Lugares
La seducción del contraste japonés
Japón se postula como edén para un buen número de occidentales enamorados de su cultura, tradición y estilo de vida. Un país plagado de elementos contrapuestos que, sin embargo, conviven en armonía
Manuel Gare Tokio , 9/07/2017
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Justo antes de viajar a Japón alguien me preguntó si en el país quedaba alguna aldea medieval, cuasi samurái. Me quedé un poco atónito, si le digo la verdad. No supe qué responder. No sé, ¿alguna vez ha pensado en viajar a Japón? ¿Qué tipo de cosas le suscita el país asiático? Hagamos una cosa: piense en alguna película de ambientación japonesa. Venga, que es fácil. ¿Kill Bill? ¿En serio? Bueno, aceptamos Tarantino como animal de compañía; es cierto que su acercamiento a la estética manga y su saludo —lejano— a los samuráis hicieron mella. ¿Lost in Translation? Tampoco se ha devanado los sesos con esta, ¿eh? De acuerdo. Bill Murray haciéndose el trascendental, neones, rascacielos, pasividad y karaokes. Nos vale.
Sí, si viaja a Japón, quizá vea un poco de Lost in Translation. No demasiado, no se engañe. Puede sentirse abrumado por un país que habla poco inglés. Puede subir al New York Bar del Park Hyatt Tokyo y contemplar la ciudad, si quiere. Puede enamorarse, claro. Puede hacer lo que le plazca. Lo que es seguro es que, después de su viaje, cualquier idea que tuviera acerca del país, cambiará. Aunque solo sea un poco. La culpa no será suya, ni de lo que sea que le indujera a viajar allí. Lo que sucede es que su abrumación por el idioma no será para tanto. Encontrará unas vistas de Tokio que le emocionen más que las de la película. ¿Que si se enamorará? ¿De verdad me lo pregunta?
De acuerdo, vayamos por partes. Algún imprudente le ha convencido para embarcarse en un viaje de, mínimo, una docena de horas. Pequeños milagros cotidianos: su espalda sigue ahí. No por mucho tiempo. Resulta que no le ha quedado otra que elegir ese alojamiento de Tokio que, en vez de camas, le ofrece una especie de nórdico tirado en el suelo. Otro pequeño milagro: los futones resultan ser más cómodos de lo que uno podría esperar. Lo cual, después de la media hora larga que se ha pasado buscando el apartamento con la ayuda de una señora japonesa que no se ha despegado de usted un solo instante, no podía resultar en un mejor inicio de su travesía nipona.
Moverse por Tokio es extraordinario. Más de trece millones de personas viviendo en uno de los núcleos de población más densos del mundo, y ha dado con una ciudad por la que andar con una tranquilidad parecida a la de su pueblo de menos de mil habitantes. No en el metro, ni en el famoso cruce de Shibuya, ni en sus cientos de transitadísimos espacios. Tokio es un conglomerado de grandes ciudades, y eso es algo difícilmente disimulable. Aún así, resulta fascinante la facilidad para escapar del gentío, la facilidad para disfrutar de un paseo por las calles de una metrópolis que no descansa pero que le da un respiro cuando lo necesita.
Imagínese. Rascacielos por aquí y por allá. De repente, unas escaleras en mitad de la calle. Las sube. Es el santuario Atago, situado en mitad de un distrito financiero que se desvanece mientras se acerca al pequeño complejo. Rodeado de vegetación, con un estanque lleno de carpas de colores. Hojas en el suelo, un señor trajeado que contempla la tranquilidad de los peces. Levantando la vista, un edificio que supera en tamaño a la colina donde se sitúa el santuario. La estampa es verdaderamente única.
Si no le van las medias tintas, a una hora de Tokio se encuentra Kamakura, una pequeña ciudad que tiene todo con lo que cabe soñar del idilio japonés: su ambiente rural, sus vías del tren que atraviesan el pueblo, su playa y su montaña. Sus templos y santuarios, algunos tan recónditos como mágicos, serpentean el enclave costero conocido internacionalmente por albergar un Buda gigante. Con algo de suerte, se perderá en la montaña y, cuando encuentre el camino de vuelta, tendrá que conformarse con ver el imponente Buda desde fuera. Habrá merecido la pena.
Tren de vuelta a Tokio. Se le ha pasado la hora de cenar, pero decide probar suerte en Ginza, el barrio más elitista de la ciudad. Entre la marabunta, la iluminación y los grandes edificios, una pequeña retahíla de locales mucho más bajos que la media de construcciones. Desentonan con la dinámica fashionable de Ginza. Pero ahí está, un restaurante de ramen que aún permanece abierto. Dentro, un par de decenas de hombres vestidos de traje que apuran sus fideos y su cerveza de después del trabajo. Durante un instante, le miran y usted les mira a ellos. No se preocupe: su presencia, al igual que la ruptura entre el local de ramen y su enclave, forma parte del contraste. Además, no probará otro ramen parecido en algún tiempo. Ni se lo piense.
Si la cuestión es gastronómica, abrace el tonkatsu, el okonomiyaki, los fideos soba, el udon, el katsudon. En cualquier parte le atenderán bien y le servirán platos que no olvidará. ¿Sushi? Sí, también. Entre a algún restaurante con carta sin imágenes y en japonés y señale con el dedo. Consejo: elija las cosas en grande y con precios en la media. Si le sale bien la jugada, la satisfacción será doble. Si no, siempre puede entrar a un 7-Eleven a la vuelta y comprarse un pincho de karaage. Imperdible.
Si la cuestión es cultural: piérdase por ahí. Improvise un poco. La cantidad de cosas que puede hacer en Tokio es innumerable: tradición y modernidad se dan la mano constantemente a través de barrios como los de Ueno, Akihabara, Asakusa o Harajuku. Si tiene tiempo y quiere ver el resto del país, la red de trenes es su amiga: Kioto y Osaka están a unas pocas horas de tren bala. Si puede elegir, viajar en primavera es una buena opción: no verá mejores fondos que los de los cerezos en flor.
Viajar a Japón te cambia. No es que vaya a encontrarse a sí mismo. No se va a encontrar a nadie; no se trata de espiritualidad ni de grandilocuencias sobre el viajar. Pero sí se traerá consigo unas cuantas cosas sobre las que pensar. No las entendía antes de visitar el país y, seguramente, siga sin entenderlas a su vuelta. Volverá, eso sí, con un poco de esa armonía japonesa, de ese contraste que hace al país inmutable en tantos aspectos. Conservador, alocado, tradicional, moderno, artístico. Y le pondrá un nombre: seducción japonesa. Inexplicable, perpetua.
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Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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