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Tribuna

A propósito de Cataluña: cómo no argumentar en democracia

Luis Fernando Medina Sierra 14/10/2017

Carlos Echevarría

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No tuve más remedio que robarle el título a Albert Hirschmann ante la sorpresa que me llevé el otro día por Facebook. Una amiga que vive en Estados Unidos me escribía para hacerme una pregunta: tiene la oportunidad de venir a pasar un año sabático en una universidad de élite en Barcelona. ¿Debería aceptar con todo lo que está pasando? ¿No habría riesgos, sobre todo pensando en que tiene hijos pequeños?

Comencé a responder de inmediato y sin dudarlo. "Las probabilidades de que haya violencia son ínfimas," escribí. Iba a continuar diciéndole que aceptara sin preocupaciones. Pero me contuve: "Si no tienes que decidir ya, espera un par de semanas mientras se aclara qué va a pasar." Ella, con mucha amabilidad, me agradeció diciéndome: "¡Qué bien poder oír de alguien que no solo vive allá sino que sabe de política!" No me atreví a desengañarla. Vivo en España (en Madrid) y pago mis cuentas enseñando ciencia política. Pero de ahí a entender bien el proceso español, o a saber, lo que se dice saber, de política, hay un trecho enorme.

Han pasado unos días desde aquel intercambio y cada vez estoy menos seguro de lo que pienso. Me repito todo el tiempo que todo va a salir bien, que nunca una democracia con un ingreso per cápita de más de 6500 euros al año ha colapsado. (España ya sobrepasa los 30000.) La riqueza, parece, protege a las sociedades de muchos males (así genere otros, ya sé). Las guerras civiles ocurren en países pobres. Lo mismo las secesiones violentas. Incluso las guerras internacionales. Si además los países en contienda son democráticos, ni hablar. Es el tipo de cosas que le enseñamos todo el tiempo a nuestros estudiantes, especialmente cuando queremos parecer más "científicos." Pero en estos días no puedo evitar preguntarme hasta qué punto creo en todo esto. La pregunta de mi amiga me ha hecho pensar.

¿Hay alguna ley de la ciencia política que diga que entre millones de independentistas es absolutamente imposible que quince formen una célula terrorista? No seré yo quien le venga a recordar a los españoles que en democracias ricas puede haber terrorismo. Aquellos no tendrían base social. Serían rechazados masivamente por la sociedad catalana, incluso los independentistas más radicales. Pero podrían matar, digamos, diez, veinte personas, incluidos líderes políticos electos. ¿Estamos seguros de que el Estado tendría precisión láser para perseguir a los terroristas y únicamente a los terroristas? ¿Estamos seguros de que no habría presos inocentes, abusos y torturas?

No seré yo quien le venga a recordar a los españoles que en democracias ricas puede haber terrorismo. Aquellos no tendrían base social

Si el gobierno suspende la autonomía regional y no se inicia un proceso de diálogo, ¿qué viene después? Elecciones, en el mejor de los casos. ¿Y si hay boicot de los partidos de JxS? A simple vista parecerá fácil, sobre todo a quienes profesan un odio visceral por el independentismo. Pero, ¿se puede gobernar una sociedad sin los partidos que representan a algo más del 30% (o incluso el 48%, según como se mida) de la población? ¿No habría acaso un riesgo permanente de huelgas, protestas y movilizaciones extraparlamentarias, cada vez más beligerantes? ¿Quién dice que una economía rica del siglo XXI no tiene nada qué temer ante esta posibilidad? ¿No es acaso el turismo uno de los sectores más sensibles a este tipo de riesgos?

Dirán que estoy exagerando. Y sí. Por supuesto que estoy exagerando, estoy dejándome llevar por los peores temores. Pero, ¿cómo evitarlo cuando tantos se empeñan en abrir rendijas para los horrores del pasado? Acaso, ¿qué estaba tratando de decir Pablo Casado con su alusión a Lluis Companys? Está bien, me digo a mí mismo para tranquilizarme: Casado dice no ser historiador. Claro que yo, sin ser historiador, ni siquiera español, ya sabía del final trágico de Companys. En fin, igual tampoco ocupo un alto cargo en el PP. De pronto Casado estaba pensando simplemente en la pena de prisión durante la Segunda República. Pero, ¿no hablaba Casado también de ilegalizar partidos independentistas, partidos que cuentan con apoyo electoral de más del 30% de la población? Si eso ocurre, ¿qué debo decirle a mi amiga si es bien probable que en su universidad haya militantes de esos partidos? ¿Cuál es la cifra mágica del PIB per cápita a partir de la cual un partido ilegalizado de tamaño significativo no se traduce en cierre de periódicos, entradas de la policía a las universidades, con sus consiguientes disturbios, y gases lacrimógenos contra manifestantes? Si una cosa sabemos es que el PIB per cápita no vuelve a la gente más resistente a los gases lacrimógenos. Un impacto desafortunado puede matar igual a un sueco en Malmö que a un somalí en Mogadishu.

Debo confesar que, como extranjero que lleva varios años en España y que le ha tomado mucho cariño a este país, los acontecimientos de las últimas semanas no dejan de sorprenderme. Aunque cuando escribo estas líneas parece que ambas partes están retrocediendo del borde del abismo, no se puede negar que en cuestión de pocas semanas una de las democracias más ricas del mundo ha estado jugando con fuego. Ha habido ya muchos y muy sesudos análisis sobre los aspectos históricos, legales y políticos del conflicto de modo que me limitaré a hacer algunas observaciones sobre su forma de manifestarse.

Es verdad que lo que está en juego en la actual coyuntura son asuntos de fondo que comprometen la naturaleza misma del Estado español. Pero, ¿era necesaria tanta intemperancia retórica? Para criticar (merecidamente) los actos del Gobierno de España ¿es necesario hablar de la España de hoy como si fuera una dictadura fascista? ¿No ocurre acaso que a muchos gobiernos democráticos se les van las luces y cometen arbitrariedades sin que por ello dejen de ser democracias? Para criticar (merecidamente) los actos del Govern catalán ¿es necesario acusarlo de usar tácticas nazis y golpistas? ¿No ocurre acaso que muchos gobiernos democráticamente elegidos se extralimitan? ¿Son todos los unionistas españoles (en Cataluña o fuera de ella) falangistas que crecieron cantando "Cara al Sol"? ¿Todos? ¿Son todos los independentistas catalanes supremacistas herederos del darwinismo social del siglo XIX? ¿Todos?

Es fácil atribuir estos excesos al "temperamento español." Yo siempre he desconfiado de esas explicaciones. Alguna vez le preguntaron a Chesterton qué opinaba sobre "los franceses" y dijo: "No sé. No los conozco a todos." Prefiero buscar otro tipo de argumentos.

En la era del Estado-nación moderno, un consenso básico sobre la existencia misma del demos ha sido condición ineludible para el funcionamiento de la democracia. Pero, además de ineludible, es una condición tácita. Más aún, ineludiblemente tácita. No podemos formar un equipo de fútbol si no estamos de acuerdo sobre el hecho de que vamos a jugar fútbol y no hockey. Esto implica que todos entendemos las reglas fundamentales del fútbol tan bien que no necesitamos discutirlas todo el tiempo. Podemos tener desacuerdos sobre si determinado gol fue en fuera de lugar o no. Pero no podemos estar parando el juego a cada rato para decidir si los jugadores deben patear el balón o declamar un poema. Del mismo modo, podemos tener desacuerdos sobre si un juez debe o no prohibir un evento sobre el "derecho a decidir" en Madrid (yo creo que no). Pero no podemos estar discutiendo todas las semanas si las leyes aprobadas por el Congreso rigen solo hasta Zaragoza o si alcanzan hasta Perpignan.  

No podemos formar un equipo de fútbol si no estamos de acuerdo sobre el hecho de que vamos a jugar fútbol y no hockey

Sean las que sean, vengan de donde vengan, las bases de estos consensos básicos se han mantenido relativamente estables en el tiempo. A quienes venimos del otro lado del Atlántico nos parece un poco exótica la insistencia en que se cuestionen las fronteras entre estados por razones culturales. Las fronteras en América Latina, como las que separan, por ejemplo a Argentina de Uruguay o a Colombia de Ecuador, obedecen a accidentes históricos que hoy en día parecen bastante arbitrarios. Por otro lado, cada país latinoamericano alberga dentro de sus fronteras grupos que difieren entre sí mucho más que lo que pueden diferir castellanos y catalanes. Eso sí, lejos de ser algo ejemplarizante, la coexistencia de esos grupos ha estado marcada por la opresión histórica de los pueblos indígenas, algo que solo hasta ahora empieza a ser reconocido explícitamente en las constituciones americanas.

Pero debido a la globalización, vivimos en un momento histórico en el que dichos consensos son mucho más frágiles. En esa medida, es probable que el actual conflicto político en torno a Cataluña no sea un atavismo español sino más bien una alerta temprana de problemas que se avecinan en otros países. Las ciudades-estado, algo que parecía una reliquia medieval, han adquirido de nuevo viabilidad como lo demuestran Singapur y las mini-monarquías del Golfo Pérsico. Las élites educadas, bilingües y digitales, de Bogotá y Bangalore tienen acceso a plataformas de servicios y opciones de consumo similares a las de las élites de Boston o Berlín o Barcelona, mientras que a pocos kilómetros de distancia pueden encontrar, en sus propios países, reductos de miseria que más parecen del siglo XIX.  

De modo que tal vez no deba sorprendernos que la cultura política española haya llevado tan mal el actual conflicto. Al fin de cuentas, España está adentrándose en una situación para la que la historia es una guía muy imperfecta lo cual, de paso, explica el constante abuso de los paralelos históricos que tanto abunda en estos días. (No. En Cataluña no existe un régimen de Apartheit hacia los no catalanes. No. Cataluña no es una colonia sometida al expolio de Madrid.)  

Como la democracia española es tan joven y no dispone de un "pasado útil" muy largo que digamos, le cuesta mucho trabajo generar un imaginario común para gestionar la diversidad. Por eso seguramente fue tan bien recibida aquí por los grandes partidos la idea de Jürgen Habermas sobre "patriotismo constitucional." Según esta idea, la Constitución misma, sus garantías a los derechos humanos fundamentales, su defensa de valores universales de igualdad ante la ley, podía ser su propia fuente de generación del demos en una especie de ejercicio de autoreferencialidad. Es decir, los principios de la Constitución regulan la vida política de los españoles que, a su vez, se reconocen como españoles por el hecho de compartir los principios de la Constitución.

En principio no es una mala idea pero claramente ha resultado insuficiente en España. Se le ha dado un uso político desafortunado que, lejos de cohesionar la sociedad, termina por dividirla más. Si la Constitución del 78 es vista como un texto sagrado emanado de una higuera en llamas y no como un pacto perfectible entre ciudadanos, entonces no existen desacuerdos políticos para gestionar sino actos de alta traición que solo se pueden conjurar por la fuerza.

Posiblemente el mismo Habermas, en otras partes menos conocidas de su obra, ha dado algunas claves sobre el problema. No es éste el sitio para entrar en detalles pero baste con decir que para Habermas, la democracia moderna debe su legitimidad a que reposa sobre bases de argumentación racional y la argumentación racional, por su propia lógica, impone unas condiciones básicas a quien quiera participar. Así como las reglas del fútbol permiten que se forme una comunidad de futbolistas, de personas que se reconocen unos a otros como participantes de ese conjunto de reglas, las premisas de la argumentación racional generan ellas mismas una "comunidad ideal de discurso."

Entre aquella "comunidad ideal de discurso" y las comunidades formadas por gente de carne y hueso hay una brecha enorme que ha generado muchos debates en torno al edificio habermasiano. Pero bien vale la pena explorar esta idea con calma para el tema que nos ocupa.

Entre jurisconsultos estadounidenses existe la doctrina (criticada por los más conservadores) de la "constitución viva." Según esta doctrina, la Constitución americana no es solamente el texto escrito en 1789 sino también el conjunto de prácticas y consensos que han venido surgiendo a partir de ella durante más de dos siglos. Del un modo análogo, podríamos decir que si de lo que se trata es de que la Constitución española sea la base misma de generación de un demos, esta tarea descomunal solo se puede acometer si se la ve como una "constitución viva" que se tiene que ratificar continuamente no solo en los actos legales sino en las prácticas de la esfera pública. Un texto, especialmente un texto secular, no puede por sí mismo generar una comunidad.

Si esto es así, el reto al que se enfrenta España (que, como ya dije, tal vez vaya a ser el reto de otras sociedades en un futuro no muy lejano) es el de cómo crear una identidad democrática, es decir, una identidad que no dependa de cultura, lengua, hechos diferenciales sino de los principios mismos de la democracia. No sabemos si eso es posible. Las democracias han sido aceptadas como reglas de convivencia entre personas que derivan su identidad de otras fuentes, no como bases mismas de la identidad de los ciudadanos.

En todo caso, si fuera posible crear dicha identidad democrática, dos cosas están claras. En primer lugar, será un proceso lento, lleno de errores. En segundo lugar, los eventos de las últimas semanas son un muy buen ejemplo lo que no hay que hacer.

Se ha señalado mucho en estos días cómo el Gobierno de España ha tratado de resolver por las vías judiciales un problema político. Fue, estoy convencido de ello, la fuente de muchos errores. Los defensores del Gobierno dicen, con razón, que una democracia solo es posible sobre la base del respeto a la ley y que, por tanto, era el deber del Gobierno defenderla a nombre de las "mayorías silenciosas." Pero en el mejor de los casos esa es una respuesta de corto plazo a un problema muy complejo que lleva ya varios años.

Para la construcción de una identidad democrática el concepto de "mayoría silenciosa" es peligroso. Yo no puedo decir, en un contexto de argumentación racional, que soy el representante legítimo, democrático, de una mayoría y simultáneamente decir que esa mayoría es perennemente incapaz de expresarse por sí misma, de argumentar. Puedo justificar medidas legales en un momento dado, por supuesto. (Si alguien va a poner una bomba en el Congreso no podemos esperar a que la comunidad ideal de discurso lo disuada de hacerlo.) Pero no puedo aceptar ese silencio como una condición permanente. En todo este trance ni el Gobierno, ni voceros de su partido o de sus aliados, dieron un solo argumento para tratar de disuadir a los millones de catalanes que simpatizan con la independencia. Antes bien, el Partido Popular se refería a los independentistas en un vídeo como "hispanófobos" (¿ecos de la "Anti-España?), como si las visiones más extremas (muchas de ellas inaceptables) de algunos voceros del independentismo fueran compartidas sin ninguna capacidad crítica por dos millones de votantes. El independentismo, que gústenos o no es apoyado por muchos catalanes, fue siempre visto en este episodio como una patología que ni siquiera se puede discutir. Esto es insultante no solo con los independentistas sino también con los unionistas a quienes, implícitamente se les trata como párvulos que no saben cómo hacer valer sus puntos de vista en la esfera pública.

A raíz de la manifestación unionista en Barcelona del 8-O, muchos observadores, incluso corresponsales extranjeros, se referían a ella como el momento en el que muchos catalanes "encontraron su voz." Sí. Hubo presencia de grupos de ultra-derecha; no se puede negar. Pero si consideramos que cada vez que se llena una plaza en España es porque un puñado de extremistas está manipulando a centenares de miles de personas, entonces estamos implícitamente diciendo que España no puede ser gobernada por medios democráticos. En ese caso, si uno cree que el unionismo es, todo él, liderado por un grupo de neofranquistas, entonces la independencia de Cataluña no es un ejercicio democrático sino una maniobra de supervivencia. Entonces, ¿para qué referendos? ¿No es mejor independizarse ya antes de que los fascistas aplasten a Cataluña? Pero entonces, o esos fascistas-unionistas catalanes son una mayoría a la que le han lavado el cerebro, caso en el cual mal podría la nueva república ser democrática, o son una minoría que se puede contener dentro del marco institucional existente.

Pero, por otro lado, si dicha manifestación fue, como yo me inclino a creer, un saludable ejercicio de expresión democrática así haya convocado a figuras con las que discrepo (me ahorraré comentarios sobre el discurso de Vargas Llosa), ¿no quiere decir esto que el unionismo está suficientemente maduro como para dialogar? Si proclamo con orgullo que por fin hallé mi propia voz, lo lógico es que la use para dar argumentos, para persuadir y no para pedir a gritos paredón para mis opositores.

España está en una coyuntura crucial, tal vez la más delicada de su periodo democrático. Se enfrenta a retos muy difíciles, con una carga histórica que no ayuda y tratando de resolver sobre la marcha problemas a los que otras sociedades apenas se empiezan a asomar. En estos días se habla mucho de la imperiosa necesidad de reconducir el conflicto hacia la política. Es verdad. Pero a largo plazo se necesita más que eso: se necesita construir colectivamente una noción de ciudadanía que se basa precisamente en el conflicto y su gestión pacífica, más que en la ausencia del mismo, como fuente de identidad común y de solidaridad.

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Autor >

Luis Fernando Medina Sierra

Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).

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