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Durante los seis meses de gobierno de Trump, la seguridad en sí mismo del movimiento alt-right (derecha alternativa) ha crecido día tras día. “Estamos ganando”, leía el eslogan de las reuniones y los chats del alt-right, al tiempo que sus líderes insistían en que sus ideas pronto se normalizarían en la cultura política de Estados Unidos, de igual manera que el anteriormente marginado radicalismo cultural de principios de la década de 1960 había pasado a formar parte de la corriente dominante. Últimamente había empezado a preocuparme que pudieran tener razón.
Pero ahora creo que los acontecimientos de Charlottesville suponen el fin de una etapa muy importante dentro del movimiento alt-right. Su crecimiento aparentemente rápido había recibido el impulso (o al menos ganó músculo) a partir de una cultura online de odio compartido hacia la izquierda cultural. Esta reacción colectiva adquirió un matiz irónico y contracultural entre la masa de personas que no publican más que basura (shitposters) y los trols que están en contra de la corrección política (antiPC), que más tarde los medios de comunicación amplificaron con diligencia como hacen con todo lo que significa subcultura y es decididamente online.
Pero ¿cuántos de estos trols racistas están comprometidos con la violencia en el mundo real y con la potencial represión estatal, objetivos que el movimiento hará suyos a partir de ahora? La treta que han utilizado normalmente los miembros políticamente comprometidos del movimiento alt-right ha sido la de flirtear con el nazismo para después reírse de cualquiera que tomara esa actitud en serio, de manera literal. Sin embargo, tras el presunto atentado terrorista cometido por James Alex Fields en Charlottesville, que costó la vida a la manifestante del movimiento antifa (antifascistas de EE.UU.) Heather Heyer, el alt-right ya no puede seguir escurriendo el bulto utilizando la ironía. Además de que Fields utilizara un coche como arma letal (una táctica que tomaron prestada, irónicamente, de los simpatizantes del Estado Islámico en Europa), la demostración de músculo fascista que tuvo lugar en Charlottesville dejó suficientemente claro que los líderes más notorios y comprometidos no son frikis que habitan permanentemente en sótanos, sino milicias armadas hasta los dientes. No se trató de una caótica procesión de debiluchos jugadores de rol en vivo o raritos con caras de tonto y carteles de la rana Pepe, sino una procesión uniforme de nacionalistas blancos políticamente comprometidos, listos para emplear la violencia, y que cantaban consignas muy graves como “sangre y tierra” y “no nos reemplazaréis”.
Cuando Trump salió elegido, nuestra cultura mediática concedió al término “derecha alternativa” un amplio margen, que resultó ser convenientemente ambiguo para sus partidarios. Por aquel entonces, la cara más famosa de esta nueva sensibilidad joven, trumpista y trolera de derechas era Milo Yiannopoulos. En Breitbart, una publicación digital que Steve Bannon calificó de “plataforma del movimiento alt-right”, Yiannopoulos escribió con bastante simpatía sobre el movimiento alt-right. Sin embargo, para desgracia de Milo, nunca le devolvieron el favor: cuando su carrera profesional se vino abajo, muchos entusiastas del alt-right lo celebraron utilizando su característico lenguaje homófobo.
Mientras tanto, en la batalla por la libertad de expresión que se desencadenó en los campus universitarios, tras las enormes movilizaciones de Gamergate y otras, los que tenían mayores audiencias online eran los personajes del movimiento alt-lite (la versión light del alt-right, que rechaza la política identitaria): Milo, Mike Cernovich y Paul Joseph Watson. Estos alertaban sobre la amenaza del islam y la inmigración en masa, cargaban contra el feminismo, el igualitarismo, la corrección política, etc. Pero a medida que el momento político reclamaba más transgresiones provocadoras, más evidente se hacía el hecho de que apenas albergaban ideas o disponían de soluciones. En sus arengas a los estudiantes, durante su tour Dangerous Faggot (marica peligroso), Milo les empujaba a entrar en una especie de delirio histérico, que concluía con muchos estudiantes masculinos-- generalmente ataviados con gorras de Make America Great Again-- gritando “¡arriba el muro!”. Estos arrebatos xenófobos, claramente autoritarios, rozaban los límites de la crueldad y la deshumanización contra los refugiados y los inmigrantes, y alcanzaban registros de expresión claramente fascistas. Pero, si la civilización occidental estuviera realmente yéndose al traste y el bárbaro musulmán estuviera llamando a nuestras puertas, como sostenía el público de Yiannopoulos, sería necesario invocar algo más poderoso que un poco de “liberalismo cultural” para hacer frente a esa amenaza. Y, de esta manera, los que decían tener las respuestas y las ideas transformadoras (el movimiento alt-right propiamente dicho) llenaron el vacío.
El movimiento alt-right supone un evidente peligro para nuestra democracia, aunque tras los acontecimientos de Charlottesville parece haber disminuido. Ese posible retroceso en la política nacional puede distraernos hasta el punto de no detectar otros peligros. Este tenso momento de ajuste acarreará seguramente nuevos riesgos, y después de ver la reacción hiperbólica y la campaña online de insultos desatada tras Charlottesville, todo indica que algunos de esos riesgos están aquí para quedarse y convertirse en graves y perdurables amenazas. La casi caricaturesca villanía de la extrema derecha permitirá al centro afianzar su poder, y eso podría, aunque parezca irracional, producir otra ola de depuración y caza de brujas que una izquierda estadounidense, cada vez más popular, estaba empezando a superar. Por ejemplo, podríamos asistir al resurgir de un ciudadano centrista y neoconservador que, embarcándose en una cínica culpabilización generalizada, utilizara la retórica del alt-right contra la oposición de la izquierda al “cambio de régimen” en Siria, porque el movimiento alt-right también se posicionó contra la intervención estadounidense en Siria. De igual manera, los partidarios de izquierdas que se opusieron a Hillary Clinton o que apuntaron de manera particular la “ansiedad económica” o la movilidad descendente de los blancos como causas del auge de la derecha trumpista, podrían comenzar a recibir críticas por justificar y, en consecuencia, dar alas a los nazis. En realidad, si cualquiera de los grandes historiadores del período nazi escribiera hoy sus libros, se les denunciaría por introducir contextos interpretativos --todos lo hacían-- porque en la actualidad el contexto ha sido reclasificado como una forma de culpar a los demás.
En este momento tan trágico que vivimos, son muy pocas las personas que querrán dar un paso atrás y hacer las preguntas complicadas de verdad. ¿Qué tiene el movimiento alt-right para conseguir capturar la imaginación de tanta gente joven y seducir a otros tantos más? Y si es cierto que los convencidos del alt-right se aíslan más, pero son cada vez más militantes, ¿qué será de los jóvenes, sobre todos los hombres, que se han radicalizado con las ideas del alt-right y a los que nunca nadie ha intentado convencer de lo contrario? ¿Cuáles son las consecuencias reales de obligar a estos personajes a salir de su fantasía medio irónica y anónima de internet y dejarlos que coqueteen con tácticas violentas fuera de internet?
Personajes como Richard Spencer y estrellas de internet como Millennial Woes resultan atractivos por una razón muy clara: porque hablan del fin de la historia y de reiniciarla, porque evocan el sinsentido de la vida occidental contemporánea, del vacío de nuestra cultura consumista nihilista y atomizada, y porque denuncian una sociedad que no representa ni cree en nada. Los exaltados discursos de Spencer prometían el orgullo y la dignidad de la identidad, una historia épica, basada en una ascendencia remota, con un hermoso futuro y un espíritu profético de posibilidades ilimitadas, en un mundo de centros comerciales, personas extrañas y expectativas vitales cada vez menores. La pasión que este movimiento ha suscitado entre la gente joven, sobre todo entre los hombres, provino de algo real: el deseo de pertenecer a algo más grande que el individuo y a una historia más larga que la duración de una vida individual y solitaria.
Parece que ahora se está produciendo un punto de inflexión clave en la evolución de la autodefinición del movimiento alt-right. En el tiempo que llevo observando el movimiento alt-right, nunca hasta ahora había visto a sus partidarios tan inseguros, tan tambaleantes, desbordados, buscando excusas. Por ejemplo, en 4chan/pol/list, los usuarios debatían si seguía siendo una buena táctica hablar abiertamente de un estado étnico blanco y si los portavoces con más aplomo y menos remordimientos debían ser sustituidos por otros que mantuvieran posturas menos extremistas. Curiosamente, el movimiento alt-lite y el amplio entorno que rodea a los nacionalistas blancos del movimiento alt-right propiamente dicho ya se han distanciado de los líderes más volátiles de Unite the Right en Charlottesville, y es probable que ese nexo crucial de afiliación política se haya roto para siempre entre las descontentas legiones de internet del movimiento alt-right. ¿Qué sucederá con estos jóvenes militantes? ¿Se reinventarán o desaparecerán al no existir una visión conductora del futuro?
Aun a riesgo de que mi propio trabajo quede obsoleto, creo que ese capítulo de la historia del alt-right sobre el que trataba mi libro (la cultura anónima de troleo en internet, las evasivas constantes y el tono irónico, y el batiburrillo de grupos dispares unidos por la cruzada de anticorrección política [AntiPC]), ha llegado a su fin y ahora comienza una nueva etapa. El movimiento alt-right en sentido estricto se hará más militante, se aislará, se concentrará en algo y será cada vez menos ambiguo.
Sin embargo, la parte del movimiento que quiere llegar hasta las últimas consecuencias es todavía muy pequeña. El personaje más popular de la política estadounidense ahora mismo es Bernie Sanders, un judío socialista, y la popularidad de Trump está en mínimos históricos. Una política de oposición constante a la extrema derecha no será más que un eterno juego del gato y el ratón si la única visión del futuro que existe en el ambiguo desierto semántico que ha creado el sistema político es el dantesco modelo de modernidad inventado por Silicon Valley. La tarea de inventar una política que ofrezca algo significativo, hermoso, esperanzador, nuevo y utópico no admite atajos. Conseguir una visión más amplia de esta triste historia debería ser el trabajo de nuestra generación.
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Traducción de Álvaro San José.
Este texto está publicado en The Baffler.
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Autor >
Angela Nagle (The Baffler)
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