Tribuna
Instrucciones para una revolución
Diferencias y similitudes entre el 15M y el Procés
Fernando Broncano 24/12/2017
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Los sentimientos encontrados que han sido el combustible del proceso catalán siguen activos después de las elecciones y de sus resultados tan deprimentes como interesantes. Han ganado los polos, quiero decir, los partidarios de la polarización, lo que es coherente en la forma espectáculo de la política. La psicología política invade cada vez más el campo a la filosofía política. Ahora bien, hay que resistir la tentación de creer que las elecciones no han servido para nada y que han dejado el tablero con una configuración de fichas muy similar. No. Los procesos históricos son irreversibles y transforman continuamente a los actores.
Son muchas las enseñanzas de este proceso. Queda bastante claro que la derecha ha aprendido lo que ya se sospechaba que ocurriría: que las nuevas olas de candidatos populistas, que recogen a la vez las adhesiones entusiastas de las clases medias movilizadas y de parte de las clases populares desmoralizadas, son muy efectivas: Puigdemont derrotando a ERC y Arrimadas llevándose los votos del PP y del PSOE. Nada que sea incoherente con lo que viene ocurriendo últimamente en Europa, independientemente de las cuestiones en discusión. Allí la emigración, aquí la independencia. Más interesantes son las lecciones para los partidos de la izquierda, activismos y movimientos de transformación. Las revoluciones fracasadas son la universidad de las fuerzas de transformación social, y los avatares de la revolución de las sonrisas suponen un máster completo de aprendizaje. Quisiera creer que Podemos y alrededores serán capaces de extraer algunas consecuencias de estas lecciones.
Podemos ha recibido dos mensajes: uno con una buena noticia y el otro con la mala. La buena noticia es que el PSC no crece a su costa, y que las difíciles posiciones de ambos dejan la situación acerca de las políticas posibles de izquierda donde estaban. La mala noticia es que el claro fracaso de la CUP es un signo de las dificultades que tiene tratar de utilizar a favor de la izquierda movimientos políticos que no son sino tensiones que tienen poco que ver con la transformación en aras de una radicalización igualitaria de la democracia.
Puesto que hay un cierto sentido, no perdido aún, de referencia originaria al 15M, quizás sea el momento de comparar ambos procesos, el 15M y el procès, y examinar las similitudes y diferencias. Hay, ciertamente, muchas concomitancias. La primera es la incorporación rápida de múltiples actores a un movimiento que aparentemente tenía bien delimitadas sus fronteras ideológicas y políticas. En el caso del procès, el horizonte de la insurrección independentista produjo la rápida incorporación a este proyecto de quienes creían que no había otro modo de presionar para mover la inmovilidad manifiesta de la estructura política española. Muchos no-independentistas de corazón lo han sido instrumentalmente como forma de presión contra el Régimen de la Transición. En el caso del 15M, ocurrió algo similar. Lo que hubiera sido una simple protesta de indignación contra la convivencia de intereses entre los poderes políticos y económicos en una crisis producida por la depredación financiera, se convirtió en una demanda masiva de cambio de régimen. Estaba muy claro que mucha gente simpatizante o militante de la CUP caería en esta estrategia: “la reivindicación de la república es un medio, no un fin, pero un medio efectivo para alcanzar la línea de flotación del estado”. El “no nos representan” del 15M cumplió la misma función movilizadora.
Es posible, y probable, que también en Cataluña, como ocurrió en España, algunas fuerzas consideren que esta estrategia, pese a que haya fracasado por el momento, construya, sin embargo, una metodología política eficaz y necesaria. Por ello, no sería ocioso plantear ahora los límites que tiene, habida cuenta del conocimiento que podemos extraer de los dos casos. La lección es la misma: cuando tratas de aprovechar estratégicamente mensajes difusos, la derecha tiene medios poderosos para atraerlos al lado oscuro de la fuerza.
El primero tiene que ver con la cuestión de la fortaleza del estado. La conversión del malestar en política en ambos movimientos no hubiera tenido lugar sin la percepción generalizada de la existencia de una “ventana de oportunidad” basada en la convicción de la existencia de una crisis del poder y su reflejo en una crisis del régimen. Este punto me parece esencial porque los hechos históricos podrían llevar a algún sentimiento radical de impotencia política cuando lo que ocurre es que hay en el fondo un fallo teórico y argumentativo que no ha sido tenido en cuenta. El razonamiento sería el siguiente: pensábamos que había una ventana de oportunidad y que el estado era débil, pero se ha mostrado fuerte y lleno de recursos, así que se ha cerrado la ventana de oportunidad y, en consecuencia, la posibilidad de un “desbordamiento” de las instituciones, leyes y, en definitiva, del régimen. Para el independentismo radical catalán, la “ventana de oportunidad” sería el de un cierto sentimiento de la diferencia como paso para una sociedad más justa fuera de los límites del estado español.
Hay algo de cierto en este razonamiento y mucho de equivocado. Lo que hay de cierto es que las “ventanas de oportunidad”, cuando existen realmente, son momentos movilizadores y de reclutamiento de adhesiones sin las que cualquier transformación social sería imposible. Son también momentos creativos, de autoorganización y espontaneidad que logran dar la apariencia de una fuerza social que parecía no existir anteriormente. Lo que hay de incorrecto, trágicamente incorrecto, en esta concepción, es que la existencia de una ventana de oportunidad pueda ser base suficiente para la construcción de una alternativa política. Ha sido un error en Podemos y lo ha sido, mucho más, en los movimientos catalanes, aunque los resultados (bastante pobres mirados con distancia) parezcan darles la razón.
El primer e insospechado éxito de Podemos, que en cierto modo era un heredero del 15M, llevó a sus promotores a la concepción de que era un movimiento blitzkrieg que tendría un efecto de bola de nieve, con la consecuencia final de un cambio de régimen. La revolución de las sonrisas catalana estaba basada en un proyecto similar. De ahí nacieron muchas cosas y se produjeron muchos errores. En ambos casos, la percepción del ahora, ahora, deprisa, deprisa llevó a pensar que cualquier forma organizativa instrumentalmente eficiente era legítima políticamente. En el caso de Podemos, tanto Vistalegre I como Vistalegre II fueron monumentos a la racionalidad instrumental: no importa por el momento el centralismo, lo que importa es la ventana de oportunidad. En el caso catalán no fue menos seria: no importa lo que piensen quienes no están de acuerdo, no importan las alianzas contra natura, no importa que obedezcamos a organizaciones pequeño-burguesas, lo que importa es que el procès avance. En el caso de Podemos, la comprobación fehaciente de los límites de la bola de nieve llevó a una extraña declaración de derrota bajo la fórmula de que había que pasar a una realista “guerra de posiciones”, es decir, a una articulación en una forma política tradicional que, de hecho, era contradictoria con los supuestos fundacionales. No es difícil sospechar que algo parecido ocurrirá con los actores del procès.
Veamos ahora cuáles son las diferencias entre el 15M y el procès. La primera, y me parece la más importante, es que el 15M fue un movimiento que tenía un carácter novedoso y muy revolucionario en su realización. Por un lado, reclutó a numerosos y heterogéneos activismos y gente de toda laya y condición con una historia militante por diversas causas. En este sentido, fue un movimiento muy integrador. Por otro lado, se organizó como una especie de habitación con muchas puertas de entrada y salida. A nadie se le pedía una cuota especial de tiempo o dedicación: “entra y sal cuando puedas y como puedas, haz lo que puedas. Nadie te pide afiliación o carnet de ideología, aporta tus ideas y contribuye a cambiar las cosas”. Fue, en este sentido, un movimiento que planteaba una opción política para los que no tenían tiempo o posibilidades de hacer política pero tenían una actitud política ante la situación. Y este punto es muy central sobre todo en lo que respecta las partes plebeyas de la sociedad. Participar en política cuando eres una mujer con un trabajo precario, soltera y con un hijo que demanda una atención constante, tienes limitaciones claras de activismo. El 15M inventó un modo de hacerlo, que era concebirse a sí mismo con una apertura absoluta a lo situacional, a lo corpóreo, a la circunstancia en la cual la indignación puede asumir múltiples formas. Asumía, además, que las reivindicaciones podrían ser muy heterogéneas: generacionales, políticas, sociales, íntimas, artísticas o simplemente afectivas. Era una propuesta de otra forma de vida. Para nada, para nada, el procès ha tenido estas características. Suponía que en la forma social del modo de vida catalán, ciertamente más organizado y apacible que en resto de la Península, ya se habían conseguido estas formas alternativas. Todo habría de girar respecto a la cosa, que diría Guillem Martínez. La movilización de lo plebeyo contra el procès, hasta el punto de ganar en votos lo que no consigue en representantes, muestra que quedaba fuera más de la mitad de la población.
El fracaso de los dos acontecimientos es un fracaso distinto. El del 15M es doloroso aún en sus luminosas conquistas. Llegarán nuevos tiempos y su enseñanza seguirá siento indeleble: hay que hacer política incorporando a la gente que no tiene tiempo de hacer política mediante formas de organización flexibles que se incorpore porque reconozca en formas y contenidos sus deseos de otra vida. La indeterminación del 15M fue su fuerza y no su debilidad. Quedará, como lo han hecho otros varios acontecimientos en la historia, como un referente de la compatibilidad entre lo holístico y lo fragmentario en las voluntades de transformación. El procès, por el contrario, apostó todo a un solo aspecto del cambio; un vector con el que solamente una parte de la gente podría considerar suyo y, por ello, generó un volcán de resentimientos. Natural: nada hay más peligroso que ordenar autoritariamente, o al menos desde arriba, las aspiraciones de emancipación dándoles un adjetivo excluyente (“nosotros/ellos”).
El fracaso del 15M, sin embargo, fue, en cierto sentido, más doloroso. Podemos y alrededores no entendió el potencial estratégico del hacer política para y por los que no tienen tiempo de hacer política como un modo de resolver su problema de la dependencia de la contingencia de las ventanas de oportunidad. Tradicionalmente esta dicotomía paradójica se resolvía mediante la división social entre dirigentes y dirigidos en la forma de los partidos y sindicatos formados por un centro de cuadros y una multitud de afiliados, simpatizantes y votantes. Que se haya repetido esta forma tradicional cuando era de hecho el problema y no la solución ha sido la gran derrota del 15M.
El fracaso del procès, en su versión radical CUP, tiene otro componente que nos afecta a todos, incluyendo a los que no habitamos Cataluña. En cierto modo, ha significado una especie de experimento con gaseosa de lo que sería la realización de los sueños de una revolución sencilla, como la Revolución de Terciopelo de la antigua Checoslovaquia en 1989 o la Revolución Naranja ucraniana de 2004. El problema es que no hay revoluciones sencillas. Algunas pueden ser sencillas porque el contexto internacional las haga sencillas, como ocurrió en las dos anteriores. La Comunidad Europea ha mostrado que la república catalana no es un objetivo sencillo. No es la cuestión de si el estado tiene más o menos medios de represión, de si realmente puede aplicarlos. Simplemente: ni Europa ni el capital internacional tienen el menor interés en una Cataluña independiente. Así que, si alguien se plantea objetivos revolucionarios en los que lo local se termine confrontando con los poderes de los global, no puede ni debe justificar su fracaso aduciendo que no lo sabía. En el primer curso de teoría política de la revolución se enseña esto. El fracaso de la CUP en estas elecciones, mucho más cuando su hundimiento en los barrios populares (su fuerza era el haber nacido como un movimiento de barrios) ha sido tristemente sin disculpas posibles.
Hacer una revolución no es nada sencillo. Tal vez ni siquiera se llame revolución, y lo que es seguro es que no será transmitida por la televisión. Implica una forma de coordinar los deseos de otra vida con las formas de organización para lograrlo de modo que se refuercen ambos polos. No es posible un cambio de vida que exija un camino contradictorio con lo que quieres conseguir. La revolución de las sonrisas se hacía en buena parte no sonriendo, sino riéndose de quienes no participaban en ella. En el caso de Podemos no está claro que haya aprendido de las lecciones de los fracasos. No se trata de adaptarse al mensaje ganador. No se trata de presentarse como equidistante en la polarización. No se trata de entrar en el negocio del espectáculo, en el que siempre ganarán los medios de masas. Se trata de dar esperanza mostrando que es posible una forma alternativa de mirar a la gente entendiendo claramente sus contradicciones, pero, sobre todo, anticipando en los mensajes, formas, maneras y compromisos institucionales que la vida diferente que se propone ya es posible porque todo lo que rodea al movimiento lo ejemplifica.
Generar confianza, seguridad, determinación y, al tiempo, empatía por la diversidad y contradicción, solo es posible cuando se entiende que “articular” deseos y aspiraciones no es lo mismo que ser “transversales”, como si las líneas fueran rectas en una sociedad donde todas las trayectorias son quebradas y están quebradas.
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Fernando Broncano. Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura. Universidad Carlos III de Madrid.
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