La vida no es esto
Democracia
“Que al menos pueda uno decir: qué bien me engañó; y qué bien me lo pasé engañándome con este hijo de puta”
Miguel Ángel Ortega Lucas 2/12/2017
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Puedo soportar perfectamente a un malvado, siempre y cuando tenga educación. Puedo mantener una conversación e incluso una relación cordial con alguien con principios éticos bastante dudosos (siempre bajo mi dudoso y subjetivo punto de vista), a condición de que sepa exponerlos con sutileza, sin escupirme en la camisa, escuchando los míos y tratando de llegar a algún punto en que podamos reconocernos, honestamente, si no como iguales, sí al menos como dos idiotas semejantes tanteando a ciegas el vacío. Puedo discutir (o sea: discurrir) sin desmayo con fulanita de tal, abanderada de lo Inverosímil, pero sólo si conseguimos una temperatura razonable de conversación en la que reír a lo canalla mientras nos acuchillamos cortés y metafóricamente, sin necesidad de que nos echen del bar o abramos el telediario al día siguiente.
Y si no puede al final llegarse a ningún consenso, que al menos termine la conversación con un brindis, y la alegría transparente de una victoria quizás mayor: la de haber peleado virtualmente con un adversario moral sin haber caído jamás en la ordinariez
“No quiero conocer a nadie por quien no pueda ser persuadido de algo, o a quien yo no pueda persuadir”, escribió hace mucho Antonio Gala. Yo podría invertir horas, encantado de la vida, en tratar de entender los motivos de otro para sostener lo que a mí pueden parecerme verdaderos disparates: a condición de que él también acepte ese pacto tácito de que yo pueda a mi vez persuadirle de los míos. Se trataría, en suma, de un juego de seducción en el que jamás podrían quedar fuera tanto las buenas maneras como la inteligencia, tanto el swing como, evidentemente, el sentido del humor. Qué cabrón, qué arpía, pero qué inmoral es este individuo… Y qué gracia me hace: es un pensamiento que he tenido no muchas veces escuchando o leyendo a alguien; y confieso que me gustaría tenerlo mucho más. Porque resulta de una jovialidad, un respeto gamberro, que a mí me pone de un contento intelectual divertidísimo: ése que no siento, tantas veces, hablando con alguien supuestamente mucho más afín a mis convicciones (de puro hastío). Algo así como la mirada ladina pero cómplice de dos enemigos íntimos que se vigilan de lejos sabiéndose irreconciliables en algunos puntos, pero fatalmente unidos por una pasión común, que es el fervor sanamente infantil por la discusión, por la juerga dialéctica, y, finalmente, por el acercamiento cordial.
Hay una voluntad emocionante en ese intento, tan niño en el fondo, de tratar de entender al otro, de ponerte en su lugar, de conciliar fraternalmente en tus propios esquemas viejos –y tal vez caducos– los esquemas de ése, de ésa que parece defender una barbaridad (…siempre que no sea la pena de muerte, o las camisas de cuadros del Follonero). Una gratitud recíproca y cálida, como de reunión de los pedazos, cuando ves que esa otra parte te está escuchando con una predisposición sincera a hacer lo propio, a comprender cómo funcionan las pasiones, las razones, los movimientos que te han hecho a la postre ser quien eres y por ello defender hasta el último aliento lo que defiendes: pues se entiende que es quizás lo más esencial tuyo, y entonces no cabe discutir (no vamos a convencernos nunca), sólo respetarlo. Y si no puede al final llegarse a ningún consenso, que al menos termine la conversación con un brindis, y la alegría transparente de una victoria quizás mayor: la de haber peleado virtualmente con un adversario moral sin haber caído jamás en la ordinariez; como dos esgrimistas que se dan la mano al terminar el duelo, cada uno a su casa y la dignidad en la de los dos.
Puedo negociar sin problemas con un degenerado: a condición de que sea un degenerado inteligente, persuasivo, que cuestione con gracia mis convicciones más inamovibles; de que sea tan lúcido y humilde (es decir, no tan degenerado, al cabo) como para consentir la posibilidad de dejarse persuadir por las mías. A condición, en fin, de que no venza por cojones, sino de que con-venza: que venza conmigo mi propio dogma. Y si me engaña, oiga, si me termina equivocando, que al menos sea con estilo. Que al menos pueda uno decir a la postre, con retorcida admiración, con ganas incluso de volver a discutirle: Qué bien me engañó; y qué bien me lo pasé engañándome con este hijo de puta.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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