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CINE DOCUMENTAL

Rithy Panh: La memoria sangrante de Camboya

El genocidio de los Jemeres Rojos y las vulneraciones de derechos centran la obra fílmica de Rithy Panh, que presentó Exilio en Documenta Madrid 2017

Jesús Cuéllar Menezo 15/07/2017

Carlos Dafonte

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Desde el inicio de sus casi treinta años de carrera cinematográfica, Rithy Panh (Camboya, 1964), ya sea por medio de la ficción y, sobre todo, mediante el documental, ha mostrado el deseo de indagar en la historia contemporánea de su país y en el recuerdo colectivo y personal de sus más trágicos episodios, muy especialmente en el genocidio cometido por los Jemeres Rojos entre 1975-1979, que le afectó de manera directa.

En su primer largo, Site 2 (1989), ya aparecía, con toda su crudeza, ese deseo. De la mano de una camboyana desplazada al campo de refugiados Site 2, situado en la frontera con Tailandia, Panh nos mostraba una realidad inmisericorde, marcada por ese genocidio y por sus dolorosas secuelas físicas y morales. En Site 2 aparecen ya algunas de las constantes temáticas y estilísticas del cine documental de Panh: además del interés, casi obsesivo, en la historia y la memoria, observamos ya el protagonismo del testimonio oral y la utilización de imágenes de archivo como contrapunto al relato. Por otra parte, el texto poético, literario o ensayístico hace aquí una breve aparición, a modo de dedicatoria final, pero en obras posteriores, especialmente en las de su última etapa, cobrará más relieve, al incorporarlo Panh a una voz en off que, además de actuar como narrador, se tornará en conciencia personal y colectiva.

Sin perder de vista las obras de ficción de Rithy Panh, en el presente texto me centraré en sus documentales, porque creo que, desde Site 2, sus películas avanzan hacia una depuración estética, y podríamos decir que política, que alcanza su mejor expresión en filmes no ficcionales, de contenido profundamente personal como La imagen perdida (2013) y Exilio (2016). En el documental es donde se capta en toda su extensión la sutileza y la riqueza del discurso de este director camboyano.

Toda la filmografía de Rithy Panh está marcada a fuego por el genocidio de 1975-1979, durante el cual el joven Rithy perdió a sus padres y a varias hermanas. Ese es el fenómeno que, de manera tácita o expresa, y desde el recuerdo de su devastadora experiencia personal, vertebra y se cierne sobre todas sus películas.

La desgarradora historia de Camboya, sobre todo la de ese periodo, pero también la de la dominación colonial francesa, impregna toda la obra de Rithy Panh, y no porque este autor la considere algo singular, fruto de un particularismo geográfico, sino porque ve en ella rasgos universales, como afirma en el libro La eliminación (2011), escrito con Christophe Bataille, que más tarde se convertiría en su coguionista habitual.

Toda la filmografía de Rithy Panh está marcada a fuego por el genocidio de 1975-1979, durante el cual el joven Rithy perdió a sus padres y a varias hermanas

Tanto en ese volumen como en entrevistas Rithy Panh ha dejado claro que necesitó tiempo para enfrentarse de manera directa, primero al genocidio, una labor que inicia en Bophana, una tragedia camboyana (1996) y, posteriormente, a la propia memoria personal de esos hechos, que comienza con La imagen perdida (2013) y en la que ahonda en su última película, Exilio (2016). De manera que podríamos decir que la obra cinematográfica de Rithy Panh constituye una especie de viaje hacia la introspección, tanto estética como personal; hacia una indagación en los propios recuerdos que, según él mismo atestigua, no le resultó fácil.

En su libro con Bataille, Panh señala que, cuando seleccionaron La gente del arrozal (1994) para concursar en el festival de Cannes, "de repente recordé toda mi infancia", pero ese recuerdo trajo consigo el insomnio y una serie de problemas emocionales y mentales. Panh bascula entre el deseo de "no saber… desprenderme de esa época, abandonar suavemente la infancia" y el de "abordar esa historia… sin sacralización, ni banalización". Sin embargo, en última instancia, "Mis películas se decantan por el conocimiento… [las] reflexiones y el trabajo de investigación". Este deseo, que se convierte en una necesidad, emparenta indudablemente su cine con el de Claude Lanzmann, cuya influencia ha reconocido Panh en muchas ocasiones, pero, al contrario que el director francés, el camboyano no busca ningún tipo de protagonismo en sus películas y prácticamente nunca aparece en pantalla, ni siquiera en sus documentales más confesionales. Además, cuando tiene ante sí a los verdugos (como en S21: la máquina roja de matar, de 2003; y Duch, maestro de las fraguas del infierno, de 2011), los trata con respeto, no los presiona, no los "retuerce", como decía el historiador Marc Ferro que hacía Lanzmann con sus entrevistados en Shoah

S21: la máquina roja de matar

Panh deja que el propio discurso de sus siniestros interlocutores los conduzca a la contradicción, al reconocimiento de sus culpas. Con todo, en sus documentales sí se observa un tratamiento visual diferente de víctimas y verdugos. Los primeros planos, más inquisitivos, se los reserva a gente como Duch, jefe del campo de tortura y exterminio S21 de Nom Pen, al que la cámara capta fríamente, como si lo estuviera interrogando (en realidad, Rithy Panh entrevistó a Duch cuando los Tribunales Especiales de Camboya lo estaban juzgando por crímenes de guerra), en tanto que para las víctimas suele optar por encuadres laterales, más tímidos, que quieren captar el dolor, pero sin resultar invasivos para quien ofrece su testimonio. Así demuestra Rithy Panh su empatía hacia ellos. Al contrario que Claude Lanzmann, que no fue víctima directa del Holocausto, o que el japonés Kazuo Hara en la perturbadora El ejército del emperador avanza (1987), que narra la búsqueda de la justicia y la verdad por parte de un exsoldado japonés que, durante la Segunda Guerra Mundial, fue obligado a caer en el canibalismo por sus superiores, Panh nunca se encara con los verdugos frente a la cámara. Aunque él y su familia sí fueron víctimas del régimen que permitió que Duch o que los torturadores que aparecen en S21: la máquina roja de matar cometieran todo tipo de atrocidades, Panh elude la confrontación directa. "Nunca intento acorralarlo [a Duch]", dice en La eliminación. "La verdad aparece gracias al cine".

Una parte destacada del discurso fílmico de Rithy Panh se basa en la utilización de materiales de archivo, rechazados categóricamente por Lanzmann y tampoco utilizados por Joshua Oppenheimer en The Act of Killing (2012) y La mirada del silencio (2014), documentales que se ocupan del asesinato masivo de supuestos comunistas que cometieron en 1965 las fuerzas de Suharto en Indonesia. Panh hace una utilización sutil e inteligente de antiguas imágenes como contrapunto a las declaraciones de verdugos o víctimas, para que sea el espectador el que vaya sacando sus propias conclusiones. Tampoco desdeña el uso de elementos de la cultura popular como la música comercial, tanto en sus obras de ficción como en sus documentales, sin duda por la carga sentimental que para él tienen algunas melodías (en una entrevista que hice a este director para Insertos. Revista de cine en mayo de 2017 mencionaba, por ejemplo, la compañía que en los tiempos del genocidio le había hecho una canción de los Bee Gees).

Panh hace una utilización sutil e inteligente de antiguas imágenes como contrapunto a las declaraciones de verdugos o víctimas, para que sea el espectador el que vaya sacando sus propias conclusiones

Para lidiar con sus propios fantasmas personales y la historia de su país, Rithy Panh ha ido confeccionando un discurso fílmico propio y enormemente original. En el documental Site 2 el genocidio había quedado atrás, pero no sus secuelas. En Bophana, un documental realizado para la televisión francesa, que lleva el nombre de una mujer torturada brutalmente en el centro de detención S21, el genocidio pasaba ya a un primer plano y Panh apuntaba las técnicas de recogida de testimonios que desarrollaría plenamente en S21: la máquina roja de matar y, posteriormente, en Duch.

Por otra parte, en Una noche después de la guerra (1998) y La tierra de las almas errantes (2000), el genocidio volvía a ser un elemento contextual, pero la realidad que se retrataba en ambos filmes, en el primero mediante la ficción y en el segundo a través del documental, dejaba patente el elevado precio que Camboya había pagado por esos años de brutalidad y aislamiento: una población sumida en la pobreza y obligada a sobrevivir por cualquier medio, ya sea la prostitución, la delincuencia o el trabajo semiesclavo para una multinacional necesitada de mano de obra para tender cables de internet y televisión.

Hay que señalar que, en todas estas obras, aunque la realidad retratada no sea nada halagüeña, Rithy Panh nunca cae en el panfleto, en la denuncia directa ni en el derrotismo, y opta por un lenguaje cinematográfico que privilegia "la forma, los colores, la luz, el encuadre y el montaje. Creo en la poesía". "La única moral es el montaje", afirma convencido en La eliminación, y lo demuestra cuando en La tierra de las almas errantes contrapone visualmente el atraso de los cavadores de zanjas y la refinada tecnología que están instalando a golpe de azada; del mismo modo que después utilizará de manera sutil el montaje para contrastar las espeluznantes confesiones del verdugo Duch y la edulcorada falsedad de las imágenes de propaganda del régimen jemer rojo.

Con su siguiente documental, S21: la máquina roja de matar, Panh se adentra de lleno en el horror de un centro de tortura y exterminio, y lo hace yuxtaponiendo testimonios de víctimas y verdugos. Sin embargo, a pesar de los aterradores relatos que capta su cámara, el resultado, como en otras de sus películas, no está exento de cierta esperanza. Entre las víctimas de ese siniestro lugar está el pintor Vann Nath, que en sus obras ha plasmado la espantosa realidad del S21 y que a Rithy Panh le sirve como un "alter ego" (así lo dice él mismo en una entrevista publicada en 2014 en el nº 26 de Caimán), que contribuye a devolver cierta humanidad a un lugar poseído por la crueldad y la deshumanización.

 

S 21 la maquina roja de matar on Vimeo.

Tanto en S21 como en el siguiente documental dedicado a ese centro de tortura, que llegaría nueve años más tarde, y que llevaría el nombre de su director, Duch, Panh muestra su respeto a las víctimas, pero también a los verdugos. A pesar de que los guardianes de ese lugar reproducen sus fechorías ante la cámara, no hay aquí ninguna muestra de violencia explícita ni truculenta. Nada del jactancioso exhibicionismo que muestran los asesinos indonesios, sobre todo en The Act of Killing, pero también en La mirada del silencio, ambas de Joshua Oppenheimer (en la primera codirigió junto a Christine Cynn y un cineasta indonesio que permanece anónimo por motivos de seguridad). Cuando la voz en off de La imagen perdida afirma que "si encontrara las fotografías que se hicieron de ejecuciones, no las mostraría", evidencia que Rithy Panh coincide con Lanzmann, quien en sus memorias, La liebre de la Patagonia (publicadas en 2009 en francés y en 2011 en castellano), hizo una polémica declaración: si "hubiera encontrado un hipotético film mudo… en el que se mostrase la muerte de tres mil personas en una cámara de gas, no sólo no la habría mostrado en mi película, sino que la habría destruido".

Con esta afirmación entramos de lleno en el debate sobre la representación artística del horror, en el que se inscriben los documentales más confesionales, más íntimos, de Rithy Panh: La imagen perdida y Exilio. El primero se realizó a continuación de Duch, y tiene como antecedente directo la publicación en 2009 de La eliminación, libro que, al yuxtaponer los recuerdos que el propio autor tiene del genocidio a sus entrevistas con Duch, actúa como puente entre dos fases de la carrera cinematográfica de Panh: aquella en la que ha indagado en la historia de su país sin poner de manifiesto su condición de víctima de las masacres cometidas entre 1975-1979, y la presente, en la que decide elaborar cinematográficamente sus vivencias durante ese periodo.

Ya se ha dicho que Rithy Panh aborda el trabajo documental desde un enfoque heterodoxo, echando mano de diversos recursos para buscar esa verdad que "aparece gracias al cine". En La imagen perdida penetra sin tapujos en sus recuerdos, lo que le sumerge, como a tantos otros supervivientes de tragedias, en el dolor, la tristeza y el sentimiento de culpa por no haber podido ayudar a los suyos o, simplemente, por haber sobrevivido. Sin embargo, para proteger su propia intimidad y no incurrir, ni en el voyeurismo y la pornografía del espectáculo denunciados en su día por Jacques Rivette a propósito de la película Kapó (1959) de Gillo Pontecorvo, ni en la frivolidad que Claude Lanzmann observaba en La lista de Schindler de Steven Spielberg (1993), el director camboyano se sirve de un novedoso y eficaz recurso: conjuga la presencia de figuritas de arcilla que le representan a él, a su familia y a los jemeres rojos, con la de un narrador que, fuera de campo, reflexiona sobre lo que aparece en pantalla; es decir, sobre los demonios del propio autor. Con la misma voluntad de búsqueda de la verdad que en filmes anteriores, Panh bucea en la memoria para encontrar las raíces de su propia vida y de su propio sufrimiento, porque, aunque "no es posible recuperar la infancia… es importante encontrar los recuerdos más valiosos y convertirlos en un escudo, en un escudo para sobrevivir".

Al igual que Jorge Semprún, que hasta El largo viaje (1963) y, sobre todo, La escritura o la vida (1995), no pudo lidiar literariamente con sus recuerdos del campo de concentración de Buchenwald, en el que estuvo preso entre 1943 y 1945, Rithy Panh ha tenido que esperar a que pasaran 34 años para poder afrontar cinematográficamente, de manera expresa, las tragedias que marcaron su niñez y su adolescencia. En un artículo dedicado a La escritura o la vida publicado en El País en enero de 1996, decía Carlos Fuentes que "Como todo gran libro… éste de Jorge Semprún es un canto a sí mismo y una transgresión revolucionaria de los géneros". Lo mismo podríamos decir de La imagen perdida y de Exilio. En ambas películas Rithy Panh sobrepasa los límites del género documental para conjugarlo con la poesía, la investigación de archivo e incluso el teatro. La sencillez y la ingenuidad de las figurillas de La imagen perdida recuerdan a las de un teatro de marionetas, en tanto que la puesta en escena de Exilio, con ese joven enmarcado y también atrapado por una cabaña de tres paredes, abierta al espectador, nos sitúa, en su simbólica desnudez expositiva, en los mejores montajes de Peter Brook. Aunque Panh ha dicho que "El teatro me ha influido poco", sí reconoce que le "interesan autores como Brook o como [Arianne] Mnouchkine", precisamente por su minimalismo expositivo, y por su realismo.

Si en La imagen perdida Rithy Panh volvía sobre su pasado a través de figurillas de barro lanzadas al torbellino del genocidio cometido por los jemeres rojos, en Exilio recurre de nuevo a un alter ego que, en un ambiente mucho más onírico que en películas anteriores, experimenta la misma hambre, los mismos sufrimientos y las mismas esperanzas que el propio autor durante los años del exterminio. Busca recuerdos infantiles y, como el Patricio Guzmán de Nostalgia de la luz o Botón de nácar, encuentra en la naturaleza, el agua, la luna, los planetas o las piedras asideros en cierto modo mágicos para plasmar el deseo de vivir a pesar de todo. Los camboyanos "siempre hemos creído en la magia", ha declarado Panh; "la magia es útil", recalca, cuando hay que aprender a vivir de nuevo.

Además de a ese joven que representa al Rithy Panh de antaño, que de alguna manera el autor intenta recuperar, tenemos en Exilio, como en La imagen perdida, una omnisciente voz en off que narra y reflexiona sobre lo ocurrido y sobre la historia en general, sobre la revolución y la injusticia, con textos no sólo de su guionista habitual Christophe Bataille, sino de Karl Marx, Saint-Just, Robespierre y poetas como René Char. En el coloquio posterior a la presentación en Madrid de esta película, Rithy Panh declaró que era una "instalación poética" y que él mismo dedicaba más tiempo a la poesía que al cine.

Es preciso recalcar la importancia que para el cine de Rithy Panh tienen dos figuras en torno a las que gravita todo su universo: sus padres. En La eliminación el autor deja patente la importancia de ambos: "Mi padre había sido jefe de gabinete de varios ministros de Educación…era senador. Mi madre cuidaba de sus nueve hijos. Mis padres… de familias campesinas, creían en el saber". De su padre toma la voluntad de transmitir, de ofrecer conocimientos, y la afición a la poesía. "Mi padre es para mí como una brújula", afirma. Y de su madre recibe enseñanzas no menos valiosas: la fuerza para plantar cara a todas las vicisitudes ("Pase lo que pase, tienes que andar", le decía) y un apego a los ritos y a la creación de imágenes como acto de resistencia que, para Rithy Panh, están en la raíz de su pasión cinematográfica.

Cuando su padre, harto del trato inhumano que recibía en los campos de trabajo de los jemeres rojos, prácticamente se dejó morir, su madre, ante la imposibilidad de darle la sepultura y los funerales que merecía, imaginó y recreó para sus hijos y familiares, mediante una leyenda jemer, las honras fúnebres que habría querido para su marido. "Creo que mi fe en el cine procede de ese día", afirma Rithy Panh. "Creo en la imagen, aunque, por supuesto, esté… interpretada y trabajada". En un artículo dedicado a la película de László Nemes El hijo de Saúl (2015) y a su novedosa forma de abordar el Holocausto en el cine, que, al contrario que Rithy Panh, privilegia la percepción "acústica" de ese genocidio frente a su plasmación visual, Álex Vicente señalaba (El País, 10 de enero de 2016) que "aferrarse al rito supone un último vestigio de civilización en medio de la barbarie".

Cuando su padre, harto del trato que recibía en los campos de trabajo de los jemeres rojos, prácticamente se dejó morir, su madre, ante la imposibilidad de darle sepultura ,recreó para sus hijos y familiares, las honras fúnebres que habría querido para su marido

La figura de la madre, como transmisora de valores y sustento moral de sus hijos no sólo es esencial en los documentales más personales de Rithy Panh. También ocupa un lugar preponderante en documentales como Site 2, La gente del arrozal y La tierra de las almas errantes, e igualmente en películas de ficción como Un barrague contre le Pacifique (2008), que, basada en una novela de Marguerite Duras, presenta a una contradictoria y a veces antipática mujer francesa (interpretada por Isabelle Huppert) que, durante la colonización gala de Indochina, lucha contra las autoridades, los prejuicios de la época y los elementos para sacar adelante su arrozal.

Rithy Panh parte de las tradiciones de su país, de la "sabiduría del pueblo campesino… [que] se percibe en algunas de mis películas", pero no prescinde en modo alguno de elementos occidentales, coloniales incluso; de toda esa cultura que sus padres le legaron y que los jemeres rojos quisieron erradicar. "Aspiro a construir un puente entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Somos supervivientes, debemos transmitir esta historia", afirmaba hace unos años este director.

Deambulando por sus recuerdos y por los de su país, Rithy Panh nos ayuda a indagar en los nuestros. Cuando, en la entrevista publicada en Insertos. Revista de cine, le pregunté cuál sería su próximo proyecto, Rithy Panh contestó, con la desconcertante seriedad que le caracteriza, que, antes de lanzarse a una nueva empresa cinematográfica, necesitaba "tiempo para interrogar a los árboles, a todos los fantasmas, a las almas, la tierra, el cielo, la hierba; para ver dónde están las víctimas y cómo puedo tratar su historia". Al fin y al cabo, él mismo se ha definido como un "paseante de recuerdos".

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Este texto se publicará en el número 2 de la revista Orphanik.

 

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