Tribuna
Mesianismo hundido y régimen apuntalado
Costará hacer creíble desde Catalunya una opción republicana seria. Y no menos lograr la confianza para una propuesta de un Estado federal plurinacional para España
José Antonio Pérez Tapias 1/11/2017
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La secuencia de hechos que se ha dado en Catalunya no ha constituido, en verdad, acontecimiento alguno que merezca tal consideración. Tampoco ha dado algo así lo que ha sucedido, de manera reactiva, en el conjunto de España y, en especial, en las altas instancias del Estado. De suyo, si en algo pueden coincidir las dos partes enfrentadas en el conflicto es en hablar de fracaso de la política. Pero ocurre, como lamentablemente es costumbre, que cada parte pone todas las culpas en la cuenta de la otra. Observando tan poco ecuánime reparto, merece la pena reparar en aquella rotunda frase del filósofo Gadamer diciendo que, en conflictos tales, “la culpa nunca es sólo del otro”. Pero hace falta aprendizaje –aprendizaje que no se ha hecho--, para reconocerlo, lo cual provoca que el fracaso continúe dándose. Y cuando estamos en medio de un fracaso de esta magnitud, ¿qué acontecimiento se puede reconocer que sea instaurador de nuevas dinámicas y revelador de su sentido? Por ahora no se vislumbra. El fracaso, y más si no se asume autocríticamente la cuota de parte en él, promueve la regresión. En ella estamos.
En estos últimos meses del “procés” conducente a la efímera y surrealista “declaración” de la república catalana como Estado independiente –proclamada en sedes oficiales a base de circunloquios, aunque declarada directa y enfáticamente como supuestamente real en modos informales--, la figura de Puigdemont como president de la Generalitat, hasta su destitución por el Gobierno de España aplicando el artículo 155 de la Constitución, ha catalizado en gran parte la marcha del mismo. Obviamente muchos otros protagonistas le han acompañado, desde la presidenta del Parlament hasta los más de dos millones de personas que –sin censo fiable-- participaron en lo que fue convocado, sin llegar formalmente a serlo, como referéndum de autodeterminación de Catalunya. A la vista de todos, Carles Puigdemont, a pesar de situarse en el centro del escenario, ha presentado una actitud huidiza, tanto al eludir discursos en el Parlament como al marchar por la puerta de atrás hacia Bruselas, tras la intervención de la Autonomía catalana por el gobierno de España. Lo que por un lado se ve como búsqueda precipitada de amparo político en previsión de una orden judicial para comparecer en la Audiencia Nacional, acusado de delitos tan graves como los de rebelión y sedición –queda por ver en qué se sustancia dicha acusación de la fiscalía--, por otra se aprecia como intento de internacionalizar el conflicto, mas con pocos visos de éxito.
Es indudable que un movimiento independentista que llega a plantear la secesión como se ha hecho en Catalunya –con todo en contra, tal como se ha llevado a cabo, para ser viable--, no se debe solo al tirón de una sola persona, por mucho que encarne las reivindicaciones que representa. Por el contrario, tiene causa en un sentimiento colectivo de humillación que, desde las circunstancias de no reconocimiento de Catalunya como nación política, arraiga además en una situación de descrédito de las instituciones del Estado y de crisis de un sistema socioeconómico que incide fuertemente en las vidas de las personas. No es ajeno a todo ello el modo en que la población, y de distinta manera según clases sociales, vive las consecuencias de la crisis económica por la que venimos pasando. En tal contexto, el horizonte de una república catalana independiente se aprecia por muchos como puerta de salida de una situación de injusto sometimiento y puerta de entrada a un futuro radiante de Catalunya como nación. El carácter virtual de tal apreciación visionaria no impide que ella haya sido compartida por millones de ciudadanos como posibilidad real, así percibida en virtud de un discurso político esgrimido desde las instancias de poder de Catalunya promotoras de su independencia, aunque ello colisionara con la lógica de los hechos. Ésta es descuidada en un irresponsable análisis que ya podría haber barajado criterios histórico-materialistas para explicar y comprender realidades económicas infraestructurales que no se pueden saltar en aras de una superestructura ideológica de enaltecido fervor patriótico. Cumple funciones de encubrimiento de la realidad una mitificación nacionalista que justifica de manera poco consistente –aparte de que sea objetivo a conseguir con toda su legitimidad-- el futuro inmediato de Catalunya como país al margen del Estado español.
Es tal encubrimiento ideológico el que permite canalizar emociones suficientes para lograr de muchos un apoyo incondicional al “procés” y al líder que lo encabeza. Cabe decir, y así me lo permito desde la distancia, que un ejercicio colectivo de fe aglutina a un amplio bloque de la ciudadanía, dispuesto a seguir al encumbrado líder de tal movimiento. Las bases sociales llamadas a sostener la independencia, convocadas como “un solo pueblo”, no han resultado ser el demos de una ciudadanía con todos sus miembros en igualdad de derechos. Más bien se ha dibujado el perfil de un etnos, con identidad colectiva fuertemente acentuada, que no impide dar paso a una nación dividida sobre la que de suyo es imposible construir en serio una república del tal nombre. La imposibilidad de ésta, puesta por otra parte en evidencia con la salida de bancos y centenares de empresas para reubicar, por lo pronto, su sede social fuera de Catalunya, viene dada políticamente de raíz, por cuanto una república no se puede construir dejando fuera a la mitad de la población.
Todo ello, sin embargo, no ha sido óbice para que el líder a la cabeza de tal movimiento lograra aglutinar a un amplio sector de la ciudadanía y sumarlo a la construcción del relato de una Cataluña independiente y, gracias también a eso, más próspera. Cabe apreciar así la imagen de un líder imbuido de espíritu mesiánico que, frente a los poderes de este mundo, mantiene y señala el camino hacia un Estado independiente. El pueblo, convertido emocionalmente en partícipe de imaginaria puesta en marcha de un nuevo “poder constituyente”, se mantendría ilusionado en el proyecto que se le ofrecía. Hasta que esa república, constituida de forma contradictoria de manera antirrepublicana, cual castillo de naipes, no resiste el embate, por más que en forma jurídica discutible, del “poder constituido” al que se opone.
La figura de Puigdemont, con el carácter trágico que le prestó estar al frente de una tarea percibida tan necesaria como imposible, basculó entre lo heroico, como hubiera sido asumir el riesgo de convocar él mismo elecciones autonómicas para salvar el autogobierno de Catalunya, y la probabilidad de ser mártir de la independencia, sea por el desprecio de los propios acusándole de traición, sea por el previsible enjuiciamiento promovido contra él por los ajenos. Cuando esta segunda posibilidad se ve incoada desde las instancias del sistema judicial del Estado, Puigdemont, como presidente cesado, aparece recordando la triste figura de los “falsos mesías”, coherentes en su desvarío, pero hundidos en su final. La historia muestra los múltiples casos de aquéllos en los que un pueblo adulado como elegido puso toda su fe para luego, una vez derrotado el presunto mesías, volver a su vida cotidiana invadido por la melancolía, a la espera, si se mantienen las convicciones –en este caso, en torno a una Catalunya independiente--, de poder impulsar de nuevo en el futuro la causa perdida. Se puede entrever que el independentismo va a sobrevivir, y no en tono menor –todo lo contrario--, a pesar de la caída de quien no supo o no pudo encauzarlo por un derrotero que consolidara su viabilidad.
No por abortar de manera inmediata el “procés”, ni por el hecho de que sea encausado quien queda patéticamente en medio de sus esperpénticos errores, resultan bien parados, más allá de sondeos de intención de voto, el gobierno del PP y sus aliados PSOE y Ciudadanos, promotores de una salida política con mucho de chapuza jurídica al aplicar el 155 como se ha hecho. El déficit democrático, por lo menos, y, por consiguiente, el carácter autoritario del proceder mediante el artículo implementado para acabar con el sueño otoñal de una independencia de ficción, vienen a reforzar en el límite el apuntalamiento de un régimen que, estando agotado, se ha visto ante el peligro de su resquebrajamiento.
El llamado “régimen del 78”, como orden resultante tras décadas de construcción del edificio político salido la transición de la dictadura a la democracia –transición con indudables éxitos, pero también con sus límites--, es el “orden” fraguado con la imbricación que viene de atrás entre poder político y poder económico, con la Corona como clave de bóveda de signo conservador para un sistema neoliberal con núcleo duro intocable bajo cobertura constitucional. Dicho orden es lo que se ha visto cuestionado como nunca, hasta afectar a la dimensión simbólica que el nacionalismo españolista patrimonializa a la vez que se refuerza el apego a una soberanía también mitificada, constituida en obstáculo para una verdadera solución al conflicto planteado. Curiosamente, un ufano Rajoy, elevado a “hombre de Estado” una vez convertido en el motor inmóvil de la respuesta ante el desafío independentista, al hilo de un 155 aplicado sin la previa cobertura legal que hubiera sido deseable y hecho todo con ribetes de estado cuasi de excepción, aparece apelando a una soberanía de corte schmittiano, la cual a estas alturas deja ver un indefendible decisionismo cuyos riesgos de deslizamiento a la arbitrariedad sólo tapan las ansias colectivas de salir del atolladero. El bálsamo de elecciones el próximo 21 de diciembre es lo que deja en misil inteligentemente manejado un artículo 155 concebido como botón nuclear que nunca debía apretarse. Una vez pulsado queda por ver si no es el misil en forma de boomerang que retorna con resultado electoral de difícil digestión. ¿Se ha pensado por dónde seguir?
Desgraciadamente, la misma manera como se ha ido gestando el conflicto de Catalunya y la consiguiente crisis del Estado, bloqueando una salida efectiva a la presión social y al atasco político, como hubiera sido la propiciada por un referéndum legal y pactado sobre los posibles modos de inserción de la realidad nacional catalana en el Estado español, ha dejado todo predispuesto para la regresión hacia una democracia incapaz de responder a las demandas de participación ciudadana, así como para quedar varados en un Estado de las autonomías agotado hasta el punto que una reforma de meros ajustes en el texto de la Constitución no va a ser la respuesta que necesita. Apuntalar no es reconstruir.
Si por el lado del independentismo catalán se olvidó, entre otras cosas, el consejo de Maquiavelo de que el pueblo se guardase de confiar su salvación a un solo hombre, por el lado de un régimen agotado no se quiere ver que el repliegue hacia la carencia de proyecto de un nacionalismo españolista sin capacidad inclusiva y de tendencia recentralizadora no es en modo alguno la vía por donde la reconfiguración del Estado, tras un nuevo pacto constituyente, debe avanzar. Metidos unos y otros en un juego de simulacros donde podemos constatar, siguiendo claves de Baudrillard, que se finge lo que no se tiene, todo resulta ser el mal espectáculo de simulaciones de liberación, por un lado, y disimulo del autoritarismo, por otro, dejando atrás los caminos del reconocimiento que sólo en un diálogo serio pueden recorrerse. Trabajo va a costar hacer creíble desde Catalunya una opción republicana seria. Y no menos va a suponer lograr confianza para la propuesta de un Estado federal plurinacional para España. Los que hemos sido tildados de “equidistantes” por los sectarios de las respectivas tribus seguiremos empeñados en mostrar lo que otros voluntariamente ignoran, lo cual no es sólo lo que otras voces dicen, sino también lo que una tozuda realidad señala. La responsabilidad por las consecuencias, de la que no se puede desentender una estrategia política que pretenda eficacia en la transformación social, no puede dejar de conjugar “intención utópica” y “principio de realidad”. No nos vale ni el ilusionismo político ni el pragmatismo ciego.
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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