Crónica
El día del gran seísmo democrático
En Madrid, las acusaciones de golpe de Estado fueron mutuas. El PSOE no abrió la boca. El PP invitó a los catalanes a no volver. El Estado que conocíamos parece hoy una idea disgregada e irreconocible
Esteban Ordóñez 20/09/2017
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Quien llegara al Congreso en la mañana del día 20 de septiembre, pensaría que algo se había roto. Las placas tectónicas funcionan así: una va comiéndose a otra. La que devora, a su vez, se va combando, retorciéndose, acumulando una presión que el día en que se libera causa una catástrofe imparable. Las placas de Cataluña y España llevan años friccionando y el día 20 se sintieron las primeras convulsiones alarmantes. Al contrario que en los seísmos geológicos, en los terremotos políticos existe voluntad y, tal vez por eso, suceden primero las réplicas y luego la gran sacudida, que presumiblemente se desatará el 1-O. El desencadenante se conoce: muy temprano, la Guardia Civil irrumpió en los edificios de la Generalitat, detuvo al número dos de Junqueras y a otras 13 personas y secuestró diez millones de papeletas. En Cataluña, como marcan los protocolos antisísmicos, la gente salió a la calle. Madrid también comenzó a temblar.
Al bajar la Carrera de San Jerónimo, comprobamos que también aquí se empezaba a buscar la calle. Podemos y En Comú salieron a las escaleras del Congreso a protestar por las últimas acciones represivas contra los partidarios del referéndum. Irene Montero elevó la apuesta léxica: “No queremos presos y presas políticos en ningún lugar del mundo y tampoco en Cataluña”. Xavier Domènech se lamentó: “Se han roto los pactos básicos que vienen de la Transición, se ha intervenido el autogobierno y las instituciones, y vemos cómo altos cargos de la Generalitat de Catalunya están siendo detenidos”. Una veintena de ciudadanos gritaba consignas desde la acera de enfrente: “Detenciones no, democracia sí”, “Más negociación, menos represión”. Unos pasaban por allí y curioseaban. Otros vieron la convocatoria de En Comú y acudieron. Una mujer explicó que al ver la hiperactividad de la Guardia Civil en las noticias se había acercado porque suponía que algo iba a pasar. El autobús de Hazte Oír, con su naranja ciudadano y su instinto de oportunidad, atravesó San Jerónimo como una guillotina, cortando los eslóganes.
Algo se había roto, empezando por el interior de la Cámara. ERC y PDeCAT habían abandonado el pleno. Casi creíamos haber visto una imagen simbólica de la ruptura, una foto final que aparecería en los libros de texto: Cataluña se esfumaba del Congreso. Corrieron rumores de que la ausencia sería algo más que un gesto, que se prolongaría en el tiempo. Luego no decían que sí ni que no, o sea, que irían a unas comisiones sí y a otras no. El momento de la espantada, aun así, gozó de dramatismo. Rufián pidió a Rajoy que sacara “sus sucias manos de las instituciones de Cataluña”. Rufián se equivocaba, sin embargo. Rajoy no tiene las manos sucias, sería de agradecer que las tuviera y que a plena vista percibiéramos en su piel y en su ropa la mácula de las cloacas: no habría tanta confusión, no nos enredaríamos en la ficción de las competencias o de la supuesta independencia de los poderes del Estado y veríamos a las claras dónde está el origen de las actuaciones antidemocráticas.
Cuando salieron los diputados independentistas del Congreso, se oyeron gritos desde el ala derecha: “¡No volváis!”. La ruptura parecía total. Ese “¡no volváis!” era una expresión zafia de lo que el día anterior (19 de septiembre) representó la PNL de Ciudadanos que pretendía poner a cada uno en su sitio con respecto al conflicto catalán, es decir, ver quién está con los buenos y quién con los malos (“un pacto con Puigdemont no es la manera de salir hoy unidos”, dijo Rivera). Como señaló el PSOE, aquel texto tenía una intención clara: negar el diálogo. Y más allá: negar al otro como interlocutor legítimo. “No volváis” no significa estar en contra de una opción política, sino desear que desaparezca, que se desintegre.
El ala reaccionaria perdió la votación: los representantes de los ciudadanos rechazaron mayoritariamente las posturas de Rajoy. Ocurrió porque el PSOE se separó aquí de los autoproclamados constitucionalistas. Los socialistas se pusieron democráticos y pluralistas para tumbar una iniciativa parlamentaria no vinculante, aunque, luego, en la práctica, su apoyo al Gobierno se mantiene sólido. Precisamente, el mismo día 20 nos enteramos de que Sánchez se había reunido en Moncloa con Rajoy y luego se encerró en Ferraz. Margarita Robles apareció en el patio, ante los periodistas, pero desvió el camino. Supimos poco más.
El caso es que Rufián se equivocaba. A los españoles les cuesta ver las cosas a las claras y esto ocurre porque el Gobierno del PP es, cada vez más, un Gobierno policial, y lo es en los hechos y en la estética. Esto se detecta en cada intervención del presidente o de los ministros. Lo vimos, por ejemplo, cuando a mediodía del día del seísmo apareció ante los periodistas el ministro de Educación y Portavoz, Íñigo Méndez de Vigo. Salió, declaró y se marchó. No admitió preguntas. Se fue tan rápido que los periodistas no tuvieron tiempo siquiera de lanzar una pregunta para que se quedara en el aire. “El señor Puigdemont lleva tanto tiempo a las órdenes de las CUP que se ha olvidado de los fundamentos de la democracia”, señaló. “Nadie está por encima de la ley… Nadie está por encima de jueces y fiscales, que son independientes en un sistema de derecho… Nadie está por encima de las sentencias…”. Se repitió con un tic de tutor machacón. Méndez de Vigo ejercitó a la perfección el poder impersonal con el que el Gobierno está afrontando esta crisis territorial: sin permitirse un solo argumento político, aludiendo siempre a la divinidad de las leyes, aunque luego se las salten sin sonrojos. La policía aplica una fuerza que, en teoría, no le pertenece. El Ejecutivo está fingiendo hacer lo mismo.
Se marcharon del hemiciclo los partidos independentistas, pero se quedaron, al menos algunos de ellos. Por la tarde, Montoro iba a explicar en la Comisión de Hacienda las medidas tomadas para intervenir las cuentas de la Generalitat y querían estar presentes. A mediodía, en la cafetería, mientras los políticos comían sin despegar los ojos de los smartphones y secreteaban con sus compañeros de mesa, un par de ujieres ofrecieron otra visión de la sacudida histórica. “¿Qué tal la mañana?”, preguntó uno. “Bien. No he escuchado ni a Rajoy ni a Rufián… Bien”, respondió el otro, aliviado.
A la entrada de la Comisión, se pensó que iba a declarar Montoro ante las cámaras. Hubo alguna carrera, pero no fue posible. Prácticamente se materializó en su silla y comenzó lanzar advertencias: “Las actuaciones que hacen jueces y fiscales no son objeto de esta comparecencia”. Luego enumeró las razones financieras por las que Cataluña debería estar agradecida al Gobierno y quiso venderse como un leal protector: “No estamos actuando contra las autonomías. Todo lo contrario: estamos defendiendo el Estado de las Autonomías”, terció. Desde PDeCAT y ERC, el argumento fue tajante: el Gobierno había suspendido de facto el autogobierno catalán, había activado el artículo 155 por la puerta de atrás para evitarse controles parlamentarios. Desde Unidos Podemos compararon al Ejecutivo de Rajoy con el Gobierno turco de Erdogan. Algo curioso: las acusaciones de golpe de Estado fueron mutuas. El Estado que conocíamos, hoy, parece una idea disgregada e irreconocible.
La sesión, no obstante, no se desarrolló de manera tan bronca como en otras ocasiones. Los parlamentarios pensaban en la calle, allí estaba el epicentro. Pero existe otra lectura: la rotura de puentes ha llegado a tal punto que la acritud no cumple ninguna función. El Gobierno y los independentistas han dejado de habitar un terreno común en el que combatir, y ninguno de ellos le merece la pena: las instituciones, a día de hoy, han perdido protagonismo en el curso de los acontecimientos. Es la consecuencia de haber desterrado el debate político y de haberlo desplazado hacia los jueces y las fuerzas de seguridad.
Cataluña temblaba, Madrid también. A las 19:30, en la Puerta del Sol comenzó una concentración para apoyar el derecho a decidir. Volaban papeletas del referéndum, los manifestantes las recogían y las agitaban en el aire. Sobre la gente y sobre las papeletas, se oían helicópteros. Más abajo, la policía identificaba a algunos de los asistentes. Se gritaba a favor de la democracia, de la independencia, de la libertad de expresión, contra el gobierno del PP… Miembros del PNV (aliado del PP en los Presupuestos y en su continuidad en el Gobierno), ERC, PDeCAT y Compromís aparecieron ante las cámaras. Acudieron miembros de Unidos Podemos, que habían anunciado desde el comienzo su asistencia: a su alrededor se levantaban fotografías en cartón pluma con la imagen de Ada Colau y Manuela Carmena. Pablo Echenique interpretó la protesta como un apoyo a los “derechos civiles” y expresó que lo ocurrido iba más allá de la independencia: “El PP está socavando los derechos civiles no solo de los catalanes, sino de los españoles”. Mientras tanto, en Cataluña, el volumen de las protestas iba aumentando. Quedan pocos días para el 1-O. Dice Rajoy que el referéndum está desactivado; quizás, al hacerlo, ha desencadenado algo, ahora sí, incontenible.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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