Las personas con discapacidad intelectual: un colectivo sin urnas
Unos 100.000 ciudadanos no pueden votar en España, en contra del criterio de la ONU y las convenciones internacionales ratificadas por el Estado
Esteban Ordóñez Madrid , 14/11/2017
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En España el derecho al voto no es total. Hay cerca de 100.000 personas excluidas a través de un proceso que la ONU ha criticado contundentemente porque va en contra de la igualdad y de las convenciones internacionales que el propio Estado ha ratificado. Durante cuarenta años de democracia, y todavía hoy, se ha desposeído a muchos ciudadanos por su condición: una condición que arrastra un estigma tan aceptado, normalizado (o reinventado en forma de paternalismo) que ni siquiera se percibe su gravedad. El pasado 7 de noviembre el Congreso ha aprobado, por fin, la reforma de la ley que concederá el voto a las personas discapacitadas.
Buena parte de la sociedad no se extrañaría (ni se alarmaría) al saber que los discapacitados mentales al estar incapacitados no pueden participar en las citas electorales. Puede encontrarse la base del estigma en esa forma categórica de nombrarlos --esa que va en cursiva--. A través de ella se homogeneiza a cada uno de estos ciudadanos bajo la imagen de una nulidad personal total, que en realidad no corresponde ni de lejos a todo el colectivo. Por eso, expertos como Óscar Moral, asesor jurídico del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), precisa el uso léxico antes de comenzar a hablar del tema: “El término correcto y recogido por la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad es el de personas con la capacidad modificada jurídicamente”, matiza.
En la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad se plantea que se ofrezca asistencia en aquellas capacidades en que se necesita y sólo se incapacite para lo estrictamente necesario
El día 5 de septiembre, la Mesa del Congreso de los Diputados admitió a trámite la proposición de ley remitida por la Asamblea de Madrid para modificar la Ley Orgánica del Régimen Electoral (LOREG) de 1985 con el fin de eliminar la vulneración de este derecho fundamental en las personas con discapacidad. Todos los partidos del parlamento autonómico apoyaron esta iniciativa que partía del PSOE. Esto es: hay consenso, parece que se resolverá fácilmente. Sin embargo, este nivel de acuerdo, observable además en declaraciones públicas procedente de todo el arco parlamentario, plantea dudas en retrospectiva: ¿siendo así, cómo es posible que en pleno 2017 se mantenga esta excepcionalidad?
En 2006 la ONU emite la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, que introduce un cambio radical de perspectiva. Lo explica Torcuato Recover, asesor jurídico de la Asociación Española de Fundaciones Tutelares: “Modificó no solo la idea del derecho al voto, sino la comprensión de la discapacidad. El Código Civil español [artículo 200] dice que la persona con limitaciones tiene que ser incapacitada, la Convención, por el contrario, dice que las personas con discapacidad tienen igual capacidad jurídica que el resto de ciudadanos; la diferencia está en que se les tiene que prestar apoyo para que ejerciten sus derechos”. No es un cambio superficial: supone la eliminación del modelo de sustitución (que designa a otra persona para que se ocupe de todo aquello que quien padece la discapacidad no puede afrontar según una decisión judicial) e implantar un modelo basado en la dotación de apoyos. España ratificó el texto en abril de 2008, sumándose, en teoría, a esa vuelta de tuerca. Sin embargo, aquello se limitó a poco más que un gesto.
En 2011, la ONU reconvino a España por sus incumplimientos: “Le inquieta [al Comité] que la privación de ese derecho parezca ser la regla y no la excepción. El Comité lamenta la falta de información sobre el rigor de las normas en materia de prueba, sobre los motivos requeridos y sobre los criterios aplicados por jueces para privar a las personas de su derecho a voto. El Comité observa con preocupación el número de personas con discapacidad a las que se ha denegado el derecho a voto”.
La Convención propone que se construya un traje a medida para cada persona de manera que se ofrezca asistencia en aquellas capacidades en que se necesita y sólo se incapacite para lo estrictamente necesario. Lo contrario de lo que ocurría en España. Aquí, los jueces, ante una solicitud para modificar la capacidad jurídica de una persona, suspendían (y suspenden todavía mayoritariamente) de un plumazo el derecho al voto, lo cual va incluso en contra de la igualdad que proclama la Constitución.
“Ha sido por mala práctica de los jueces —analiza Recover— por no hacer un análisis individualizado. En lugar de considerar cuáles son los niveles de autonomía de cada uno, en muchísimos casos, para los juzgados era más fácil decir, discapacitado, incapacitado, y se acabó. No se discrimina, y eso supone que la mayor parte de las sentencias se pronuncien sobre este tema [el voto] como si fuese un corolario, una consecuencia obligada del propio proceso”.
En principio, la modificación de la capacidad de una persona se contempla como una medida de protección. El proceso pueden iniciarlo familiares cercanos o la Fiscalía tras recoger avisos de centros de asistencia o servicios sociales. Según la AEFT, España no cuenta con datos estadísticos sólidos, pero a través del Ministerio Fiscal, se sabe que la mayoría de procesos los abre la Fiscalía –el 60,6% en 2015–: “En estos casos, muchas veces llega información muy limitada y eso da lugar a que la decisión del juez también lo sea”, lamenta Recover.
Las recomendaciones de la ONU hicieron que algo se moviera, aunque en un sentido, muchas veces, equivocado: ya hay juzgados que personalizan más la evaluación de los casos, pero el hecho de que la aplicación de la LOREG (de los artículos que la nueva proposición de ley quiere eliminar) obligue a los jueces a pronunciarse expresamente sobre el derecho al voto en los procesos de incapacitación, ha llevado a situaciones que mantienen la desigualdad y dejan al desnudo el estigma y la discriminación (es decir, la falta de racionalidad) que subyace tanto en la normativa como en la sociedad. En abril de 2016, el Tribunal Supremo sentenció que Mara, una chica de 20 años, no podía votar “no solo por su sustancial desconocimiento de aspectos básicos y fundamentales del sistema político, sino por la contrastada influenciabilidad de su entorno familiar”. La familia de Mara, como medida de protección, había solicitado su incapacitación parcial, pero el juez consideró que no era apta para votar.
La reforma de la LOREG que se defenderá en el Congreso eliminaría el principio de sospecha: el derecho a voto vendría reconocido de antemano y solo sería en casos extremos, en excepciones, cuando se ponderaría la posibilidad de limitarlo
El juez, de manera discrecional, decidió cuál era el nivel mínimo de cultura política necesario para poder emitir sufragios. Mara, por sufrir una discapacidad intelectual, tuvo que demostrar un conocimiento que no se le pide al resto de ciudadanos. “Estas pruebas no se aplican a nadie más, sino que cada ciudadano usa criterios libres a la hora de votar: a veces elige por la imagen, las siglas, la tradición familiar o incluso porque coge la primera papeleta que ve o porque le cae bien alguien de ese partido”, compara Óscar Moral.
Estos exámenes dependen del criterio de cada juez, y difícilmente se puede conocer el baremo empleado: “Lo venimos pidiendo”, explica Recover, “hemos hecho gestiones con el presidente del Poder Judicial, con la escuela de prácticas jurídicas y no hay manera. Son muy celosos de su propia autonomía. Nosotros planteamos la necesidad de que haya un protocolo, pero no lo hay, y esto hace que muchas veces, la decisión no sea solo discrecional, sino superficial”.
A pesar de la falta de transparencia en este aspecto, podemos esbozar el contenido a través de la experiencia de los expertos. Según Recover, son evaluaciones muy irregulares: van desde exámenes excesivos “preguntando cuántos miembros tiene el Congreso y cuántos el Senado y qué diferencia de competencias hay entre uno y otro, hasta cuestiones más elementales como preguntar quién es el Rey y para qué sirve”. Por su parte, Óscar Moral opina que muchas de las preguntas “no las pasaría una parte importante del electorado”: por ejemplo, las cuestiones sobre diferencias entre alcaldía, parlamentos autonómicos o parlamento nacional. En resumen, el factor que determina que una persona con discapacidad intelectual pueda practicar un derecho fundamental no es otro que la suerte.
La reforma de la LOREG que se defenderá en el hemiciclo eliminaría el principio de sospecha: el derecho a voto vendría reconocido de antemano, esa sería la norma, y solo sería en casos extremos, en excepciones, cuando se ponderaría la posibilidad de limitarlo. Si las preferencias de voto con respecto a este proyecto se mantienen, se acometerán los cambios.
Las fuerzas políticas están a favor. Se trata de una de esas injusticias flagrantes, sin color político, que obliga al consenso; sin embargo, ha habido iniciativas parlamentarias y oportunidades, y nunca se ha desarrollado la reforma. En 2013, la Comisión Constitucional del Congreso de manera unánime instó al Gobierno a elaborar una propuesta de reforma electoral en seis meses. Se han celebrado ya dos elecciones desde entonces. Hubo otro momento que, según Óscar Moral, resultaba idóneo, pero se dejó pasar: “La ley electoral se modificó recientemente para que no votásemos en Navidad, ese momento podría haberse utilizado para cambiar esto”. Para Recover, en cambio, el consenso tiene tintes de ficción: “Lo que ocurre es que en muchos casos, los políticos no quieren correr con el coste social que supondría decir que no están de acuerdo: puedo decir superficialmente que me parece bien, sin embargo, no tomo iniciativas; es lo que ha venido ocurriendo estos años”.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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