los dirigentes locales del PCE estaban intranquilos ante lo imprevisible del personaje, parte del público subrayaba sus versos con silbidos y sarcasmos. Todo resultó atroz e incomprensible. Acabaron callándole y le obligaron a hacer mutis en medio de un barullo tremendo. Hasta que le sucedió la figura legendaria de Rafael Alberti, que empezó diciendo que se sentía muy orgulloso de suceder a Leopoldo en el uso de la palabra y acabó elogiando a su predecesor en el escenario como «el mejor de los novísimos». Poco a poco, aquel público politizado y bien mullido de ruda franqueza fue apagando el rechazo anterior (Fernández, 1999, p. 274).

La escena tiene lugar en el teatro al aire libre Egaleo en Leganés. Es mayo de 1983 y Leopoldo María Panero ha sido invitado a leer unos poemas en un mitin que celebra el PCE con motivo de las elecciones municipales. El poeta no es un desconocido del barrio: ha pasado varios periodos en el pionero programa de régimen abierto promovido por el equipo de González Duro en el hospital psiquiátrico de la localidad. Aunque, a la postre, resultó un régimen todavía demasiado estricto para el menor de los Panero, desde allí pudo comprobar la ebullición civil en el cinturón rojo madrileño y su devenir quinqui en los últimos años de la transición. Era un momento de cambio de ciclo, donde el PCE se movilizaba, buscando recuperar en los ayuntamientos una parte del espacio político del que ha sido desalojado en las elecciones generales de 1982. Sería en vano. Los vientos del cambio soplaban definitivamente en favor del PSOE, marcando el comienzo de un nuevo tiempo político que habrían de capitanear los socialistas. Atrás quedaba el impasse plomizo de la UCD y la mascarada grotesca de Tejero. En la primavera de 1983, el mundo comunista luchaba por no verse relegado a la insignificancia en el nuevo campo de fuerzas parlamentario y los barrios obreros y sus ayuntamientos –abiertos en canal por una larga crisis– parecían un terreno especialmente ventajoso para reorganizarse.

En aquel mitin de campaña en Leganés junto con Leopoldo María participa Rafael Alberti, fugaz diputado por Cádiz y bardo comunista. Alberti atesora la herencia poética del 27, la memoria de la República y el testimonio del exilio, convocados en esta primavera de 1983, frente a otro lenguaje, el del cambio y la ilusión, la modernidad y el progreso, representados por el nuevo mundo socialista, que pronto saldrá del armario a propósito de la OTAN. Pero, si la voz de Alberti era la voz de la memoria, ¿qué voz representaba Leopoldo María Panero encima de aquel escenario con su presencia incómoda y sus versos incomprensibles?

Sabemos que Leopoldo era, sin ninguna duda, un poeta antifranquista. Lo que no está tan claro es la imagen que podía tener de él alguien como Rafael Alberti: tal vez una figura díscola, subversiva, difícil de encuadrar en todo caso; un raro, quizá un loco. Pero aún es más difícil calibrar la impresión que Leopoldo podía causar sobre los anónimos asistentes a ese mitin: «extremeños, andaluces y manchegos, con un pasado campesino, proletarizados en Madrid [...] y fieles al pasado de los vencidos». Si los versos del gaditano y los del joven novísimo no tenían nada que ver, tampoco contribuyó a mejorar la comunicación el estado del poeta aquella tarde («figura triste y claramente muy bebida»). Leopoldo nunca se distinguió por su dicción. Lo suyo eran las distancias cortas, nada que ver con los hábitos de los viejos poetas sociales, acostumbrados a hablar en primera persona del plural hacia las multitudes, poetas radiofónicos de radio pirenaica, galopantes poetas del Olympia de París con Paco Ibáñez hasta enterrarlos en el mar de multitudes que, en esa España de libertad recobrada, vuelve a ser imaginado públicamente. Poetas del gran poema antifranquista. Si la obra de los cantautores representaba la actualización de la poesía comprometida de los treinta y del exilio mediante la canción protesta, ¿cómo unir la obra de Leopoldo con esa tradición?

El público de Panero no es ni el de Paco Ibáñez ni el de Alberti. Quizá es un público que no existía más allá de los círculos contraculturales y de los grupúsculos vanguardistas de la década anterior. Pero, a finales de los setenta, era uno de los poetas de referencia entre los más jóvenes. Cuando los miembros de la agrupación local del PCE invitaron a Leopoldo María Panero, probablemente trataban de inventarse un enlace entre un pasado poético glorioso y su futuro incierto, entre la memoria cívica republicana y la juventud de la democracia, perdida por las barriadas del jaco. Otras iniciativas de aquella primavera en Leganés iban en la misma dirección, como la inauguración de la plaza de Los Dos Días en un solar sin urbanizar abandonado por una constructora y ocupado por los vecinos, o la campaña cultural en homenaje a Salvador Dalí organizada por la Universidad Popular de la localidad, que incluía la reproducción de murales surrealistas en tapias y la inauguración del monumento al «Hombre Nuevo»; también entonces el Ayuntamiento declaraba la localidad «zona no nuclear», en un acto saludado desde Moscú vía Pravda. En estas y otras acciones se manifiesta un espíritu cívico, por el cual la cultura serviría para tejer una nueva forma de habitar popularmente el barrio. Claro que también había otras noticias menos optimistas en aquel Leganés primaveral: sobredosis de heroína, redadas policiales, niños heridos por balas, accidentes y muertos.

A pesar de las buenas intenciones, el intento de asociar a un joven poeta psiquiatrizado, representante de todas las rupturas de la juventud de los setenta, con la construcción de una nueva cultura de izquierdas que fuese más allá de los símbolos propios de la tradición comunista no funcionó. Al menos así no resultaba posible. Las gentes congregadas en Leganés, un público «militante y rudo, ruidoso y fiel al pasado de los vencidos» (p. 274), no podían ver en Panero ni a un poeta ni a un obrero ni a un comunista. Ni en lo político, ni en lo ético, ni en lo estético podían reconocerlo como un igual. Por ello, ante su propia incapacidad para comunicarse, reaccionan «con silbidos y sarcasmos». El abucheo, el date al bote sólo consigue incrementar la violencia de la situación. Más allá de la anécdota, cabe subrayar la ruptura que en ella expresa. Desde ella puede narrarse la cesura, de un lado a otro del franquismo, entre vanguardia, comunidad y estética.

Entre el gentío y el poeta se inicia un pulso que acaba por hacer que el segundo se calle y marche, mientras el público celebra su triunfo. Que venga Alberti, que ese es como nosotros, que ese sí que nos representa. Pero lo que hace Alberti también es interesante: otorga reconocimiento, pide respeto, llama al orden a la multitud. En ese gesto restablece una dimensión cívica en los actos de cultura; integra en su comunidad al joven novísimo. Y nos habla de una posibilidad no lograda en los años de la transición: la alianza contrahegemónica entre las izquierdas históricas y las nuevas izquierdas culturales, malograda por un problema básico de reconocimiento, dado sus diferentes órdenes morales y sus diferentes estéticas.

[...] odio el idioma español. Por eso lo mato. Odio sus palabras, odio los nombres de sus habitantes, la malsonancia de cosas como Paco, Alonso, etc. Odio el color de sus plazas, odio las calles de Castilla, odio la ordinariez, la mala leche, el mal vino, los puñetazos, la violencia en el ambiente, la miseria coloreada de blasfemia y de sangre. Odio la vejez de este museo [...]. Odio la ignorancia, el fútbol, la peste, el insulto, el taco, la miseria sexual más que la otra miseria. Odio la policía española (1992, pp. 23-24).

Son las Palabras de un asesino, un texto de Leopoldo María Panero que nos da el otro punto de vista sobre esta incomunicación. Es un juicio compartido con otros miembros de su generación y, por momentos, esconde un regusto clasista. Así, Gimferrer, identificándose con Moratín, hablaba de la dolorosa «sensación de resultar molesto y de ser rechazado que puede experimentar una persona civilizada cuando se desencadena la brutalidad celtibérica» (1980, p. 31). Panero habla de esa misma violencia, de su miedo a ser objeto de ella: dislocar el lenguaje que la expresa, en el poema, llevándolo al límite, sería un intento de combatir dicha violencia en el plano de la estética. La sensación de verse agredido por la cultura «española» es, ante todo, un rechazo estético, un conflicto de sensibilidad que, obviamente, posee implicaciones identitarias. Es la «mala leche», la «ordinariez» latente, estructural, que organiza la vida cotidiana del país, contra la que el poeta reacciona. Por idénticas razones Panero se declara «poeta no-español» (1979b) y escribe Contra España y otros poemas no de amor (1990). No es sólo el menosprecio aristocratizante de un Panero hijo del señorío de Astorga, sino el rechazo visceral de las generaciones más jóvenes al franquismo sociológico, a sus manifestaciones estéticas, a un mundo que no se ha renovado en sus estructuras morales, mundo al que pertenecerían tanto «la policía española» como los asistentes al mitin de Leganés, en la medida en la que entiendan la vida cotidiana del mismo modo, donde figuras como la bronca, el ruido y el abucheo, cumplirían un papel regulador en una economía moral basada en la correcta adscripción al grupo. Por cuanto afecta a la organización de la vida cotidiana, en sus aspectos más inocentes incluso, la sociológica tal vez sea la herencia más profunda del franquismo.

Un día después de la defunción del autoelegido Generalísimo, Eduardo [Haro Ibars], que nunca pudo ocultar su frustrado deseo de ser una rock and roll star [...], se presenta en la casa de [Eduardo] Bronchalo con un aspecto muy glam; sus uñas, siempre largas y sucias, las lleva pintadas de color verde. En la vestimenta centellean unas lentejuelas. Tras ingerir un ácido [LSD] cada uno Haro convence a su tocayo para ir a la plaza de Oriente, donde muchos ciudadanos, afectos y curiosos, forman largas colas esperando ver el cadáver de Franco. En las cercanías de la plaza un pelotón de falangistas, debidamente uniformados con los correajes y el azul mahón, se les acerca; los mira con detenimiento –qué pensarán de aquel histrión que, desconcertados, no hacen ni un comentario– y los deja atrás. Bronchalo no recuerda haber pasado más terror en toda su vida (Fernández, 2005, pp. 197-198).

En 1975 Franco acaba de morir y, como tradicionalmente se dice, una España llora y la otra lo celebra. Eduardo Haro Ibars se disfraza de cantante de gay rock, largas uñas verdes y lentejuelas. En la moda uniformizada de la capital madrileña, en 1975, un sujeto con ese atuendo, voluntariamente andrógino, no podía pasar desapercibido. Tampoco lo pretendía. Al contrario. Decide, drogado y con semejante facha, acercarse a despedir el cuerpo presente del Caudillo. Dos mundos coinciden en un doble carnaval en la plaza de Oriente; momento de duelo nacional para una falange que toma las calles y que busca descargar su dolor con violencia ante cualquier gesto de provocación, ante el mínimo signo de desafección al Caudillo. Para un falangista está muy claro qué es y cómo se viste un rojo: barbas, panas, bufandas, ciertos periódicos le permiten reconocer a su enemigo. Pero no tienen ni idea de qué tipo de identidad representa Haro Ibars. No pueden reconocerlo; no saben si deben darle o no una paliza o si tratarle como un loco. Saben que no pertenece a su mundo, pero no entienden qué tipo de diferencia representa. Les inquieta, pero, al no poder leerlo desde sus esquemas, le dejan marchar.

Dos años después, sin embargo, la ciudad se ha llenado de tipos como aquel, de jóvenes vestidos de manera extravagante, maquillajes diversos, calzados insólitos, colores, chapas, cadenas e imprevisibles complementos. Pero todavía no estamos en el canon de la «Movida madrileña», con su imagen tranquilizadora, de baile de disfraces. En la transición las rupturas estéticas en el atuendo, como dijimos, representan un grado de exposición elevado de la propia diferencia. Entre la muerte de Franco y la democratización de la excentricidad en el vestir media casi una década, pero entre la plaza de Oriente y los ropajes de Haro Ibars hay la distancia de un siglo.

Lo mismo que se dice de Haro puede afirmarse de otros miembros del ala radical de la juventud sesentayochista que, en los años setenta, tratan de encarnar en sus vidas los ideales de la vanguardia. Así, Pepe Palacios, un joven de esa generación de 1977, estudiante de imagen en Madrid, aficionado a la filosofía situacionista, viajero ibicenco y miembro de la bohemia transicional, dirá a propósito del cineasta «Antonio Maenza», que este «era un genio absoluto de la estética de nuestro movimiento [...]. Estaba diez años adelantado con respecto a su época» (Minguela, 1989). Estas declaraciones las hace en 1989, tras pasar por la cárcel, enfermo terminal de sida, en una entrevista en Interviú donde pasa revista a aquel tiempo y recuerda a sus compañeros de viaje, muchos de ellos ya muertos. Palacios era amigo de Leopoldo María Panero y de Antonio Maenza y un habitual de La Vaquería, junto con Carlos Castilla Plaza, Marta Sánchez Martín, Antonio Pardo, Antonio Blanco o Juan Manuel Bonet, jóvenes de la bohemia transicional madrileña, accionistas políticos, poetas y freaks (Fernández, 1999, pp. 189-190). Se trata de una comunidad cultural prototípica del espacio transicional, formada por jóvenes nacidos en la segunda mitad de los años cincuenta, con variados intereses culturales, filosóficos y políticos que enlazan con los planteamientos más radicales de las vanguardias artísticas de 1968.

Esta generación es el público natural de Leopoldo María Panero, de Eduardo Haro Ibars, de Antonio Maenza. Son los jóvenes que recogen el testigo de los raros y modernos de 1968. Pero, a diferencia de la oleada anterior, que se vio obligada a trazar de manera singular sus diferentes caminos a la contra, o a renunciar a los mismos, los jóvenes de la transición tratan de imaginar ese mismo proyecto a través de formas de oposición colectivas. Querrán aprovechar las condiciones que la muerte de Franco abre para dotarse de sus propias instituciones democráticas en un campo cultural alternativo, una geografía dispersa y cambiante, de centros e iniciativas por medio de las que construir la vida nueva que decían perseguir. Los jóvenes de 1977 entienden y reconocen a los sujetos descabalgados de la generación anterior como pioneros en las pautas de conducta y en los lenguajes a través de los que quieren construir su propia identidad. Y, en ese proceso, la estética va a desempeñar un papel determinante. Lo que admiran de sus mayores es que han producido una ruptura coherente en sus obras y vidas con el franquismo como orden, como tiempo histórico, como mundo. Lo que admiran en ellos es que, efectivamente, son lo único de todo lo que les rodea que no pertenece al pasado.

LA DÉCADA PODRIDA

Además, repito, hoy se piensa de otra manera, y este se es de plomo, como de pluma eran aquellos yoes de cuando alboreaba la década podrida (Prat, 1982, p. 166).

Ya hemos mencionado muchas de las iniciativas propias de esta segunda quinta transicional, como son las revistas Ajoblanco y Star (fundadas por sujetos a caballo entre ambas generaciones), los ateneos libertarios o las coordinadoras de colectivos alternativos.

Esta nueva generación ve coincidir su primera juventud con el proceso político de cambio institucional. Vivirán en un marco de progresiva apertura que contribuirán a desarrollar, dándole contenidos, sobre todo en el terreno de sus prácticas cotidianas. Si, como vimos, el linaje «maldito» del 68 llega a la transición pasado de revoluciones, la juventud de 1977 va a tratar de apropiarse del proyecto de sus mayores en un marco político distinto.

Para caracterizar este momento, podemos recurrir a un texto de Ajoblanco, datado en noviembre de 1976, en el otoño del referéndum de reforma de las Cortes franquistas. La revista, secuestrada durante cuatro largos meses, reaparece. Y, justo en esas semanas, las calles se llenan de grafitis, aprovechando el clima de apertura. Para los jóvenes ajoblanquistas, la democracia tenía que ver con esa inundación repentina de opiniones en el espacio público. La consulta oficial, sin embargo, papel mojado, un mero lavado de cara de un régimen decrépito que no contaba con ninguna legitimidad porque no se daban las condiciones de libertad necesarias para poder votar. En opinión de la juventud demócrata, las libertades de asociación, reunión y expresión eran la precondición necesaria para plantearse seriamente cualquier tipo de sociedad democrática y, en el contexto posfranquista, estas no estaban garantizadas. Al contrario, la represión era una condición indispensable para que el proceso reformista llegase a buen puerto. Frente a un referéndum vertical, Ajoblanco defendía la participación colectiva:

El pueblo real necesita libertad para tener auténticas organizaciones; el pueblo necesita libertad para realizar asambleas; comentar, analizar, conocer y exponer [...]; el pueblo necesita todo esto y mucho más para poder crear sus asambleas, sus organizaciones y sus representantes auténticos; para trazar sus verdaderos objetivos y su política. Entonces, sólo cuando se den estas circunstancias, podremos creer en el proceso de la reforma, en el proceso de la soberanía popular y en todas estas cosas que hoy, sin ningún respeto y con toda la confusión del mundo, proclaman con tanto orgullo los que no son ni pueden ser nunca Demócratas. Si han olvidado el verdadero significado de Democracia nosotros no, así como tampoco tenemos miedo a no ser olvidadizos (Ribas, 1976, p. 5).

«Representantes auténticos», tal vez aquí se encuentra la pieza clave que diferencia el concepto de democracia que van a construir estos jóvenes no sólo respecto del franquismo sino también respecto de las elites políticas del 68. Su rechazo hacia la política, debe insistirse sobre ello, no es un rechazo metafísico hacia la vida pública («paso de la política y paso de todo»), sino el rechazo hacia una política y una vida pública concretas. Su evolución se puede resumir de la siguiente forma: del rechazo a un sistema político, el franquismo, que no es representativo, al rechazo de un sistema político, el constitucionalismo borbónico, en el cual estas identidades generacionales tampoco son interpeladas como sujetos políticos. Su rechazo hacia esas formas políticas transicionales se deriva de su compromiso identitario con valores democráticos. O, dicho de manera más anacrónica, aquellos jóvenes denunciaban cómo al referéndum y a las cortes constituyentes lo llamaban democracia, y no lo era (Labrador, 2015c). Los jóvenes de 1977 no se arrogan la representación de sujetos colectivos; no pretenden hablar en nombre del proletariado, ni de la patria, ni de Dios, ni de los derechos históricos de un pueblo, ni se reclaman como legitimados valedores de una identidad colectiva. No pretenden tener la potestad de representar a nadie que supuestamente no esté capacitado para representarse a sí mismo a causa de su pretendida inmadurez, alienación o minoría de edad, lo que los diferencia no sólo de las instituciones del régimen, sino también de la mayor parte de los partidos políticos y sindicatos. No hablaban de la gente, como si ellos no lo fuesen.

«Esto no es un grupo compacto de gente, aquí puedes ver a cincuenta personas pero cada uno piensa de una manera, actúa de una manera y tiene un rollo particular», dirán los jóvenes de sí mismos, concretamente los Hijos del Agobio de Vallecas, quienes exigen que no se hable «en términos generales de nadie», sino de uno en uno, porque saben que las generalizaciones expulsan e invisibilizan a las minorías y, a propósito de la juventud del barrio, «no puedes decir aquí generalmente se trabaja, aquí generalmente votasteis, aquí generalmente sois demócratas, sois fachas, hay gente que votó, hay gente que no votó». Claro que también hay límites para la definición de ciudadanía radical: una voz de fondo corrige al interlocutor gritando «fachas no» (Bartolomé y Bartolomé, 1981a, 0:57:10). De este modo, los jóvenes de 1977 hablan en su propio nombre. Es importante decir que, sin embargo, no lo hacen como individuos aislados, sino como sujetos políticamente articulados dentro de una comunidad. En esta política de la palabra (de compromiso con la propia palabra), se expresa una diferencia capital que tiene que ver con la definición de la nueva ciudadanía que está surgiendo entonces.

Porque, a causa de la permanente disfunción entre la «mentira del franquismo» y la realidad de la vida cotidiana en la que han crecido, estos jóvenes se han visto obligados a madurar siendo a un tiempo críticos y escépticos. La experiencia de asistir a la contradicción de un mundo que se derrumba y que, sin embargo, insiste en definir con su lenguaje una realidad que ya no abarca es mucho más intensa en esta generación de lo que lo fue para sus mayores: a la altura de 1976, para percibir la quiebra de la lengua oficial del franquismo, basta con salir a la calle y abrir los ojos. Y, por ese escepticismo al que los ha forzado un mundo que niegan y por su voluntad de vivir en un mundo distinto, si algo define a los jóvenes de 1977 es su determinación a no verse engañados. Han aprendido dolorosamente que, muchas veces, detrás de la invocación de principios colectivos, se encierran intereses específicos colectivamente disfrazados. Podemos tomar como ilustrativas de este estado de cosas las palabras de otro joven transicional cualquiera, el ciudadano Enrique Pardo, en un artículo de Ajoblanco, hará una llamada en favor del ocio, del tiempo libre, de la libertad de conciencia, de la creatividad y de la participación colectiva en la construcción democrática:

La gente quiere hacer ya las cosas por su cuenta: el hecho de que el capitalismo desarrollado haya creado un tiempo de ocio, un clima económico desahogado, ha servido, entre otras cosas, para que la gente, y en especial los jóvenes, piensen, y claro, si te pones a pensar un poco en el rollo que te rodea te das cuenta de que no mola ni cinco. Toda la retórica que cubre la mierda cotidiana desaparece y decides que no hay por qué esperar más tiempo para cambiar esto, que a estas alturas nadie te va a regalar la libertad y demás panaceas grabadas en los edificios oficiales (Pardo, 1978, p. 6).

El sujeto asume la responsabilidad de apropiarse del sentido del presente y en ello cifra su mayoría de edad política. La «libertad» no se define como un derecho formal, «panacea grabada en los edificios oficiales», sino como algo que debe ser conquistado por los individuos, como algo que se ejerce, como una práctica. Frente a una vida colectiva cuya articulación y fundamentos no resisten una crítica seria, el joven, como sujeto político transicional, asume en primera persona su obligación a la hora de redefinir esa vida cotidiana como espacio común y democrático de construcción de libertades.

Así, frente al lenguaje suarista de un «proceso de reforma» o frente a la representación de una «soberanía popular» (vigilada en última instancia por el ejército y el estado), estos jóvenes señalan la necesidad de completar el campo semántico de la democracia incluyendo las nociones de «pueblo real», «verdadera libertad» y «representantes auténticos» (Ribas, 1976, p. 5). Porque aquí, como en otras revistas y otras comunidades lectoras, grupos de jóvenes están definiendo un nuevo tipo de sujeto político frente a la «ciudadanía imaginaria» de Suárez, que no puede existir porque no se dan las condiciones políticas necesarias para que exista y en cuyo nombre se construye la democracia. Lo que los jóvenes de 1977 tratan de hacer en sus comunidades culturales es proponer un sujeto político diferente y contribuir a su existencia. Así, el «ciudadano transicional» pasa a concebirse como un sujeto que se enuncia a sí mismo y que no necesita delegar su representación, como un sujeto capacitado para hablar y para expresar sus demandas de forma directa. La voluntad popular de esta forma concebida será la suma de los acuerdos a que lleguen ciudadanos autónomos a través del enfrentamiento de pareceres. Pero, para que esa voluntad pueda expresarse, se tienen que articular canales suficientes de expresión. Lo que está en juego, por tanto, no es «votar» sino «comentar, analizar, conocer y exponer», es decir, construir las estructuras y generar las prácticas de una esfera de opinión en la cual los individuos participen y, fruto de su interacción en ella, devengan ciudadanos (Ribas, 1976, p. 5). Ese es el «verdadero significado de la democracia» que, desde el poder, se está hurtando.

 

Y esa es la razón por la que Ribas se expresa con tanta contundencia: «Si han olvidado el verdadero significado de Democracia nosotros no, así como tampoco tenemos miedo a no ser olvidadizos» (1976, p. 5). Pretender olvidar el «verdadero significado de la Democracia» significa asumir la existencia de un momento anterior donde se conoció su significado. Ese momento sólo puede ser la Segunda República, de la que estas comunidades toman no la ideología del reformismo burgués ni el escenario mítico de la revolución popular (al que también pueden aludir en ocasiones), sino, y sobre todo, un lugar simbólico desde el que tratar de imaginar una nueva sensibilidad ciudadana. De los años treinta queda noticia de la experiencia de empoderamiento de una ciudadanía que se organiza a sí misma, dotándose de sus propias organizaciones, sus canales de comunicación, sus cooperativas, y que aprende, por su cuenta, a producir y a diseñar, a escribir y a hacer arte. Aunque aquí no podamos ahondar en la cuestión, el mundo cívico-popular y libertario de los años treinta resplandecía en las mentes de muchos como una inspiración poderosa.

«Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones»; con esta cita de Durruti, que vimos aparecer en las acampadas de 2011, Ajoblanco tratará en su recorrido de contribuir a construir esa esfera pública democrática autónoma y, para ello, acoge entre sus páginas cuanta iniciativa se produzca encaminada en esa dirección: colectivos, plataformas, coordinadoras, espacios alternativos que la juventud trataba de impulsar, hallaban su eco en las páginas de la revista, que quiere ser el órgano de expresión de una ciudadanía en construcción. Ajoblanco invita a participar y a tomar partido, buscando superar la distancia entre representante y representado, redacción y lectores.

Pocos meses después, en enero de 1977, aparece un artículo en Ajoblanco, firmado por Toni Puig, que lleva por título «Nos encantan las ciudades pintarrajeadas», un alegato en favor del grafiti como cauce de expresión de una opinión ciudadana directa, que ha sido excluida en el desarrollo de los acontecimientos políticos que van a conducir en primavera a las primeras elecciones democráticas. «Coge un spray y escribes en la tapia de enfrente. Te largan un porrazo o un tiro. De todo ha pasado en el país, desgraciadamente. El problema político es la base. Pero olvidémoslo. Simplemente, lo que nos falta a los peninsulares es mudarnos de estética» (1977b, p. 12).

Y no era una exageración: de las muchas pintadas que quedaron a medio hacer durante estos años, Puig se refería a una que sólo decía: «Pan». Su autor, José Verdejo, un estudiante de diecinueve años, miembro de la ORT, no pudo escribir «Trabajo y Libertad», porque le disparó la policía mientras la pintaba, el 13 de agosto de 1976 (la revista Star llevó este motivo a portada en su número 21). Otros grafiteros tuvieron castigos menos letales a manos de la policía o de grupos fascistas. En ese ámbito tienen que combatir aquellos que se empeñan en dotar de sentido las libertades formales, y la libertad de opinión y asociación en primer término. Pero más interesante ahora resulta esta ecuación de términos: el problema político es la base, pero lo que se impone, la tarea pendiente dado que no tenemos la capacidad de ejercer un cambio político ahora, es producir un cambio radical en la estética, que servirá para anticipar ese cambio político por venir. Se trata de una concepción de la cultura típicamente vanguardista, según la cual la experiencia estética permite desarrollar formalmente la articulación de un orden político en construcción, anticipándolo. Entonces, las obligaciones participativas de la ciudadanía tienen que ver con su toma de partido en esa transformación.

De este modo, la construcción de un sistema político nuevo no se puede desligar del problema de la representación, concebida esta en dos direcciones distintas: de un lado, como forma de incluir y comprometer en un orden sociopolítico a los distintos individuos que han de vivir bajo el mismo; de otro lado, no menos importante y estrictamente relacionado con lo anterior, es necesario representar ese nuevo orden, hacerlo existir a través de actos performativos de naturaleza estética. Devenir ciudadano es así, entonces, contribuir a representar la democracia. Y, si el ciudadano es el que vive en la ciudad, el ámbito de la construcción de una nueva poética no se podrá desligar del acto de reapropiarse del espacio urbano por medios estéticos. Pintar un grafiti era reclamar el derecho a ser parte del paisaje público, a existir formalmente, a adquirir forma en una ciudad negadora.

«Estamos tan acostumbrados a las limpias, bellas, perfectas... paredes de los edificios fascistas, las casas burguesas, las encaladas paredes proletarias, que nos duele verlas pintarrajeadas con eslóganes y llenas de papeles anunciando de todo. De todo lo no comercial» (1977b, p. 12). En un mundo en el que pintar una pared era un acto incívico, sin embargo la propaganda, la publicidad, tenía sus derechos de representación pública. La ciudad se concibe como un conjunto de representaciones imaginarias: en el texto de la ciudad tardofranquista, el discurso de la mercancía fluye sobre la división en clases de la urbe capitalista y sobre el linaje fascista de sus edificios oficiales. Frente a esta configuración ordoespacial, la expresión del comienzo de una nueva edad política significaba escribir sobre esas paredes el texto de la ciudadanía, apropiarse con nuevos significados del orden de representación de la ciudad en sus espacios públicos. Esta tarea, cuyo estudio requería de un trabajo específico, fue abordada con entusiasmo por numerosos colectivos de jóvenes y de poetas, como el Grupo Z o el Grupo Anónimo, trasladando a las paredes mensajes y representaciones alusivas a un nuevo orden estético y a nuevas formas de vida y de política en él. Así, estos jóvenes iban más allá que las organizaciones políticas en sus modos de emplear las tapias, pues estas las veían como simples soportes de propaganda, pero también más allá de los usos que les daban los grupos de ultraderecha, convirtiéndolas en amenazantes paredones.

En 1977, esta juventud siente de forma dramática que el mundo que habita no se ha renovado en sus estructuras morales ni en su representación, porque sus deseos, sus inquietudes, sus gustos y sus necesidades no se ven reconocidos. Su concepción cultural de la política va a encontrar en la necesidad de esa renovación el objetivo político más importante de su generación, porque entienden que, detrás de toda propuesta de ruptura estética, se escenifica y promueve una ruptura moral. Es lógico que unos individuos que se sienten amputados, limitados en su libertad y excluidos en sus identidades por la moral opresiva que el franquismo vehicula en su organización de la vida cotidiana, con su mediocridad y hábitos grises, hiciesen del cambio estético el caballo de batalla de su lucha política, como muestra un dosier de esta misma revista [fig. 28], que imagina la sociedad tardofranquista como una masa mesocrática de hombres adultos calvos con bigote y gafas negras, diferenciados sólo en el hecho de que unos llevan corbata y otros visten de sport. Frente a ellos, la vida nueva la encarna el cuerpo infantil de unx niñx que levanta un ramillete de flores silvestres como promesa de una primavera democrática. En el aire vuela una pamela florida y una golondrina.

Entonces, es necesario comprender el rechazo de esta generación al franquismo sociológico en términos de ciudadanía, por la violencia a la que estos sujetos se exponen como consecuencia de expresar en sus signos externos su aspiración a vivir en un mundo renovado. Si gestos semejantes no pasaban de ser, en sus mayores, signos excéntricos de hippies o poetas, ahora, cuando se multiplican, cuando se confunden, cuando ya no responden a una estética unificada, como la de los progres, sino a la elección personal, se vuelven los inquietantes signos de una diferencia que puede percibirse como desorden. Así, se les comenzó a ver con gran desconfianza y, si en 1975, en el mismo funeral de Franco, nadie agredió a Eduardo Haro Ibars por llevar lentejuelas y las uñas pintadas, dos, tres años después, la violencia dirigida a jóvenes por sus pintas era algo relativamente frecuente.

Un orden se define por su estética, pensaban, y una juventud que se comenzó a llamar a sí misma moderna necesitaba de la renovación estética como punto de partida para su revolución de la vida, en un país que es, como dice el grafiti, «España: Lavado de cerebro de la imaginación» (Sempere, 1977, p. 176). Y, si una nueva estética (en el vestir, en la música, en la literatura, en el espacio urbano...) era el símbolo de unas aspiraciones a la libertad, a la igualdad, o a la sensibilidad, entonces, de la misma forma, la estética del franquismo expresaría la violencia, el miedo, la ignorancia y la desesperación que articulaban el régimen como cultura. Por todo ello, la sensación de habitar en una «década podrida» les llevará a proponer una imagen generacional que rompa con las representaciones del mundo del que proceden y les permita asumir, en sus prácticas culturales y en sus hábitos, la posición de protagonistas políticos de su época.

CALLE DE LA LIBERTAD

Sánchez León, a partir del análisis de una serie de encuestas encargadas en 1978 por el Ministerio de Cultura de la UCD –una de las creaciones institucionales propiamente transicionales– sobre La realidad cultural de España, localiza un conjunto de pautas de comportamiento cultural y político que diferencian a los jóvenes de 1977 respecto de sus mayores, sobre las cuales conviene incidir. Veían mucho menos la televisión que ninguna otra cohorte demográfica («estamos entre la TV y la pared», nos dicen en un grafiti [Sempere, 1977, p. 177]), leían más, escuchaban mucha más música e iban mucho más al cine. La juventud de la transición es, según las estadísticas oficiales, culturalmente mucho más activa que el resto de la sociedad y que sus hermanos mayores. Lo es, al menos, en proporción, porque esas mismas pautas que podrían servir para caracterizar a una parte de la generación anterior se encuentran mucho más extendidas entre los más jóvenes, donde, sin llegar a ser hegemónicas, demuestran la socialización de un patrón de conducta hasta entonces restringido al ámbito universitario. Políticamente, los estudios los sitúan más a la izquierda, también respecto de la cohorte del 68: «Los jóvenes eran votantes más marcadamente progresistas que el resto de la población, lo cual tampoco debería resultar muy sorprendente». Votan más al PSOE que otras generaciones; votan al PCE más o menos lo mismo, muy poco a las derechas, pero una gran parte de su voto no lo absorbe ninguna otra formación, ya que, entre ellos, el porcentaje abstencionista asciende hasta el 35 por 100 (Sánchez León, 2004, p. 171).

La exclusión de partida de la juventud sólo podía dar como resultado una escasa adhesión respecto de las nuevas instituciones constitucionales. El comportamiento juvenil en las elecciones de 1979 será fuertemente abstencionista y no faltarán voces hipócritas que clamen contra la supuesta ingratitud de una generación a la que, tras reconocerle el derecho a votar, decide no hacerlo. Se construía así «el mito de una juventud desentendida de la política, apática y ajena a las grandes cuestiones de la convivencia colectiva de los españoles», a pesar de que «la abstención, como el voto, era entre los jóvenes producto de su conocimiento e implicación en la política oficial, parlamentaria, no de su desinterés» (Sánchez León, 2004, p. 171). Lo prueba el hecho de que los jóvenes de 1977 son el único colectivo que apoya incondicionalmente la democracia: «Entre los jóvenes en 1979, hasta un 86 por 100 respondía favorablemente» frente a un 50 por 100 en los mayores (p. 172).

Su interés reconocido por «la política» también es mayor (45 por 100 vs. 30 por 100 en 1977) y su apoyo a las «formas no convencionales de hacer política [huelgas y manifestaciones]». Concluye Sánchez León: «El rasgo característico de esta antropología [juvenil] sería el radicalismo, entendido como una posición de fuerte movilización en torno de cuestiones que afectaban a los principios fundamentales del nuevo orden democrático, radicalismo que al mismo tiempo expresa un problema de déficit de representación en la oferta ideológico-partidista disponible» (p. 172).

A la altura de 1977, colectivos amplios y heterogéneos de jóvenes van creando una comunidad de opinión y de discurso decisiva para la socialización e identificación de la nueva generación. En este espacio comienzan a tener voz y parte jóvenes provenientes de medios populares, fundamentalmente urbanos (pero no sólo), en particular los hijos de esas clases trabajadoras que asistían al mitin del PCE en Leganés, esos «chavales de barrio» que, desde finales de los años sesenta, van a formar garage bands, una de las líneas genealógicas de la cultura musical de la juventud en transición (Ordovás, 1977, p. 32; Manrique, 1977, pp. 54-58).

Sea escuchada –y con acompañamiento de guitarra eléctrica–, sea escrita, la poesía representa una poderosa institución desde la que esta juventud se imagina y articula sus deseos. La vinculación de la literatura y la música será muchas veces central en el proceso (Labrador y Monasterio, 2006). Este es el caso del grupo de rock andaluz psicodélico Triana, cuya trayectoria encarna la parábola típica de la generación de 1977: fundado en 1974, herederos de la contracultura sevillana de finales de los sesenta, su primer disco (producido por Gonzalo García Pelayo) circula por las redes subterráneas de la contracultura convirtiéndose en una referencia en el underground, pero su éxito llegará con Hijos del agobio (1977), aparecido en plena primavera transicional. Tras cuatro discos más –y una última etapa más oscura– la muerte de su cantante Jesús de la Rosa en un accidente de coche representa, en 1983, el final del grupo, desaparecido como el mundo que fue capaz de nombrar. Sobre su memoria habrá no pocas disputas.

Hijos del agobio es un LP tremendo, que se despliega sobre su época desde su propio título y desde la portada de Máximo Moreno, uno de los grandes ilustradores del rock de época donde un nazareno vestido de Estatua de la Libertad contempla cómo bajan por unas escaleras personajes deformes, señoras burguesas, generales, ministros. «No es un Cristo, es el Ángel caído, dueño y señor de los infiernos que lanza un grito de queja (Quejío) porque está hasta los cojones de la cantidad de mierda que le mandan» (Lebrón, 2013). En ese infierno, tan parecido a la España transicional, los jóvenes hacen suya la desesperación de ese Cristo. El álbum estaba llamado a desempeñar un papel relevante en la evolución del rock nacional y en la de esa generación, a caballo entre la música progresiva y el flamenco. En su primera pista encontramos un himno generacional.

Dormidos al tiempo y al amor, un largo camino y sin ilusión que hay que recorrer,

que hay que maldecir.

Hijos del agobio y del dolor,

cien fuerzas que inundan el corazón separan de ti,

(me) separan de ti.

Quiero sentir algo que me huela a vida, que mi sangre corra loca de pasión, descubrir la música que hay en la risa, la luz profunda y el amor.

Despiertos al tiempo y al amor,

un largo camino y con ilusión

que hay que recorrer,

desde ahora hasta el fin

(Hijos del agobio, en Triana, 1977).

 

Los jóvenes de 1977 son los «hijos del agobio y del dolor», quienes, en su primera juventud, se encuentran en el inicio de un «largo camino» en una posición de partida estructuralmente compleja. «Sin ilusión», malditos ellos, «maldicen» a su vez el mundo que les ha tocado; asaltados por «cien fuerzas» que «inundan» sus corazones y necesitados de experiencias verdaderas, de momentos vitales que «huelan a vida», donde sientan «correr su sangre». Una vez que la voz lírica del poema ha conseguido verbalizar dicho deseo generacional, en el retorno estrófico se registra un cambio importante: aquellos que estaban «dormidos» se han «despertado», aquellos que no tenían «ilusión» ahora la tienen.

De este modo, «los hijos del agobio» saldrán de su «agobio» cuando sean capaces de encontrar los nexos generacionales que los unan, de hablar en una lengua que les involucre y de expresar en ella sus deseos, todo a lo que este texto quiere contribuir. Esta letra funciona en el interior de un texto musical más amplio, donde las estrofas analizadas resuenan y multiplican sus atribuciones. La música presenta un mundo visionario de sonidos eléctricos, poco definidos, tonalidades menores con amplias disonancias, melodías con intervalos de sexta descendente, variaciones que se combinan en retornos circulares, sampleos y distorsiones varias que, en su conjunto, proponen un universo de sensaciones oscuras, crepusculares; toda una poética melancólica alrededor de las dos estrofas recurrentes que sólo cambia y se abre en un breve desarrollo intermedio donde se expresan esos deseos de «vida», «sangre», «pasión» y «amor», marcados con el cambio de ritmo y tonalidad. La ruptura estética se produce musicalmente, en ese mundo de sonidos difusos y metálicos.

En otros temas del disco encontramos muchas alusiones poéticas y políticas inmediatamente comprensibles por aquellos jóvenes («la guitarra a la mañana le habló de libertad», «salen de su pensamiento cosas que no quiere callar»). El poeta, el músico, en su capacidad de canalizarlas, se convierte en portavoz: «Soy un rumor por las esquinas que anuncia que va a llegar el día en que todos los hombres juntos podrán caminar»; «qué importa si es largo el camino, [...] / mañana, compañero, florecerá el trigo, / cuando el trueno es amor y el relámpago es vida / y la lluvia es la luz».

Cuando, a finales de 1978, un grupo de jóvenes vallecanos funden un local en su barrio, motivados por la aparición de este disco, no dudarán en llamarse Los Hijos del Agobio. Organizan festivales de rock, actos culturales diversos. Tratan de crear tejido juvenil en su barrio. Algunos de ellos vienen de la izquierda política del MC, de la ORT, del PCE, que, tras la crisis de militancia, ha pasado a entender el activismo como praxis en la vida cotidiana.

Se les suman jóvenes sin experiencia política previa. Cuando, en la campaña electoral de 1979 Fraga llevó a Vallecas su discurso de orden público y criminalización de la juventud, se manifestaron (pacíficamente) en su contra, a resultas de lo cual hubo varios heridos, navajazos, detenidos. Les cerraron el local para castigarlos. Pero ellos se manifestaron para recuperarlo, caminando desde Vallecas a Madrid, haciendo visible en este movimiento la entrada de la periferia en la ciudad democrática. Una crónica de Rosa Montero daba cuenta de su existencia y sus razones. Sabía identificar en ellos a una generación distinta, una sociología diferente, una experiencia alternativa de la democracia, la de sus perdedores prefigurados:

Los hijos del agobio son hijos de la macrociudad, de los veinticinco años de paz, de las esquinas lluviosas y los pasos cebra que nadie respeta. Vienen del hastío, sólo se les tiene en cuenta para el censo y son carne de paro, excrecencia urbana indefinida. Hay muchos hijos del agobio en toda España, pero es precisamente en la barriada madrileña de Vallecas, periférica y maldita, en donde un puñado de esta camada abandonada se agrupó con intenciones de defensa y se autobautizó así, «Hijos del Agobio», nombre a la vez poético y apocalíptico [...]. Son eso, agobiados hijos de la desesperación y del asfalto, y es una cotidianidad hostil la que ha puesto las navajas en sus manos. Les cierran los locales, les detienen, les prohíben, les aburren: son también carne de prisión, sobrantes de una sociedad que rezuma perdedores [...]. Y con esta airada inocencia se pasearon, del cine París a Palomeras, una tarde de sábado huracanada y tibia (Montero, 1979).

Poco después, en 1980, cuando Cecilia y José Juan Bartolomé estaban filmando su documental No se os puede dejar solos (1981), fueron a entrevistarles al centro cultural que tenían en Vallecas, que habían logrado recuperar. Unas fotografías ilustran esta lucha, ganada, mientras la heroína se seguía extendiendo por el barrio. En el documental hablan de todo ello, del imposible lugar de aquella juventud: «De dieciocho a veinticinco años el porcentaje de los parados es del 60 por 100». Y, como uno de ellos explica, es un problema estructural: «en el barrio en que vivo, Vicálvaro, no existe un instituto de enseñanza media, un polideportivo; no existe un centro cultural; no existe una casa de la juventud, lo único que existen son bodegas, tascas, bares, discotecas y lugares oscuros para darse la paliza con la chavala» (Bartolomé, 1981a, 0:55:39).

Bodegas, bares, tascas conforman la cultura del ocio franquista, el ámbito de socialización natural de las clases populares a cuyos hábitos y a cuyo mundo se condena a estos jóvenes, al tiempo que se les priva de los salarios y del trabajo que les permitían el acceso a los mismos y, con ello, la posibilidad de devenir obreros. Algunos de estos jóvenes cuentan con experiencia asociativa, sindical o parroquial; estos, junto con jóvenes inquietos de las siguientes oleadas, comienzan a asociarse entre sí para inventar alternativas. Un primer tiempo asociacionista tuvo lugar a comienzos de la década, alquilando garajes y locales a las afueras de Madrid. Allí nació el rock capitalino. Ante el peligro de la socialización no institucionalizada de la juventud y ante el miedo a que funcionasen como focos de irradiación, las autoridades franquistas presionaron a los propietarios y reprimieron a los jóvenes disolviendo este tejido asociativo y devolviendo la juventud a los bares y a la calle, a las «esquinas de los años setenta» (Ordovás, 1977, pp. 32-39). A la muerte del dictador tiene lugar un segundo momento asociacionista, al que ahora nos referimos, fruto del cual, una entre cientos de iniciativas en los cinturones de todas las ciudades industriales, aparece la asociación vallecana.

Algunos de los centros socioculturales de esta juventud eran antiguos locales de Falange que, ante su disolución, fueron ocupados para organizar conciertos, ensayos, asambleas, reuniones o simplemente fiestas. Algunos, como el local de Cuatro Caminos de Madrid, se reconvirtieron en ateneos libertarios. De esta forma, sedes de sindicatos y casas del pueblo republicanas, requisadas después de la guerra, recuperan, implícitamente, un hilo de continuidad con algunos de sus usos sociales primitivos, ámbito este también de continuidades discontinuas con la memoria de la República. Es importante señalar que esta es una época de intensa apertura de bares, cuyos nombres proponen todo un orden semántico, toda una toponimia poética, que aún a veces perdura en las ciudades españolas como ruina de aquel tiempo. Sus nombres, tomados ya de la literatura, ya de la psicodelia son Birdland, Formentera, Unicornio, Les enfants terribles, Zig-zag, Magic, Karma, Abracadabra, Sargent Peppers o Paraíso Perdido.

 

En su conjunto, formaban un mundo nuevo, creado de forma comunitaria por los propios jóvenes en función de sus necesidades y demandas, con sus propios Hyde Parks y con sus tribunas; un mundo, y esto debe ser objeto de reflexión, donde la cultura del ocio no se ve atravesada por la cultura del consumo. Surgen entonces bares que, además de ser lugares para la conversación y la sociabilidad, funcionan como pequeños centros socioculturales, con conciertos, exposiciones y recitales. La Vaquería, de la que ya hemos hablado, es uno de los más importantes, verdadero punto de encuentro entre la cultura de barriada y la cultura bohemia madrileña. En él recalan elementos variopintos de la fauna nocturna, rockers, macarras y delincuentes, que se unen a los habituales heterodoxos, poetas, intelectuales y activistas varios, entre futuros iconos de los ochenta, viejas glorias sesentayochistas y jóvenes bohemios de paso por Madrid. Y es que muchos caminos modernos de la época conducen al interior de este tugurio (v. g. Ordovás, 1977, p. 13).

Una de las cabezas visibles de aquella hidra es Emilio Sola (1945), poeta y anarquista de la generación de 1968, quien coordina el funcionamiento del local en régimen de cooperativa. Sola es autor de un libro de testimonio poético: La soledad, los viajes, el mar, la amnistía, varios muertos y un aniversario, con hermosísimos dibujos de Ramón Ramírez, publicado por La Banda de Moebius (1976b).

«Pasen y vean, pasen y beban» o «pintura, music & poesía» son los reclamos escritos en la puerta, sobre la que se recuesta Emilio Sola. Un rótulo de madera señala el nombre y la política del establecimiento: «La Vaquería de la calle de la Libertad»; en la calle, la Libertad, y dos ciclomotores. Lugar de la cultura en transición, frente a ella, en el mismo punto desde el que se toma la imagen, se encuentra la sede de la CNT reconstituida: la política que mira a la cultura, que a la vida mira.

La soledad, los viajes, el mar, la amnistía, varios muertos y un aniversario es un libro curioso, un libro urgente, sin paginar, compuesto como crónica de un tiempo transicional que sucede muy rápido, lo que convierte al poeta en un tipo singular de periodista, que hace de cada acontecimiento una inflexión estética y de la novedad su materia creativa. Entre sus páginas encontramos, a partes iguales, inscripciones políticas e inflexiones románticas, todas continuas en relación con lo expuesto hasta ahora: viajes a Argel, recorridos por las «cárceles de España», y denuncias al grito de «Amnistía. Domingo siete. Cuatro poemas urgentes para luchar contra el desaliento y reafirmarse en la esperanza». Son varios los poemas dedicados a amigos perdidos de su generación, como la serie en memoria de «Noemí, amiga entrañada en muchos de nosotros, a quien muchos quisimos mucho, muerta joven» (I), donde el poema se abre sobre las palabras de la amiga desaparecida para preguntarse por la reapropiación del cuerpo y la posibilidad de la libertad política: «Puedo hacer lo que quiera con mi cuerpo / o más bien nada puedo hacer con mi cuerpo / que sea mío» (IV).

Sola firmó otros poemarios, como los Poemas de Zocochico (1975), compuestos a partir de las luchas de liberación del Magreb, a propósito de la experiencia civil de la plaza, como lugar donde se hace la vida y se intercambian las palabras, o La isla (1975), de temática hippie y ecos paisajísticos, y Más al Sur de este Sur del mar (1979), libro editado por el Colectivo 24 de Enero (de la mano de Javier Villán), donde los cantos a una realidad natural políticamente reapropiada resuenan sobre las pérdidas generacionales. Los amigos de Emilio Sola, desde el círculo de la otra bohemia, el mundo crápula y literario del Café Gijón, le darán un premio por su novela Los hijos del agobio (1984), un hermoso relato sobre el mundo juvenil de la transición usando La Vaquería como hilo conductor de sus historias.

Escrito con urgencia, convocando en caliente a personajes, escenas, situaciones de estos años recién transcurridos, cruzándolas con libertad y a veces sin sintaxis, un poco a la manera de las novelas beatnik de aprendizaje, Emilio Sola publica su canto a la libertad vital de los jóvenes del arrabal y a su belleza.

CARAJILLO AL PODER

La Vaquería es uno de los lugares emblemáticos de un amplio espacio de locales, centros culturales y garitos que construyen una geografía secreta en cada ciudad peninsular. En muchos casos estos son bares que gozaron de mejores tiempos: a mediados de los años setenta, en Madrid, lugares como el Hamburgo, donde se vendía absenta ilegal, o como El Figón de Juanita son supervivientes de los cambios sucedidos en la estructura urbana de la ciudad tardofranquista, por la presión demográfica, política (lucha contra el movimiento vecinal), urbanista y especulativa. Sus propietarios ven desaparecer entonces a su tradicional clientela y emerger un nuevo tipo de visitante, la infame turba de jóvenes transicionales, recibidos como agua de mayo, estableciéndose una curiosa complicidad entre la juventud y los taberneros.

Abundan las escenas relativas a este mundo. Permiten un tiempo de extraña convivencia entre la acracia y el lado más desolado del franquismo sociológico. Sus representaciones nos hablan de la fascinación de los jóvenes ante los objetos y formas de un mundo casposo y popular, ante la cultura material y un paisaje humano donde se conjugan antiguos signos de la prosperidad, hoy de subdesarrollo: paquetes de cigarros celtas, Anís del Mono, tabaco de picadura, camareros y ordenanzas. En ocasiones, estos bares son los de los barrios chinos, con prostitutas y travestis, atalaya para realizar una profunda radiografía de la cara oculta del matrimonio burgués. En estos lugares la sordidez franquista se manifiesta estéticamente por el poder de evocación, el aura, de los objetos que daban forma a aquel mundo. Este mundo será una fuente de inspiración poderosa en poemas, canciones y, sobre todo, dibujos, donde estos objetos se extrañan e iluminan bajo las luces surrealistas del cómic underground. En lo que es la adaptación imaginativa de los esquemas de la narración gráfica americana a la realidad más castiza, los objetos cobran vida, se mueven, hablan entre sí, expresan sus temores.

De entre todos los fósiles del franquismo sociológico, hay uno singularmente recurrido: hablo del famoso «carajillo», el café con coñac, bueno para entrar en calor, la más barata de las fórmulas alcohólicas. Por entonces el famoso combinado corría el riesgo de convertirse en víctima colateral del desarrollismo, amenazado, de un lado, por el incremento de precios que no lo hacía rentable y, de otro, por la presencia de un nuevo tipo de local de ocio, en el que las bebidas importadas y el deseo cosmopolita de la clientela no dejaría mucho espacio a filtros y brebajes. Resumen de las formas materiales de la vida cotidiana del franquismo, consuelo popular, sobre los carajillos los jóvenes se encaraman y en su defensa cristalizan un lema generacional, coreado en manifestaciones y repetido en pintadas: «COCA-COLA

ASESINA, CARAJILLO AL PODER» (Sempere, 1977, p. 176). A propósito de este discurso surrealista, cabe recordar que la primera cabecera de Ajoblanco repetía –ironizando– la logografía de la Coca-Cola, lo que motivará penosos requerimientos judiciales al sentirse la marca afectada en sus intereses (Ribas, 2007, p. 295). Se trataba de proponer un desplazamiento irónico de la modernidad estética del capitalismo de consumo desde la puesta en valor de lo castizo y lo popular rescatando sus tradiciones y hallazgos.

Carajillo vacilón (1976), así se titulaba un álbum colectivo donde, junto con trabajos de dibujantes desconocidos de Bilbao, Madrid y Barcelona, participaban con sus cómics Ceesepe, El Hortelano y Agust y, con una fotonovela, Pamies. En la breve nota de Ceesepe a modo de prólogo, se alude a la cultura que está surgiendo en los viejos bares al contacto con las prácticas de ocio de los más jóvenes, fusión que resume el término «vacilón», aludiendo «al incremento de borrachos Funkys entre el personal de aquí» (1976, p. 2). Carajillo y vacilón, orden de representación inquietante donde se confabulan peligrosamente la psicodelia y lo castizo. Estos autores son conscientes del carácter explosivo de semejante mezcla, como lo demuestra un comentario de Ceesepe sobre uno de los cómics incluidos en ese álbum: «historieta psicodélica, mezclando visiones en plan Kerouac y Pepe Domingo Castaño» (siendo este segundo el autor de una inefable, criminal canción –Neniña (viste pantalón vaquero)– que fue número 1 de los Cuarenta Principales en 1974, figura que, en este contexto, representaba un mundo enemigo de lo psicodélico) (p. 2), advirtiendo sobre la densidad simbólica del franquismo sociológico y su capacidad de resistencia a los proyectos vanguardistas de las nuevas generaciones.

Psicodelia y carpetovetonia: una unión problemática, como refleja la portada de aquel volumen, firmada por Santana [fig. 30]. En ella puede verse un ejemplar de un típico sujeto franquista, para más señas, se trata de un oficinista iniciando su jornada. La piedra de la locura: una pequeña televisión de la que sale una mano haciendo la V de victoria se le ha incrustado en la cabeza y le produce pensamientos banales, como muestra el bocadillo vacío que enseña su cerebro. Las criaturas que rodean a este ser deforme y monstruoso son hijas tanto del Bosco como de Robert Crumb: alienígenas, un pulpo grafitero, estrellas, dragones con cola de cascabel, aves carroñeras, extraños cotidianos que atormentan a este hombre de la multitud. De la taza de tan inquietante poción emerge, sorprendido, una suerte de trasgo sicalíptico. ¿Acaso ha disuelto LSD en su bebida?

Estas operaciones de extrañamiento de la estética franquista, de sus objetos y realidades cotidianas, esta búsqueda de la poesía de lo real en los pliegues de lo real, son típicas del surrealismo. Cabe aquí relacionar esta inclinación hacia las sombras y las prolongaciones de las cosas, con la fascinación que estos jóvenes, como Ramón Gómez de la Serna, sentían por el Rastro. Lugar de descontextualización de los objetos, museo fantástico de las antiguas mercancías, ámbito de encuentros fortuitos y repentinos hallazgos, allí se encuentra el rastro también de sociologías varias, vendedores, charlatanes, delincuentes, coleccionistas... Poco a poco, el Rastro se convierte en un lugar de encuentro para la bohemia transicional. Allí circulan las maquetas de los nuevos grupos de música, al filo de 1980, pero desde mucho antes era un punto de venta de fanzines y panfletos, cómics de la Cascorro Factory, la revista Star y sus álbumes, como demuestra un reportaje publicado en 1977. Un año antes Ceesepe y Ortega ya estaban allí, vendiendo su psicodélico Carajillo (1976), en cuyo interior aparece también La Vaquería, como un portal astral que comunica, entre sí, las distintas dimensiones ficcionales en el interior de aquel cómic.

«Entre olor a sardina frita, nazis, basca, mariquitas, turistas de cámara, calés, progres, moros, borrachos, chulos, timadores, gente. Gente que mira, que compra, que tima, que se lleva, que pide, que protesta, que ríe, que grita, que se queja [...]. Un día vendrán los guerrilleros [de Cristo Rey] a limpiar [...]. Alberto regala carteles del Star. Ceesepe picotea cocos», así Fernando Pais (1977, p. 4) resume la atmósfera del lugar. Y es que el Rastro no es sólo un mercado de objetos descontextualizados: también se descontextualizan los tipos sociales que allí se cruzan y allí también aparecen nuevos personajes, mezclados en la confusión ambiental de chamarileros, quinquis, gitanos, cascorreros, buhoneros, carteristas y curiosos.

El mundo asociativo de esta juventud se concentra en lugares más allá del orden establecido, donde brillan nuevas formas de vida cotidiana, mundo por venir que crece como los hongos entre los recovecos de la gran estructura que oxidan y ayudan a derrumbar. Anunciaban un orden alternativo posible, muy pronto enfrentado a la activa oposición de gobiernos municipales de signo bien distinto, de la UCD primero y del PSOE más tarde, que, progresivamente, ponen coto a tanta fantasía, impiden la libre organización de la juventud en nombre de tramas económicas unas veces, otras impostando la voz de la moralidad y el orden y, algunas, sin más razón que la de establecer sanciones administrativas dirigidas. Ello no impide que, al filo de 1980, abran en Madrid otros locales, como La Vía Láctea, llamada a tener una importancia decisiva en la nueva cultura madrileña que allí empieza. Pero esa ya será otra movida. «Noticias de la democracia», una nota de la revista Star, sirve para ilustrar este momento. El tono es desesperanzado:

El ambiente de libertad que se respira es cada vez mayor. ¡Esto es la Democracia! Como prueba de lo que digo recordar sino el fin de dos locales de Barcelona, Magic y Abrakadabra, CERRADOS POR LA AUTORIDAD COMPETENTE allá por los días en que se aprobaba esta Constitución por la que todos quedamos sujetos a una serie de párrafos redactados por insignes hombres de las Leyes y de la Política [...]. En cuanto a Magic, recordamos que ya en tiempo de la Democracia Orgánica del hombre del Pardo, se le habían hecho todas las putadas posibles, desde clausuras hasta no conceder permisos para pasar cine experimental (debe ser una droga eso también). Así que a estar contentos, que la vida es libre y bonita, los trabajos son divertidos, etc, etc. ¿Por qué os drogáis tanto? (1979a, pp. 59-60).

Podemos volver ahora sobre los hijos del agobio de Vallecas. Su local forma parte de este mundo que acabo de esbozar. La pobreza del espacio se disimula gracias a una serie de intervenciones pictóricas, paisajes de lejana inspiración psicodélica y personajes burlescos que conforman un espacio mural con gran voluntad identitaria; en las paredes, personajes de cómic español transicional (Los tebeos del rollo), los freak brothers de Gilbert Shelton, carteles variados de conciertos, eslóganes libertarios («cuanto más me oprimían más amé la libertad», dos manos que se acercan y que rezan «todos estamos en libertad provisional») y lemas situacionistas («no queremos vivir en un mundo donde la seguridad de no morir de hambre se sustituya por la seguridad de morir de aburrimiento»). No es un mundo especialmente inquietante el de estos jóvenes ni especialmente sofisticado. Se mueven en una realidad cotidiana como cotidianas son sus reclamaciones. Son jóvenes de barrio que provienen de medios muy humildes, expresándose con mucha claridad y precisión, a pesar de que manejen un nivel de lengua en principio reducido. Es evidente que algunos de ellos tienen un capital cultural elevado, así como no es menos evidente que otros carecen de él. Pero lo que llama la atención hoy día al contemplarles en el documental de los Bartolomé es la lucidez con la que hablan. No piden nada de otro mundo estos jóvenes que ni citan a Marcuse, ni a Lenin. Su tradición es oral y musical; beben del ambiente de su época; con colores intensos trazan en sus paredes un orden de conceptos, la imagen de un mundo, una descripción de la belleza.

Estos jóvenes lo que fundamentalmente reclaman es su derecho a organizarse por su cuenta, el mismo derecho que se les ha reconocido a los partidos políticos, pero no para presentarse a las elecciones sino tan sólo para hacer cosas entre ellos. Piden que se les deje circular por la calle sin que los policías les detengan, por sospechosos de ser ellos mismos, es decir, jóvenes y de Vallecas. La mayor parte de ellos han pasado alguna vez delante de un juez por tenencia ilícita de hachís para su propio consumo; otros, por nada. Piden que suelten a los presos comunes, igual que han amnistiado a los presos políticos, porque ambos son víctimas de la misma falta de libertad y de derechos. Sus «novios, troncos o lo que sean»; en ocasiones, están en la cárcel por delitos menores. Denuncian el doble rasero que existe para ricos y pobres, la violencia policial, la corrupción del mundo en que han nacido y, ya que no les van a ofrecer un destino mejor, piden que les dejen vivir como ellos quieren. Se han dado un nombre, con las letras y los sonidos de Triana, porque entienden que hay algo en ese arte que habla de ellos y para ellos, que les permite imaginar «nuestra propia política, la de los hijos del agobio» (1981a, 0:59:40).

—A los que están arriba les gustan mucho los sillones y las pelas que manejan y luego no se acuerdan de los que están abajo. Prometen mucho, pero luego no dan nada. Tenemos nuestra propia política, la de los hijos del agobio, que es la que más mola.

—Los partidos obreros han estado toda la vida diciendo cosas de los barrios y luego los barrios los tienen despreocupados y pasan de lo que en realidad es política de los barrios. Que, para mí, política de los barrios es que estemos aquí la basca del barrio [...].

—[Sobre la droga] No hay ni información; parece que hay interés en que todo eso se desenvuelva en un ambiente de tabú y de trapicheo total y eso lo único que trae es más chungo, más tíos muertos y más drogas en mal estao.

—La droga es un negocio como otro cualquiera, que lo manejan los que tienen dinero y tienen tapaderas que son los que lo colocan y pringan [...].

—¿Por qué machacan a este barrio? En Serrano y en Goya se consume más drogas duras que en este barrio. ¿Por qué machacan el mercado aquí? Pues, porque del mercado de aquí, se están beneficiando gente que a mí personalmente no me molesta que se beneficien, porque son chavales de barrio que se están buscando la vida, porque no tienen otra forma de buscársela [...].

—A un colega le han pillado con cincuenta gramos de chocolate y se lo llevan pallá, y a Matesa con no sé cuantos millones de estafa... y de Ciudad Real sólo se han escapado los fascistas esos [Lerdo de Tejada, miembro del comando de Atocha]... Los jueces mandan adonde quieren, a unos a Ocaña, a otros a Herrera de la Mancha y los fascistas a Ciudad Real, que es un régimen abierto, y a Alcalá de Henares [...].

—Suárez es una persona inteligente; lo que pasa es que utiliza la inteligencia para joder a los demás.

—Coño, de falangista a primer ministro fíjate si es inteligente.

—Lo bueno sería que alguno de los que estemos aquí llegara a ser el jefe de estado. Yo no, porque no entiendo, pero seguro que me acordaba más de los pobres y de la gente que necesita ayuda que los que están arriba.

—Mejor que no llegue ninguno que a lo mejor, cuando estemos arriba, no nos acordamos [...].

—Llegamos todos juntos o que no llegue nadie (Bartolomé, 1981a, 0:58:40-1:00:14).

UNA NUEVA SENSIBILIDAD

A la altura del gobierno de UCD, estas redes autónomas de poetas, jóvenes, marginados, ácratas, dibujantes y músicos están conectadas a través de una geografía difusa de ámbitos y lugares. Se trata de un verdadero tejido alternativo que conforma este mundo y lo dota de instituciones propias. Gracias a ellas, los poetas y artistas transicionales pueden darse un discurso, y tienen, por fin, una comunidad de referencia, a la que dirigirse, conformándola y siendo conformados por ella. En este tejido se reencuentran algunos representantes de la generación anterior, como Eduardo Haro Ibars.

Desde el comienzo, Haro entendió que la posición del artista de vanguardia, tal y como estaba definida en la segunda mitad de los años sesenta, tenía que conformarse en relación con esta sociología transicional, y con la nueva sensibilidad que representaba, lo que pasaba por nuevas formas de política, nuevas vidas y música eléctrica. Comprendía –lo veía entre sus propios hermanos– que el proyecto de la contracultura concernía de una manera mucho más intensa a la siguiente generación, la de 1977, con la que era necesario conectarse a todo precio. Eduardo logra convertise así en una suerte de puente intergeneracional, lo que se filtra en la escritura de su último texto, Madrid la Tricolor (1986), un conjunto de estampas de la bohemia contracultural que le permiten hablar de la pervivencia del espíritu insumiso del Madrid transicional a partir de la memoria –subterránea– de la ciudad republicana.

Para Haro Ibars la literatura es una metáfora de la historia o, mejor, la literatura da la definición de la historia, de la misma forma que Madrid es metáfora del conjunto del estado; Madrid, entonces, no como espacio geográfico, sino también como ordo civitatis, como construcción imaginaria, espacio de creación y atribución de sentidos, laboratorio de un orden por venir. Dirá Eduardo: «Madrid es ciudad vieja, de historia complicada [...]. Con la República, o en lucha contra la anterior Monarquía y la Dictadura. Y luego, vino el tío Paco –se llamaba Paco, el cabrón– con la rebaja. La suya fue una verdadera “Cruzada contra el espíritu”, pero no como la entendían los surrealistas y, antes, los futuristas» (Haro Ibars, 1986b, pp. 8-9).

En los años ochenta, la noción que Haro Ibars puede tener del clima de energía ciudadana de la Segunda República y su función en ella de la vanguardia y de su arte para la vida no es un simple saber libresco. Proviene, desde luego, de una herencia familiar, pérdida compartida que une al padre con su primogénito, pero también proviene del proceso decantado de su investigación a lo largo de más de quince años de lecturas y experiencias. Sobre todo, tal saber proviene de la intensa actividad urbana del poeta, de su participación en la vida cotidiana de la juventud transicional, de la que dan buena cuenta sus artículos en «cultura a la contra», su sección periódica en el semanario Triunfo. Desde ahí, Haro Ibars habla, con el referéndum de la OTAN en la piel, y asistiendo a la clausura de un mundo, el de esta juventud, en el cierre de sus posibilidades estructurales que, como vimos, Haro vive en primera persona. Es esta la época en la que milita en el trotskismo, cuando vuelve la vista atrás pensando que, en aquella República, puede reencontrarse un eslabón perdido para reconstruir una tradición de pensamiento político y práctica cultural en la que fundamentar una imaginación histórica de la democracia. Se trata de reflexionar sobre las promesas morales contenidas en aquella estética de transición, que, a la altura de 1985, se había transformado en Movida. Lo que Eduardo llama la «sensibilidad tricolor» sería algo así como la conciencia política e histórica de aquella:

Y el mismo Franco ha contribuido, muy a su pesar, a crear esta nueva cultura, esta nueva y nuestra sensibilidad tricolor, republicana. Esto, que han dado en llamar «movida», en slogan funcional del equipo de Tierno Galván [...]. Yo prefiero llamarle «nueva sensibilidad». Se fue gestando en los metafóricos garajes del último Franquismo: Garajes rockeros, como los de Burning y familia, y garajes pop-punk-vanguardista de Somosaguas y otras colonias de El Viso (Haro Ibars, 1986b, p. 17).

La «movida» no sería más que un eslogan para llamar hegemónicamente a algo que tiene una existencia cotidiana no institucional y un pasado subterráneo. Y es que la documentación primaria da la razón a Eduardo; como demuestra Santos Unamuno, el término movida, aplicado al menudeo de hachís en los setenta y posteriormente a la ilegalidad o a la contracultura (ir a por una movida, hacerse una movida, estar en una movida), comienza a utilizarse de manera más concreta entre 1980 y 1981 referido a los acontecimientos culturales y sociales del mundo juvenil en Madrid: la movida madrileña. Y un año más tarde, a mediados de 1982, la noción cristalizada como La Movida, convirtiéndose en lugar mediático y, rápidamente, se traslada al ámbito oficial en proyectos y subvenciones donde este nombre recibe el visto bueno administrativo. Al proceso de lexicalización del término le sigue un proceso parecido de lexicalización de la realidad de la que se ha convertido en metonimia, que comienza en el ámbito privado de las relaciones entre jóvenes, representa luego «la existencia de una cultura underground transicional y, por último, el proceso de su posterior institucionalización y masificación en los ochenta» (Labrador y Monasterio, 2006, pp. 37-38). Haro Ibars parece confirmar esta etimología: «aquellos tiempos felices [finales de los setenta], cuando “una movida” era una acción o serie de acciones con movimientos rápidos y encadenados» (1986b, p. 17).

Esa sensibilidad que combina una sociología popular y una estética rupturista, una política ciudadana y una poética de vanguardia es, para Haro, la definición estética de su tiempo, «nueva sensibilidad», «sensibilidad tricolor», que caracteriza a esta república política y poética en gestación. Es entonces cuando decide darle forma, interpretándola desde su capital cultural y desde su propia historia biopolítica. Partiendo de su conocimiento de la cultura juvenil de esos años, Haro pretende escribir una historia paralela del periodo transicional respecto de la que ya se contaba la punta bífida triunfante de su propia generación:

Mi libro se pretende tricolor, como la bandera que siempre ha tremolado en el edificio de mi cultura, y de la madrileña. Tricolor, claro, como el Ateneo; pero también entre los muy, muy jóvenes, que asisten o no a un mitin en un cine de los Cuatro Caminos, el barrio que fue cuna del Metro y del 5.o Regimiento. Y entre algunas personas decentes de mi edad –hay pocas; la mayoría, por arte de magia, se han convertido en ministrables– que frecuentan, o no, el Círculo de Bellas Artes [...]. [P]ido complicidad, y que se implique usted, si es que me lee (Haro Ibars, 1986b, p. 18). En el libro de Haro Ibars, la ciudad de la cultura y la ciudad física se funden en una misma cartografía simbólica, constituida por aquellos lugares en los que esta juventud transicional se organiza, donde se encuentran sus laboratorios de construcción de discurso y de ocupación del espacio público. En estos ateneos, cines, barrios, Haro se junta con una juventud que no tiene su edad. A ellos y a los que todavía quedan entre los de su edad, a todos aquellos que «no se han convertido en ministrables», es decir, a aquellos que aún integran la punta no triunfante de su generación, les pide atención. Y les pide algo más, algo imposible de pedir en 1985, por estar fuera de tiempo y de lugar: les pide «implicación», les pide que se comprometan.

Con los materiales que construyen su cultura tricolor, Haro no pretende clasificar la realidad. Aspira tan sólo a contribuir a dar forma, narración, a un mundo a través de las redes de sentido, de las inquietudes y movimientos que de él surgen, justo en el momento en el que este mundo desaparece. Resulta muy significativo de la evolución de esa vanguardia tricolor que el libro de Haro Ibars quedase, además de inédito, inacabado.

 

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Autor >

Germán Labrador Méndez

es filólogo, catedrático de Estudios Culturales Hispánicos en la Universidad de Princeton.

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1 comentario(s)

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  1. Amichatis

    Javier Verdejo era militante de la JGR (Joven Guardia Roja) organización vinculada al PTE (Partido del Trabajo de España). Podría haber militado en la ORT o en la LCR o en Bandera Roja o en el PCE(ML)o en la CNT pues, en aquellos años, independientemente de dónde estuvieras, si estabas fuera del pacto entre reformistas franquistas y los reformistas antifranquistas, entraba dentro de lo posible (del consenso) que te ocurriera lo que a él le ocurrió... pero el caso es que era de "la Joven"...

    Hace 7 años 5 meses

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