La vida no es esto
El milagro
“Tanto temblor y furia que se llevó el viento, que tal vez aún exista en el sueño de un dios”
Miguel Ángel Ortega Lucas 20/11/2017
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“Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar...”. Declina el sol allí a lo lejos, pero crece su luz de faro, color carmín, salpicándonos en la cara y en los ojos a quienes miramos al altar desde el costado, de pie, esperando a que empiece todo en el crepúsculo. Crecer sería esto, pensábamos, decíamos (¿te acuerdas?); nos contamos así el cuento. (A la salida del colegio subíamos contigo, calle arriba, todos juntos, y era como si te lleváramos todos al altar, que era la ventana alta de la casa de tu abuela desde donde te asomabas, risueña, bellísima, para comprobar que el cortejo seguía allí, en el mediodía aquel interminable.) Esperando el milagro, el milagro; waiting for the miracle to come, comandante Cohen. Y qué curioso que nadie crea en Dios, pero todos vivamos esperando un milagro. Ya llega el (báquico) cortejo, la música exquisita, la novia en su vestido blanco y sus ojos de estar viviendo un milagro, el milagro por llegar. Al tratar de verla bien, mientras avanza, me ciega el sol con su lumbre tenaz, y en el rubio de ella recuerdo el otro rubio, el otro verde, los otros ojos de los trece años, aquella lumbre (“¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo (¿o era el Kuasy?), / las risas que nos hacíamos antes todos juntos...?”). La descarga eléctrica del beso fundacional, en el sillón en penumbra donde podíamos caber los dos, qué disparate. Pudo ser en abril, quizás el veinte.
Ah, el rubio y el verde, el verde y el rubio –avanza la novia, casi llega adonde espera él, adonde lleva esperándola desde hace siglos–. Tú nunca me respondiste a aquella carta, la de la lluvia en soledad de septiembre, de vuelta del verano más largo de todos los tiempos (pero fui yo el que dejó de contestar, verdad?, algunos años después, cuando yo ya no era yo, ni esa playa era mi casa). El cura tampoco es un cura aquí, sino uno de los nuestros, quiera eso decir lo que quiera decir. “...La vida es bella, ya verás / cómo, a pesar de los pesares, / tendrás amigos, tendrás amor, / tendrás amigos...”, creo que ha dicho, pero puede que sólo suene en mi cabeza. Tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos. Algunos de ellos –de entonces, de ¿ahora?– están aquí al lado, más allá, y pienso al mirarlos que crecer debía ser eso también: esas corbatas de padre, esas canas clandestinas aún, la silueta hermosa, como otro sol de perfil, que espera a que otra niña igual de hermosa llegue para seguir escuchando el cuento. Yo te contaba cuentos en la cama, recuerdas, loca?, en el invierno en que temía que me dejaras otra vez (te contaba mis mil y una noches para que volvieras a la noche siguiente), junto a las velas y la hiedra de diciembre. Varios diciembres después me fui yo de allí, de la ciudad, del país, y dejé un cofre lleno de culpa bajo tu cama. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, nos hacían salmodiar de niños en la misa –asesinos–. Con mi gran culpa miro ahora a la pareja de perfil, en el altar, al amigo que oficia, y algo se desmorona aquí dentro, declina, mientras otra luz crece del incendio hundiéndose a lo lejos, en el monte: yo escribiendo otros cuentos clandestinos, en una ciudad al norte del Norte, y esa carta que ya olvidé, o perdí, donde decías que no podrías hacerlo sin mí, que me necesitabas para el siguiente cuento. Pero yo ya no era yo –sólo después pude saberlo–, ni mi casa era ya la casa amarilla del sofá verde en la ciudad gris.
Haber visto crecer a Buenos Aires: crecer y declinar. (“Por favor, no te vayas”, “Me muero”, “Lo siento”; / “Que seas feliz”, “Escríbeme”, “Vete”, “Adiós”. / Tanto temblor y furia que se llevó el viento, / que tal vez aún exista en el sueño de un dios.) Ahora habla un hombre mayor que estimo mucho, un sauce viejo, y lo que dice, o cómo lo dice, o el verlo allí, simplemente, en la reverberación del sol último rindiéndose, me hace pensar que no debería aborrecer las bodas como suelo: suponen, en fin, una de las rarísimas ocasiones en que la gente se esfuerza por decir la verdad; unas pocas palabras verdaderas como quería Machado en las tardes machadianas como ésta. Decir la verdad. (Siempre perseguí la verdad; hay que mentir antes mucho hasta empezar a vislumbrarla.) Cuántas veces te mentí, ¿verdad, mi amiga, mi interminable?, hasta entenderlo, hasta entenderme, cuando ya al templo del sur que levantamos juntos, la capital de mi fe, habrán llegado otros; otros que se odiarán, que se darán de comer, que follarán como dos lobos en la Luna azul del torreón.
¿Era esto crecer, mi amiga, mi sonámbula?: ¿La rueda de las canas y los embarazos? ¿Un crepúsculo de etiqueta? ¿Un hombre que se emociona hablándole a su hijo? ¿Un ejército de centinelas (“...ya no queda casi nadie de los de antes...”) como testigos de un milagro que será eterno mientras dure?
Ya ha declinado el sol del todo; crecen las luces nuevas de la noche del bosque. Me tanteo los bolsillos (vacíos) del traje, suspiro; tomo a solas el vino primero, y brindo con nadie, para nadie, con los versos últimos del salto de fe aquel que me llevó hasta ti, antes de perder de nuevo:
Tú solo el oficiante y el ungido;
el sacerdote, el elegido, la ceremonia.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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