SITIOS DE VERANEO
San Lorenzo de El Escorial: antes todo esto eran picatostes
Ángeles Caballero 2/08/2017
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A los nueve años yo tenía muchas ganas de playa y muy pocas de pasear. Más de tres décadas después las tornas han cambiado, pero ésa es otra historia.
A los nueve años yo era la más alta de mi clase de chicas de colegio concertado y me llamaban Tachenko. Tachenko era un ruso con bigote que jugaba con bigote con la URSS, no esa banda de rock de ahora, y eso que oyen de fondo son las risas enlatadas desde los 162 centímetros en los que me quedé. A los nueve años mi padre y mi madre decidieron que ir a Castellón era una paliza tremenda en coche, sobre todo teniendo en cuenta que la hija mayor, 14 años de diferencia con la pequeña, tenía ganas de todo menos de aguantar en vacaciones de verano a progenitores y a esa hermana que muchos pensaban que era hija precoz.
A los nueve años pasé mi verano en San Lorenzo de El Escorial. “Está cerca, es un paseo y así no te mareas en el coche”. “Ya verás lo bien que dormimos por la noche, que hace mucho fresco”. “Con lo que hablas, enseguida harás amigos”. Creer a los padres está sobrevalorado, pienso hoy. Pero entonces caí en la trampa, y pensé que era cierto. Así que nos plantamos en la sierra dispuestos a pasar un mes y medio felices y contentos. Mi padre iría y vendría a trabajar a Getafe y sería el inicio de una preciosa amistad entre el norte y el sur de Madrid. Mentira.
El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial es la octava maravilla del mundo. Me lo repetía cada día (siempre fui una empollona en busca de aceptación) mientras paseaba con mis padres por la lonja. Sí, pasear por la lonja (“majestuosa”, repetía mi padre una y otra vez como para hacerme sentir una privilegiada). Yo lo que me sentía era una pringada, una especie de anciana bajita y aún sin caderas haciendo cosas de gente mayor. Pasear, tomar un helado y oler el incienso que salía del Patio de los Reyes cuando tocaban las campanas llamando a misa. Fijarme embelesada en los señoriales cardados de las terrazas, con esos picatostes con café con leche de la calle Floridablanca, que es la calle mayor de todos los pueblos de España pero con más solera entonces que ahora. Señoras enseñoradas, peinadas, enjoyadas y maquilladas con un virtuosismo que hoy serían carne de tutorial. Así, cada día.
Una tarde mi padre me echó al ruedo, un ruedo en forma de parque al que se suponía que iban niños de mi edad. A mí me parecía todo endogámico y pijo (esto lo supe tiempo después, en la adolescencia). “Venga, preséntate, con lo simpática que eres”, me decía. Yo llegaba con mi pelo cortado a media melena y mi disfraz de niña de Chamberí o Retiro e intentaba camuflarme, pero enseguida me pillaban. Así que acababa jugando un rato y al final me iba al quiosco a comprarme una bolsa de pipas. No se rían, por favor, que lo pasé fatal entonces.
Pero además de empollona nací terca porque el mundo me hizo así, y además soy hija de Capricornio y Tauro, qué esperaban. Me pasé veranos enteros paseando, oliendo a incienso y socializando con gente que tenía edad de abuelos; también odiando mi cruel destino como personaje de novela de Jane Austen cuando mis vecinos de parque se hicieron adolescentes y entonces sus padres les dejaban ir “al Escorial de abajo”, que era donde se supone que uno iba a ligar pero que no dejaba de ser la filial del Pachá y el Jácara de turno en la sierra. Otro sitio en el que no encajaba. Porque los que iban a clase durante el año y compartían barrio en la capital luego se enrollaban en verano. Al menos aquí no me comía unas pipas sino que me tomaba una coca-cola. Vivir al límite lo llaman.
Un verano vinieron dos amigas de Getafe en el autobús desde Moncloa porque eran las fiestas de San Lorenzo. Nos fumamos un cigarro mentolado por la noche en las puertas del monasterio y yo sentí que había sido la más transgresora esa noche. Madre mía.
La historia tiene un final feliz. Porque logré integrarme. Coincidió con mi salida del nido sureño, cuando me fui a un colegio frente a El Retiro (¡por fin!) a estudiar COU. Entonces llegaron las vacaciones, pregunté a mis compañeros de clase dónde se iban de veraneo (que es una palabra que hay que decir si aspiras a burgués en esta vida) y algunos me contestaron que a San Lorenzo de El Escorial. Y me vengué. Me pasé un verano de casa en casa, cada cual más grande, rodeada de gente a la que había prestado los apuntes durante los meses anteriores. Intenté, para integrarme aún más, ligarme a uno de mi clase que ya me gustaba desde primavera. Por supuesto, no me hizo ni caso, y acabó enrollado con una morena de 1,80 llamada Onica y de matrícula de honor que iba a estudiar Medicina. Cómo se compite con eso, a ver.
He ido unas cuantas veces desde entonces. Vestida de domingo y con los míos. Acabo diciendo cosas muy parecidas a las que decían mis padres, les hablo de Felipe II y diciendo cosas tipo “antes todo esto eran picatostes”. Ahora en los bajos de los edificios señoriales hay un Marco Aldany y un chino, y el sitio donde se sentaban las señoras, el hotel Miranda Suizo, lleva tiempo cerrado después de una etapa gestionada por ese prócer de los negocios llamado Arturo Fernández.
Ya no hay toneladas de laca por las calles pero sí mucha ropa de Decathlon. Ahora los hijos de las señoras de entonces estarán en otra parte, añorando tiempos pasados. O no. Sigue habiendo demasiados turistas en el monasterio y Croché sigue siendo un sitio delicioso en el que tomarse un café, un lugar medio escondido en el que Woody Allen podría arrancar cualquiera de sus películas. Pero estamos en la sierra, no en el Upper West Side. Menos mal que sigue estando a un paseo de casa y hace más fresco que en Madrid.
Decía Sabina algo así como que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Tenía que haberle hecho caso. O haber escrito una novela entonces. Otra cosa a la que llego tarde.
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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