EDITORIAL
Cataluña, entre banderas y jueces
22/12/2017
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Si distinguimos lo urgente de lo importante, los resultados del 21D no ofrecen grandes variaciones sobre los de 2015. A saber: el bloque procesista gana en escaños, mientras el bloque no indepe gana en votos. A bote pronto, un observador internacional valoraría que el procesismo carece de mayoría --después de tres intentos electorales y cinco años de más propaganda que resultados-- para proclamar un Estado, a la vez que los partidos del R'78 carecen de mayoría para mantener el Estado inalterable. Lo natural, lo lógico, sería por tanto acometer un nuevo y ambicioso anclaje de Catalunya en el Estado. Pero lo que está pasando en Catalunya y en el Estado no es natural ni lógico.
Vayamos por partes. Que son dos. El Estado y la Generalitat. Sobre las políticas emitidas por la Generalitat, previas al 155, es preciso señalar que nunca han estado encaminadas tanto a la independencia cuanto a solventar un acusado problema de representatividad política, planteado en 2011. El Procés, así, no era tanto un intento de aplicar un mandato ciudadano de menos del 50% de la ciudadanía como el intento de sobrevivir a esa crisis, y construir para ello un tipo de problemática que obligara al Estado a negociar algún tipo de solución. La construcción de ese objeto indefinido y azaroso con el que conseguir negociar el reconocimiento como nación, un pacto fiscal y el blindaje de inversiones y competencias en Educación, ha sido líquida y caótica. Ha carecido de rigor, táctica y visión, de manera que esa melé de partidos procesistas, en su lucha diaria para no desaparecer, ha sacrificado, a cambio de conservar su vida, los pactos y las dinámicas sociales, dando paso con ello al nacimiento de una derecha nacionalista española en Catalunya. Muy agresiva y de comportamiento también impredecible.
En el intento de pactar con el Estado, los procesistas se han saltado también leyes y reglamentos, y han construido un corpus propagandístico que, como sucede en todos los sistemas políticos fundamentados en la propaganda, ha crispado a parte de la sociedad, ha delimitado los temas de debate --definitivamente, ya no entran en la política catalana los asuntos sociales, la calidad democrática, la corrupción-- y ha fagocitado a las izquierdas. Todo normal, esto sí, cuando la política gestiona en régimen de monocultivo la identidad, y cuando la identidad es gestionada por partidos conservadores. En ese sentido, el Procés ha supuesto, por encima de todo, la supervivencia y hegemonía de la antigua CDC, un partido mutante que, como los grandes partidos de la Transición, a presión y temperatura normales debería haber desaparecido por su trayectoria y usos en la gestión, delictiva, de lo público.
Es previsible que el Procés, con la mayoría que le da el 21D, siga en su tradición de construcción de propaganda e identidad, aplazando una formulación para ampliar la democracia real, e incluso la solución del conflicto por el que ha sido votado. El procesismo, en fin, es un objeto libre. Junto con la derecha española, es la opción más libre de movimientos en las políticas locales. Es tan libre que en 2015 se presentó a las elecciones prometiendo la independencia, y en 2017 lo ha hecho prometiendo la autonomía. Y no ha sido castigado por ello en las urnas. Como el PP, el procesismo es libre de su pasado, de su futuro, de sus giros y de sus declaraciones pues, como el PP, es una bandera. Y, al parecer, el electorado español vota banderas.
La otra parte, el Gobierno, si bien es igual de libre ante su electorado, es más poderoso y dispone de más mecanismos de represión efectiva. Ha respondido a un problema político --es decir, a un problema negociable, solucionable-- con el silencio primero, luego con la penalización y judicialización de la política, después con represión absurda, y finalmente con un 155 que, muy posiblemente, haya superado los límites constitucionales --el Gobierno, en fin, no ha intervenido puntualmente la Generalitat; ha disuelto un Parlament y un Govern, dos instituciones reconocidas por una Constitución cada vez más gaseosa. Y, entre todo ello, ha empezado a dibujar nuevos recortes de libertades en todo el Estado. Con la crisis catalana como banda sonora, ha devaluado la libertad de expresión y ha emitido un 155 que es una suerte de Estado de Excepción exportable a otros lugares y situaciones. Ha dado pistas para visualizar que la separación de poderes no es fiable. Ha comunicado --como mínimo-- al Poder Judicial que el garantismo no es ya sagrado y deseable, y que hay motivos políticos para potenciar el arresto preventivo. Y ha inaugurado y estilizado delitos ciertamente anacrónicos, como el de sedición y rebelión. El mismo 21D, por ejemplo, la Guardia Civil, en un informe al Judicial, detallaba que el delito de rebelión es inmanente a todas las manifestaciones procesistas desde 2012. Es decir, a todas la manifestaciones que se quiera. En el auto de Forcadell, a su vez, se dibuja el delito de sedición de una forma que es imposible no pensar en ese delito cuando se alude, por ejemplo, a las acciones de la PAH. La ulterior imputación de cargos electos, conocida el 22 de diciembre, implica ya, además de a cargos del PDeCAT y de ERC, a cargos de la CUP. Lo que se traducirá en un mayor enquistamiento del Procés, y en otro jalón en la reciente tradición de encarcelar a políticos electos.
España no es una dictadura, pero está dando pasos gigantescos que le alejan de una democracia europea y la acercan a exotismos del Estado de Derecho como Hungría y Polonia. Lo hace envuelto en la bandera, uniendo a la Monarquía en su destino, y con un PSOE que asiste a la deriva como colaborador necesario. Un problema que tendría fácil solución en una democracia normal se está complicando cada vez más, posiblemente porque no somos una democracia normal, sino un Estado cada vez más autoritario, en el que no deja de aumentar la participación del Poder Judicial en la política. Están chocando dos culturas políticas no muy diferenciadas democráticamente en su esencialismo, en su nacionalismo, en su respeto de la autonomía social y en su creatividad respecto a lo legal y lo democrático. Es un choque asimétrico, desproporcionado, pues una de esas culturas modula un Estado. Pero es un choque espectacular, cuyas consecuencias salpican --mucho; con el tiempo, lo hará más-- a opciones democráticas no sustentadas en banderas, que empiezan a ser tan necesarias –y tan improbables-- como agua de mayo.
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