TRIBUNA
El populismo y la necesidad de un nuevo contrato social
Si la riqueza se concentra en el capital, será necesaria algún tipo de democratización del capital
Manuel Muñiz 8/11/2017
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El mundo occidental se encuentra a las puertas de una convulsión política profunda y duradera. Lo que conecta acontecimientos aparentemente aislados como el Brexit, el ascenso del Frente Nacional en Francia o el nombramiento de Donald Trump como candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos es una quiebra general de la confianza en el orden liberal y las élites que lo representan. Esta pérdida de confianza ha empoderado a populistas de izquierdas y derechas, y es una reacción directa a un cambio profundo y estructural del modo en que se genera y distribuye la riqueza en nuestras sociedades. A menos que esta brecha estructural subyacente se aborde sin ambages, los propios cimientos de nuestro orden político se verán menoscabados. Será necesario, por lo tanto, que en la próximas décadas surja un nuevo contrato social mediante el cual la mayoría de nuestros ciudadanos sienta que obtienen una parte equitativa de las oportunidades y la prosperidad generadas en nuestras sociedades.
El orden liberal, constituido por mercados libres, el libre comercio, fronteras permeables y el estado de derecho, es un formidable generador de prosperidad. Si se analiza la prosperidad material, se mire como se mire, los datos no podrían ser más persuasivos: nunca hemos gozado de mayor prosperidad. Esto es del todo cierto a escala global donde el PIB ha pasado de 1,1 billones en 1900 a 77,9 billones en 2016 (ambas cifras calculadas en dólares americanos de 1990). Esto también es verídico a escala nacional. Estados Unidos, por ejemplo, recuperó en 2012 el PIB anterior a la crisis, lo cual significa que hoy posee más riqueza que nunca. Actualmente, el PIB per cápita de Estados Unidos es de 53.000 dólares, una cantidad más de diez veces superior a la de 1960. Las cifras de crecimiento son similares en el Reino Unido, España y otros países occidentales, los cuales, no obstante, están experimentando una profunda tormenta política. El hecho de que una creciente oleada de populismo esté cuestionando el sistema liberal es, por lo tanto, un fracaso de la inteligencia o, dicho de otro modo, una manifestación de nuestra incapacidad para administrar la prosperidad.
El desarrollo tecnológico y el subsiguiente aumento de productividad que ha generado están detrás de la explosión de riqueza descrita anteriormente. Y a su vez, también está detrás de lo que está alimentando nuestros problemas actuales. Los cambios tecnológicos provocaron que la fuerza física animal humana y animal se sustituyera por máquinas durante la Primera Revolución Industrial. Desde la aparición de los equipos informáticos avanzados, sin embargo, lo que ha empezado a ser sustituido en el ámbito laboral es la potencia de procesamiento; esencialmente ahora estamos sustituyendo los cerebros humanos por robots y algoritmos avanzados. Un informe reciente llevado a cabo por la Oxford Martin School calcula que cerca del 50% de todos los empleos actuales corren el peligro de ser automatizados en las próximas dos décadas. Muchos de esos empleos pertenecen al sector servicios, entre los que se encuentran, por ejemplo, algunos relacionados con la profesión jurídica, áreas contables, el transporte y otros. Los vehículos sin conductor, algo que sabemos que será una realidad en la década de 2020, ponen en peligro alrededor de tres millones de empleos solo en Estados Unidos. Además, ahora sabemos que desde la década de 1970 a hoy la productividad procedente de los bienes y servicios ha aumentado cerca del 250% mientras los salarios se han estancado. Se trata de un acontecimiento extremadamente significativo: nuestra principal herramienta redistributiva, la prosperidad que se filtra desde la productividad hacia los salarios, ha dejado de funcionar.
Mayor productividad, menores ingresos
La desvinculación entre la productividad y los salarios es lo que explica el estancamiento estructural de los sueldos de la clase media y el aumento de la desigualdad en el seno de nuestras sociedades. La riqueza se está concentrando en manos de las personas que invierten y son dueñas de los robots y algoritmos mientras la mayoría de las personas que viven de sus salarios pasan apuros. El McKinsey Global Institute ha informado recientemente de que más del 80% de los hogares de EE.UU. experimentaron un estancamiento o disminución de sus ingresos en el período comprendido entre 2009 y 2016. Este también fue el caso del 90% de hogares en Italia y del 70% en Gran Bretaña. El estancamiento de ingresos combinado con un rápido crecimiento económico genera desigualdad. En Estados Unidos hay hoy más desigualdad que en los últimos 100 años y habría que remontarse hasta mediados del siglo XIX para encontrar una Gran Bretaña que supere la desigualdad actual.
Las personas más perjudicadas por dichas tendencias son los abandonados de la época actual, los ignorados, que están empezando a constituir una nueva clase política. La personificación de esta nueva clase no son solo los desempleados, sino también los subempleados y los trabajadores pobres: personas que han visto cómo las oportunidades económicas se esfumaban a lo largo de las últimas décadas. La reacción de estos a una situación que consideran una injusticia constante ha sido votar a opciones políticas cada vez más radicales. Y no solo eso: muchos ciudadanos de nuestras sociedades están empezando a cuestionarse la democracia como sistema de gobierno. Los datos de la Encuesta Mundial de Valores obtenidos durante varias décadas muestran que, actualmente, la cantidad de estadounidenses que afirman que vivir en una democracia es “esencial” para ellos es menor que en cualquier momento de la historia reciente; y más de una tercera parte están dispuestos a apoyar a un gobierno autoritario.
Una comparación histórica útil para entender la situación que estamos atravesando sería remontarnos a la década de 1900 y al período que siguió a la Primera Revolución Industrial. Por entonces, el mundo también sufrió un importante golpe en su economía y en el modo en que la riqueza se generaba y distribuía. El punto de encuentro de esa crisis fue entonces, al igual que hoy, el mercado laboral, con la destrucción de prácticamente la totalidad de empleos en el sector agrícola. Es en la correlación entre empleo e ingresos salariales donde, al parecer, se libra la batalla. Hace tan solo un siglo, la crisis económica provocó la aparición de una nueva clase política, el proletariado, que en última instancia se manifestó políticamente y exigió un nuevo contrato social. Tras un período significativo de convulsión política, que incluyó el ascenso del fascismo y el comunismo y dos guerras mundiales, se encontró un nuevo equilibrio: la ampliación del derecho al voto y la aparición del estado de bienestar.
Lo que obligó a que la convulsión fuera necesaria a comienzos del pasado siglo fue la rigidez de nuestros sistemas políticos. En 1900, muy poca gente estaba dispuesta a aceptar que el estado tuviera que aumentar sus ingresos y redistribuirlos más, pero fue precisamente esto lo que se acabó acordando pocas décadas después con el establecimiento de los sistemas de salud y educación públicas y otros planes de asistencia social. Este nuevo consenso requirió una cantidad significativa de sufrimiento político y económico para fortalecer y hasta cierto punto debilitar las instituciones a través del conflicto.
Revisar el papel del Estado
La aparición y el modelo del nuevo contrato social que necesitamos apenas se está empezando a debatir. Lo que está claro, sin embargo, es que exigirá un gran cambio en la forma en que el estado obtiene sus ingresos, posiblemente a través de una política industrial fortalecida, grandes inversiones públicas en capital riesgo y otras medidas. En definitiva, si la riqueza se concentra en el capital, será necesaria algún tipo de democratización del capital. En cuanto al gasto público, también se necesitarán ciertos cambios. Podrían ser en forma de impuestos negativos sobre la renta, el establecimiento de una renta básica universal o la puesta en marcha de planes públicos de empleo.
Respecto al sector privado, habrá que estudiar la expansión del concepto de sostenibilidad para incluir la necesaria cordialidad en los entornos políticos donde operan los negocios. La idea restringida de maximizar los beneficios poco a poco se va considerando insuficiente en un mundo en el que las empresas pueden crecer exponencialmente sin generar empleos. A menos que las firmas adopten posicionamientos de responsabilidad social mucho más amplios, se verán abocados a un entorno político más hostil que nunca, con un aumento de la regulación, las barreras comerciales, impuestos más elevados y posiblemente conflictos dentro de los Estados y entre los Estados.
Lo cierto es que simplemente no sabemos lo que funcionará, o cuáles son las ventajas e inconvenientes de las opciones políticas expuestas anteriormente. Lo que estamos empezando a entender, sin embargo, es que la tendencia actual es insostenible y que será necesario poner en marcha nuevas formas, públicas y privadas, de redistribución de la riqueza. Es evidente que existe la necesidad de implantar un nuevo contrato social. La extensión y profundidad de la convulsión política en la que nos estamos adentrando dependerá de nuestra agilidad e inteligencia colectiva para encontrar una solución.
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Manuel Muñiz es decano de la IE School of International Relations and Senior Associate of the Belfer Center for Science and International Affairs, Harvard University.
Traducción de Paloma Farré.
Este artículo se publicó en Social Europe
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