CINE Y PERIODISMO
Antonioni, Nicholson y el misterio de 'El reportero'
En la road movie rodada por Antonioni en 1973, Jack Nicholson protagoniza junto a Maria Schneider una huida geográfica y de sí mismo, hecho energía suelta, magma periodístico y aventurero, con la escapada como única defensa ante la decepción profesional
David Felipe Arranz 6/08/2017
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9 de agosto de 1973, hace ahora 44 años. El equipo de rodaje de El reportero (Professione: Reporter) capitaneado por el cineasta italiano Michelangelo Antonioni llega a Almería, y el 11 de septiembre, ya con Jack Nicholson y Maria Schneider dando vida a los protagonistas, les sorprende a todos el golpe de Estado de Pinochet en Chile y la muerte de Salvador Allende. Mientras, el director de El desierto rojo llena de un protagonismo novelesco y de honestidad ética la provincia andaluza: uno de los planos más misteriosos e inexplicables de la historia del cine acaba de pergeñarse en un país, el nuestro, que todavía no es democrático. Allí Antonioni traza su caligrafía laica, su desasosiego metafísico y elegante, la ruina lejana del periodismo, en medio de tanta religiosidad postconciliar. Y Carlo Ponti, el mogol de las coproducciones, reúne talento y produce, para las incertidumbres del futuro, una épica alternativa sobre la decepción, el amor, la soledad y la muerte.
Muchos lo han calificado de anti-thriller, pero lo cierto es que este filme de Antonioni es considerado hoy en día una obra maestra rodeada del halo de ambigüedad y misterio que sus creadores quisieron otorgarle, con aquel sol de verano africano filtrado por las ventanas rectangulares del hotel en las escenas iniciales. La película plantea la posibilidad descomunal de un fiasco, el periodismo como la quiebra identitaria final. Su protagonista, al que da vida un Jack Nicholson en estado de gracia –muy en la línea del Robert de Mi vida es mi vida–, inicia una huida geográfica y de sí mismo, hecho energía suelta, magma periodístico y aventurero, con la escapada como única defensa ante la decepción profesional (que es, en el fondo, también la vital).
Antonioni narra así las veinticuatro horas en la vida de un reportero, tiempo que transcurre en el Norte de África (desierto del Sáhara), Londres, Múnich y, finalmente, España (Barcelona, Sevilla, Málaga, Marbella y Almería –Aguadulce, Rioja, Retamar, Cabo de Gata, Vera y Tabernas–). El reportero es, en definitiva, la historia de una huida por Europa. Pero también es el final de un hombre; o la desintegración de un oficio, tal y como quisieron retratarla Mark People, Peter Wollen y el propio Antonioni: entre el atormentado Ulises de La Odisea y la displicencia solar y canalla del George Hamilton de El hombre de Marrakech. El cine nunca hasta entonces había pensado así el periodismo, con tanta asunción quieta de errores, como una chamuscadura íntima y trágica: la pérdida del revoco ilusionante de la profesión, con el último rastro romántico resbalando por la espalda tostada de aquella España tardofranquista y de turisteo marbellí… que ya no existe sino como relato. Como mito. El reportero es una de Alfred Hitchcock a lo almeriense con una Maria Schneider recién salida (dos años atrás) de recibir la mantequilla del tándem Brando/Bertolucci. Muy trastornada e irritable, la Schneider dudó, empezado ya el rodaje, de si protagonizar o no aquel guión contumaz e irracional al que le intuía un sentido profundo, como lo tenía El último tango en París: la vida es una peripecia circular, aliviada por momentos de pasión, que no conduce a ninguna parte. Sartre en estado puro.
El afamado periodista inglés David Locke (Nicholson) sabe que en los Estados Unidos es para los telespectadores esa clase de estrella televisiva más famosa que sus entrevistados, y vuela al norte de África, en un arrebato improvisador, para entrevistar a un grupo de guerrilleros. Cuando su todoterreno queda atrapado en el desierto, Locke echa a andar hasta el hotel más cercano, donde asume la identidad de un huésped que acaba de fallecer en el cuartucho contiguo, Robertson, en realidad un traficante de armas, e intercambia sus fotografías en los pasaportes. Locke se encuentra a sus treinta y pocos años en medio de una crisis prematura y asumirá las consecuencias de sus actos a lo largo de una narración en la que quiso Antonioni que el metraje coincidiese con la ejecución real de los hechos, para que poco a poco fuese derramándose la licuada integridad de Locke, como si se tratase de una exudación ética, una expiación circular, el pago por el atrevimiento de anhelar su libertad, como en una novela de Kafka.
El reportero es más que una espléndida road movie: es un ensayo en imágenes con calores superpuestos, trampas vitales y un hado fatal, cuya espoleta activa Locke en el preciso momento en que decide ser “el otro”, asumir la identidad del muerto, suplantarlo, seguir contactando con los nombres de la agenda del finado y cobrar los 50.000 dólares por la venta de unas armas que Robertson hizo a un grupo terrorista africano. Cortada ya en seco la erótica estimulante del periodismo, también es para Locke un proceso de transformación de identidad: del motel africano que hiede a decadencia, muy a lo Paul Bowles y El cielo protector, al tráfico de armas en los hoteles europeos. Si un periodista nunca deja de serlo, Locke, entre sombrío y agnóstico, prolonga de forma secreta la decepción, la faena del reportaje, pero ya sin cámara; él es el último ateo de una religión que acababa de descubrir el caso Watergate en la sede de The Washington Post.
Locke es un impostor, un camaleón que hace “literatura” continuando la biografía apócrifa de un muerto con la ayuda de una chica anónima a la que se encuentra por casualidad: el periodismo como cosmopolitismo ya sólo le ofrece sudor y náusea. La gran mascarada de las guapas gentes de la televisión ha llegado a su fin, igual que filmó Sidney Lumet en Network. Un mundo implacable (1976). Ahora sólo queda el periodista vulnerable, a lo Rick Blaine de Casablanca, desnortado, trasterrado y, finalmente, asesinado en el lecho polvoriento de un viejo e infecto motel andalusí.
Más impresionante si cabe que la historia del reportero es la fotografía de Luciano Tovoli, capaz de capturar la nube densa del verano en dos continentes: la escena en la terraza de la Casa Milà de Gaudí tiene la frescura íntima de un galanteo y la sutileza erotizante de una confesión… “Solía ser otra persona, pero la vendí”, le dice Locke a la muchacha de la que comienza a enamorarse. Sólo al final, en la alucinante secuencia del coso de Vera, más allá del amor se intuye el extraño sosiego de la muerte, justo cuando esa señora de buen pasar que es su mujer –Jenny Runacre–, su perseguidora, su parca particular, da con el tálamo-túmulo final de Locke, mientras su chica le da movimiento a los pantalones de campana en un ajeno e inocente paseo por la plaza. El espectador acaba hipnotizado por el secreto de un plano que atraviesa literalmente una ventana de hierro forjado y gira sobre sí mismo tras seis minutos sin cortes. Un hito sin paliativos después de los trucos de La soga que montó el tío Alfred.
Antonioni simplifica al máximo y adensa las atmósferas: es un sacudidor irredimible. Demasiada incomodidad para la época con respecto a una película que ofrecía claves existencialistas y cuya importancia no reside tanto en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta. De hecho, Antonioni tardó seis años en que un productor confiase en él para producir su siguiente película, El misterio de Oberwald (1980): nadie podía permitirse una inquietud semejante: el torso de la Schneider, la insolencia de Nicholson, la escapada del matrimonio tóxico...
Observemos la escena del intercambio de identidades. Sobre la cama del difunto descansa de manera no casual el libro The Soul of the Ape, de Eugène N. Marais, ensayo que recoge la estancia del antropólogo en la extinta provincia sudafricana de Transvaal, durante tres meses conviviendo con los babuinos. Marais se suicidó de un disparo en Pelindaba, Pretoria, en 1936, y no parece fortuito que Antonioni haya dejado allí el volumen.
La extraordinaria elaboración del plano secuencia final, el penúltimo, rodado en la plaza de toros de Vera, se debe a que Antonioni no quería mostrar la extraña muerte del periodista. ¿Cómo es posible que aquella cámara Mitchell que rodaba en 35 mm. pasase sin dificultad por los barrotes de aquella España de forja, en pleno mes de septiembre? ¿Y que luego girase sobre sí, suspendida en el aire de la noche, para mostrarnos el cadáver de un periodista que acababa de ser asesinado fuera de plano? Un recurso formal que sigue sorprendiendo a los expertos y que Antonioni realizó con la ayuda de Luciano Toboli, que repitió una hazaña parecida en otro plano de Tenebre (1982), de Dario Argento. Un “truco” a la altura de este documento solar y existencialista, de esta historia nebulosa, minimalista y críptica, de monosílabos, que cuenta en algo más de dos horas la decadencia del ser humano.
Nicholson, consciente de la obra de arte que acababa de filmar Antonioni, compró los derechos de la película y la mantuvo fuera de circulación hasta que Sony, en 2003, negoció con él para editarla en DVD. Hoy, El reportero está considerada una de las mejores películas de la historia del cine y una lúcida y a la vez amarga reflexión sobre el periodismo, décadas antes de la crisis de identidad que vive la profesión. Porque la película de Antonioni, al igual que la vida, no ofrece respuestas fáciles.
Hoy sabemos que gracias a unos goznes instalados por el equipo técnico, la cámara pudo atravesar el forjado, que se abrió al paso del enorme aparato, que continuó filmando, suspendido de una grúa, una de las escenas más herméticas e inquietantes del celuloide. La decadencia del periodismo no tiene, por desgracia, una explicación tan concreta.
David Felipe Arranz es filólogo, periodista y profesor de Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha publicado varios libros y colabora habitualmente en prensa, radio (Capital Radio) y televisión (Non Stop People de Movistar Plus y “Secuencias 24” del Canal 24 Horas de TVE). Su último libro es Escrito al raso. Artículos político-festivos (2007-2017). (Pigmalión, 2017) @dfarranz
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