OBRAS Y SOMBRAS
Umbral: la tinta y la venganza
Sólo vino, sí, a “hablarnos de su libro”, ese con que reescribió su vida para combatir el frío insoportable
Miguel Ángel Ortega Lucas 13/10/2017
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Se escribe en legítima defensa; muchos no sospechan hasta qué punto.
El hombre que tanta gente en España conoce sólo porque un día dijo en televisión que él había ido allí “a hablar de su libro”, y no de “lo que opine el personal, que me da lo mismo”, vino a este mundo precisamente, exclusivamente, a hablarnos de su libro. Quedó, aquella cosa de la tele –la cosa, decía él siempre–, en boutade frívola y folclórica que reponer a cada tanto, entre los colorines de Alaska y el milenarismo de Arrabal con Dragó. Pero la ironía está ahí, como una carcajada siniestra, vista hoy a buena luz: sin darse cuenta, Paco Umbral dio a Mercedes Milá aquella tarde una poética resumida y exacta de su vida.
Porque vino sólo a hablarnos de su libro, sí: el libro único, feroz e inabarcable de su guerra contra el mundo. Es decir, contra sí mismo. Por eso se escribe, escriben algunos descarriados, en legítima defensa; no para que les digan guapo cuatro bob@s en el Twitter, sino porque arrecia el frío a arañazos desde la infancia, porque sigue lloviendo luego en el costado más adulto, porque te dan duro con un palo y duro también con una soga. El libro, entonces, la obra, como una alquimia para la tristeza y el rencor. Ideas como puñales; frases –versos, en realidad– como fogonazos que deslumbran en una rosa y restallan con un látigo. La literatura, en fin, como Venganza.
No vino a hablar, claro, “de lo que opine el personal”, porque le importaba un carajo. Y seguramente todo, todo salvo su vida y la literatura (que lo mismo eran), le importaba eso mismo: ni las movidas ni los políticos ni las duquesas ni las “señoritas”, en último extremo. Aquí venía a opinar él, a imponer violentamente una mirada sobre el mundo: la proyección desamparada y cruel de sus ojos como lobos enfermos tras las gafas de concha. El muchacho ya viejo de melena airada que patrullaba los kioskos de Madrid echando cuentas de en qué revistas o periódicos no brillaba aún su firma, porque ésta tenía que estar en todos los sitios en los que había que estar. Más que convencer de nada, se diría que la cosa iba de vencer.
La cosa iba de ser “sublime sin interrupción”, como pretendía Baudelaire: algo harto difícil en general, y en la “provincia” del franquismo imaginémonos. Eso contaba en Las ninfas, enésimo retrato del artista adolescente: quería uno ser sublime sin interrupción en el Valladolid de posguerra, entre los versos de Darío, las muchachas de la calle y el supuesto primo tocando el laúd (¿era el laúd?) en la habitación azul; pero luego cualquier abuela o tía o madre le mandaba a la pescadería, o a por el pan, y se jodía el invento. Ese sueño de dandismo es sin embargo una de las pocas verdades contrastables de la vastísima autobiografía de ficción en que Umbral convirtió toda su obra, y toda su vida: precisamente porque para ser sublime sin interrupción había que transformar la vida en obra, y viceversa.
Muchos años después de la provincia también regaló una veta de oro a Lola Flores, en otro programa de televisión (entrevista, llamaron a aquella maravilla delirante): “Es que la gente no se merece la verdad. Nadie se merece la verdad”, dijo, como si hablara en broma: “Yo no vendo más que mentiras”. La verdad de su vida, la verdad de su infancia, no se la merecía aquella España de viejas del visillo; ni la España del visillo felipista ni ésta de viejas del visillo con banda ancha. Imponer una mirada, imponer un relato: la leyenda del joven Julien Sorel que llega a la capital para rendirle pleitesía, y de esa forma someterla. Pero el frío, siempre el frío: El frío de una vida, llamó Anna Caballé a su libro sobre él (2004), donde reveló, entre otras cosas, que el pequeño Francisco había crecido sin saber durante años que una de aquellas tías mitológicas era en realidad su madre. (Más recientemente, cadáver ya el dandi exquisito, Manuel Jabois completó el puzle revelando que su padre fue el abogado Alejandro Urrutia; Umbral se llamaba en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez). Por supuesto, no le hizo gracia alguna que Caballé viniera a tirarle el castillo, levantado pacientemente durante años de toneladas de tinta, de malditos y bufandas rojas (el frío era tenaz y literal).
Pero si ese castillo pudo en algún momento ser algo parecido a un hogar en que resguardarse del frío atroz de la infancia, la infancia rota de su único hijo, la muerte de su hijo (Pincho), en 1975, derribó de un soplo el castillo de folios, o lo terminó de congelar: “...No huyo mi dolor, no me lo dosifico (...). No quiero cucharaditas de plata para sufrir. A morro, directamente, bebo a borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo”.
“La silla de mi hijo, sola”.
Se escribe en legítima defensa; no saben muchos hasta qué punto, hasta qué necesidad aterradora y mendicante. Ese prodigio verbal que es Mortal y rosa, purgatorio y confesión ante el tribunal solo de su desolación (de nadie más: no habría ya, seguramente, nadie más que él, ante él, cuando se sentara a escribir), quizás le salvó la vida. Literalmente: algunos que le conocieron bien contaban cómo había que llevarlo a veces del brazo, como un herido desangrándose, muriéndose sin terminar de morirse. Una de aquellas viejas del visillo españolas le habló un día, en un ascensor, sobre los insondables planes de Dios cuando muere un niño, y estuvo a punto de matarla.
Quizás todo esto ayude a explicar –no a justificar; a explicar– que esa amargura fuera convirtiéndole paulatinamente en un animal de peligrosa compañía, según el caso; sus rifirrafes con otros personajes conocidos son notorios, y algunos como Pérez-Reverte y Jimmy Jiménez Arnau no se cortaron un pelo a la hora de devolver el golpe. “Cáncer de alma”, dijo este último que padecía Umbral. Pero sólo entendiendo que quien más sufre es el más capacitado para hacer daño podemos ponderar realmente la cuestión.
Y la gente no se merece, no nos merecemos la verdad: la terminamos usando casi siempre como papel higiénico. Mejor vengarse de la gente, de la infancia, del frío insoportable y de la catástrofe de este mundo, con bellas mentiras escritas en papel de lija. La historia, al cabo, cualquier historia, se escribe así: “El mundo descansa en el explotado o avanza sobre cadáveres. (...) El hombre sólo ha sabido erigir escaleras de peldaños humanos. Todo se hace a costa de alguien. Enseñar Historia o grandes monumentos es enseñar crímenes”.
También, por supuesto, enseñar la historia personal, levantar un monumento a la propia ruina, implica consumar el crimen contra el nombre; acuchillar el espejo a dentelladas de Olivetti: “Landas de sangre iluminan nuestro paisaje”.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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