Música
El sueño de Max Richter
Crónica de una larga noche de verano oyendo 'Sleep', la obra del compositor angloalemán, que dura ocho horas y media
Rocío Niebla 12/07/2017
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En Villaverde (Madrid) la noche estalla con las últimas canastas de un grupo de latinos cincuentañeros que acompañan sus jugadas a ritmo de bachata. A la cancha entran por un agujero tamaño persona que algún conquistador le ha hecho a la reja, mientras que en las puertas, las que se cierran, las oficiales, los chavales deambulan y simulan un concurso de baile. En Los Ángeles los edificios son moles de cemento que precisarían, por lo menos, una manita de pintura y algunos arreglos. Todos calcados, filas y filas, como si de un ejército de bloques se tratase. La periferia metropolitana española está repleta de “Villaverdes”. Y justo allí, en medio del travelling sobre este barrio de clase trabajadora, vemos La Nave, un lecho sobre el que 400 personas, venidas principalmente del centro de Madrid, van a arroparse y a contemplar ese desierto por descubrir que son los sueños.
El compositor Max Richter ha llevado su canción de cuna más larga del mundo (dura ocho horas) a los grandes palacios europeos de la música. Las salas siempre repletas y con aficionados en la puerta, todos dispuestos a pagar más de 100 euros para presenciar la original experiencia nocturna. Max es inglés y alemán a partes iguales, se formó en piano y composición en Florencia y en Edimburgo. Una amplia lista de discos de música clásica contemporánea le avalan, pero se ha hecho popular por componer bandas sonoras. Según la crítica especializada, fue su disco The Blue Notebook, de 2004, el que le abrió las puertas a la música de cine. Vals con Bashir, la cinta de animación del israelí Ari Folman, fue su estruendoso debut. El filme ganó el Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa. Folman narra cómo enterró sus recuerdos sobre la matanza de Sabra y Chatila, en el Líbano, en 1982. La banda sonora es el truco de magia, el conejo en la chistera de la película. La música de la serie de HBO The Leftovers también es de su autoría, como lo son las bandas sonoras de Shutter Island y Escobar.
En la antigua fábrica Boetticher, La Nave, aterrizó el piano de cola de Max Richter, acompañado por tres violines, dos violonchelos y una soprano. El Ayuntamiento de Madrid, convencido de que la cultura ha de ser accesible para todo el mundo, sea en Villaverde o en Malasaña, sigue apostando por la deslocalización de los eventos culturales y por los precios populares. La programación de los Veranos de la Villa--hasta el 3 de septiembre-- es ejemplo de esta línea de gestión cultural. Los 15 euros de la entrada daban acceso a una noche de música clásica con toques electrónicos que pretendía arropar y hacer soñar a espectadores en pijama.
Antes del comienzo de las primeras notas, que sonaron desde las diez y media de la noche hasta a las siete de la mañana, el director explicaba que, frente al estrés y el ritmo frenético de la sociedad, su espectáculo Sleep es una invitación a la relajación, a dejarse llevar por la música y a establecer un diálogo con los propios sueños. “Nos vemos en el otro lado” y, en absoluto silencio, los allí presentes, ordenados y repartidos sobre alfombras de colores, desplegaron esterillas, mantas y cojines, caricias a las parejas y, entre ojos como platos por el asombro y pelos de punta, retumbaron los primeros acordes.
Max Richter suele ser noticia por sus arriesgadas propuestas musicales. Todas ellas rozando la performance, los terrenos poco explorados, los nuevos caminos. Recomponer a Vivaldi haciendo variaciones sobre las Cuatro estaciones y grabarlo en el disco Vivaldi recomposed le valió tres llenos absolutos en el Auditori de Barcelona en mayo de 2017. Además, su versión vivaldiana de El invierno abre los episodios de Chef’s table, la exitosa serie culinaria de Netflix. Este mismo año también estrenó un ballet basado en Orlando, Las olas y La señora Dalloway, tres de las novelas más conocidas de Virginia Woolf, en la Royal Opera House de Londres. Su Woolf Works se proyectó conjuntamente en cines de toda Europa.
En el bálsamo de paz de Sleep la luz baja y la música sube. Los focos, instalados en el suelo y apuntando al cielo, convierten los 12.317 metros cuadrados de La Nave en una cama colectiva gigante y azulada. El añil funcionará como una débil antorcha que algunos de los asistentes aprovecharán para escribir sobre las sensaciones musicales o para lo que muchos hacen antes de dormir: leer. En el documento de instrucciones para disfrutar la noche figura que “no está permitido el consumo de alcohol ya que afectaría a los ciclos de sueños y a la experiencia sonora”. A base de agua y manzanas verdes --disponibles gratis para los asistentes--, y en medio de un silencio en el que ni los besos suenan, los graves de la música entran por los oídos y retumban en el cerebro. Conforme la partitura avanza, los enamorados se arriman, los amigos se sonríen, los cuerpos reposan. Los melómanos, acompañados por los violines, van cayendo poco a poco, como fichas de dominó. Y en esa caída, con la magia del ambiente, los presentes van tentando a Morfeo.
En la profundidad de aquel sueño musical, los espectadores se desploman por los abismos de la noche, se topan con pesadillas o historias felices, o mantienen el duermevela mientras descubren que las luces que se atisban tras las claraboyas del cielo semejan las de un barco pirata en los Mares del Sur. Los dormilones, de la mano de la melodía, van desconectando. En ocasiones la música es susurrante, en otras estridente, pero tarde o temprano la reiteración melodiosa de los violines vence a los ojos, que se entornan. También hay ronquidos, alguien resopla con fuerza, hay mimos tranquilos, palabras pausadas que derivan en murmullos. Y, al amanecer, la realidad supera al sueño. Ocho horas dormitando en un hechizo que se acaba con los últimos compases y con una ovación unánime para el compositor y los intérpretes. Mientras el público se despereza al ritmo de las palmas, la luz de la mañana se cuela por las ventanas dando los buenos días.
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Rocío Niebla
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