Migraciones en Centroamérica (I)
Guatemala, un viaje al desarraigo
La figura del migrante contemporáneo constituye la efeméride de la vergüenza y el residuo vivo del fracaso del sistema neoliberal
José María Tiscar García Ciudad de Guatemala , 3/01/2018
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Una cuestión sobrevuela el continente americano: qué hacer con esos emigrantes hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que, a diario y en números que evidencian una catástrofe silenciada, tratan de cruzar la frontera norteamericana, alcanzar una mejor vida, escapar del infierno de sus lugares de origen. Algunos tienen éxito: poco se sabe de ellos. Se los traga la tierra, pasan a engrosar las listas de seres que habitan en la clandestinidad, que escapan a las estadísticas, resignados a su condición de ciudadanos sin derechos en los Estados Unidos, trabajando sin seguro, también sin descanso. Cualquier cosa es mejor que regresar. El viaje tiene como parada obligatoria a Guatemala, cuyo territorio hace las veces de embudo a través del cual el grueso de la inmigración procedente del Triángulo Norte accede a México y, posteriormente, a los EEUU. Sin embargo, gran parte de estos migrantes se ven obligados a retornar tras ser apresados por las patrullas fronterizas. En tales casos, la situación de desprotección y vulnerabilidad es aún mayor que la que sufrían cuando partieron. Esta serie de tres reportajes analiza en profundidad las odiseas de los migrantes de Guatemala, El Salvador y Honduras.
No todos alcanzan el sueño.. El rostro de la derrota es diverso: un porcentaje muere por el camino, en su largo y peligroso tránsito a través de México y sus desiertos; los hay, las hay, que son captadas por redes de trata humana centroamericanas y mexicanas: su viaje finaliza en prostíbulos situados en la frontera guatemalteca, en campos de cultivo donde son explotados en condiciones infrahumanas, o secuestrados y hacinados en casuchas situadas en los límites norteños de la nación mexicana… Las variantes son interminables e igualmente abominables. Por último, gran parte de aquellos que se libran de todo lance y sobreviven a condiciones de extrema vulnerabilidad son apresados por las autoridades mexicanas o por patrullas dependientes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. Son los rostros visibles de la vergüenza, interceptados por cuerpos federales cuya prioridad, en teoría, es servir de muro de contención contra terroristas y redes de narcotráfico.
Desde 2014, tras la denominada Crisis de la Frontera –cristalizada en la llegada masiva de emigrantes centroamericanos a tierras mexicanas y estadounidenses- esta realidad se hace difícil de soslayar. Durante su primer año como presidente, las políticas implementadas por Donald Trump y su Ejecutivo reflejan datos para el espanto: la cancelación del programa “Acción Diferida para los Llegados en la Infancia” (DACA, por sus siglas en inglés); la reducción del número de concesiones de estatus de refugiado (de los 110.000 aprobados por la administración de Barack Obama para 2017, tan solo se concederán la mitad), y el carpetazo a los estatutos de protección temporal a ciudadanos haitianos y nicaragüenses subrayan el auge de las políticas migratorias cimentadas en el rechazo. El próximo objetivo, como confirma The Migration Policy Institute, think tank estadounidense, es la decisión final sobre la posible repatriación de 263.000 salvadoreños y 86.000 hondureños, prevista para enero y mayo respectivamente.
El caso guatemalteco es distinto al de sus vecinos. Su complejidad merece un análisis detallado. Según datos publicados por la Dirección General de Migración, oficina adscrita al Ministerio de Gobernación del país centroamericano, Estados Unidos deportó a 31.421 ciudadanos guatemaltecos entre el 1 de enero y el 19 de diciembre de 2017. Según datos del Homeland Security, en 2016 la guardia de fronteras arrestó a 232 guatemaltecos por día.
La extrema vulnerabilidad del migrante de Guatemala
El incremento en el número de solicitudes de asilo guatemaltecas en los EEUU durante los últimos tres años revela el grito de la miseria. La situación no es nueva: desde principios de siglo, la llegada de “chapines” (gentilicio de uso local) a las fronteras mexicana y norteamericana ha sido constante y creciente. Ahora bien, el incremento exponencial en el número de solicitudes de asilo sí refleja un cambio de tendencia, cuya explicación es muy simple: esta vía constituye la única manera –aunque sea temporal- de poder permanecer en territorio estadounidense.
El migrante guatemalteco alega “miedo creíble”, es decir, temor a perder la vida en su tierra. Asegura huir de las pandillas -conocidas como maras, o bien escapar de las redes criminales que permean todas las capas de la sociedad. Aunque no siempre es cierto, dicho argumento constituye la única vía efectiva para poder acceder legalmente al sistema americano –o mexicano-: no se conceden asilos por habitar en la miseria. Según datos recabados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (UNHCR, por sus siglas en inglés), un total de 4.152 guatemaltecos solicitaron asilo en 2012. Cuatro años más tarde, la cifra se había multiplicado por seis. Durante los primeros diez meses del presente año, se recibieron 18.577 nuevas solicitudes. Paralelamente, las peticiones procedentes de hondureños y salvadoreños siguieron el mismo curso creciente.
A principios de octubre, Jeff Sessions, fiscal general de EE.UU., puso el grito en el cielo. Denunció que el sistema de asilo había facilitado la entrada indiscriminada de emigrantes, quienes habían “abusado” del mismo convirtiéndolo en un “billete fácil” para la entrada ilegal. En diciembre repitió su argumento, solicitando la pronta acción de las autoridades. Las cifras parecen avalar su premisa: cerca de 600.000 casos de asilo pendientes de respuesta colapsan los tribunales migratorios. Con sensibles variaciones en función de cada estado, el solicitante puede esperar entre dos y tres años a la resolución legal de su estatus. Mientras tanto, dispone de un permiso temporal que le da acceso al mercado de trabajo. Este espejismo del progreso --suspendido en la incertidumbre--, concluirá, casi con toda probabilidad, en el proceso de deportación y consiguiente retorno a Guatemala. Por eso muchos desaparecen: jamás se presentan ante el juez. Y la cifra de “inmigrantes ilegales” no deja de aumentar.
La tristeza como factor común
El escenario representa los temores recurrentes de los gobiernos estadounidense y mexicano, quienes tratan de lidiar con una ola migratoria que tiene rostro de niño, de adolescente, de mujer, de indígena, de pobreza. Un breve análisis de la historia reciente de Guatemala revela las directrices del desastre. La firma de los Acuerdos de Paz en 1996, tras 36 años de guerra civil, supuso una oportunidad real de desarrollo y la posibilidad de poner fin a injusticias sociales larvadas desde el periodo colonial. Las autoridades prometieron una batería de políticas sociales que pronto terminaría por diluirse en un feroz proceso de liberalización económica, convirtiendo a Guatemala en el país con mayor índice de desigualdad de América.
En una nación eminentemente agraria, la concentración de tierras desangra los departamentos más pobres situados en la región norte, noroccidental y suroriental. Sin posesiones, las familias se ven obligadas a alquilar pequeños terrenos en los que sembrar maíz en condiciones inasumibles. La falta de información y el desconocimiento hace que vendan su producción a precios ridículos. Tampoco están preparados para posibles plagas u hongos, y los terrenos suelen ser vulnerables a los efectos de la deforestación. Aquellos que ni siquiera pueden arrendar una pequeña parcela, suelen trabajar sin descanso por un jornal diario cercano a los 50 quetzales (7 dólares americanos). Sin reforma agraria y con el movimiento cooperativista todavía débil e incipiente, este grupo social se limita a sobrevivir. Entre los departamentos más afectados, destacan Huehuetenango, Quiché, Quetzaltenango, San Marcos, Alta Verapaz, Baja Verapaz, Chiquimula y Jalapa. Todos ellos con altos niveles de población indígena.
Las políticas neoliberales trajeron consigo la llegada de industrias mineras de explotación en superficie constituidas por capitales canadienses, rusos, norteamericanos, que han provocado graves daños en los ecosistemas y contaminado múltiples recursos hídricos. Muchas comunidades indígenas se han visto condenadas al desplazamiento forzoso. Esteban Biba, fotoperiodista local, ejemplifica esta dinámica con el polémico caso de la mina de plata Escobal, situada en la región suroriental del país y operada por la compañía Minera San Rafael S.A, filial de la canadiense Tahoe Resources Inc: “Una aldea completa desapareció por la mina. Compraron el terreno y la gente no tenía títulos de propiedad, aunque vivían ahí desde hacía tiempo. Pasa usualmente en Guatemala: la gente toma un pedazo de tierra, aunque no disponga de títulos. A esta gente se la conoce como “invasores”. Después, algunas personas se fueron con familiares que tenían en municipios cercanos y, otros, sencillamente ya no están. ¡No están! ¡Se fueron! ¿Adónde? Algunos se irían a la capital. Otros, los que tuviesen algo de plata, a Estados Unidos”.
Los datos recogidos por la delegación guatemalteca del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) muestran que la industria minera aporta tan solo el 1% de sus beneficios en concepto de impuestos. En 2012, un nuevo convenio incluyó la posibilidad de que las compañías mineras cediesen “voluntariamente” entre un 2% y un 4% más. Cálculos estimados por el Banco Central de Guatemala revelaron que, para 2017, el aporte de esta industria al Producto Interior Bruto (PIB) nacional representaría tan solo el 0,9%.
Otro paradigma de la desigualdad y la concentración de tierras lo encarna la proliferación de cultivos extensivos de caña de azúcar, palma aceitera y hule. Huelga decir que ninguno de estos productos se sitúa en la base de la dieta local. El estudio ‘Más allá del conflicto, luchas por el bienestar: Informe Nacional de Desarrollo Humano 2015-2016, Guatemala’, elaborado por el PNUD, resalta cómo muchas familias del departamento de Petén y valle del Polochic, en Alta Verapaz, se han visto obligadas a vender bajo presión sus parcelas para ser incorporadas a esas plantaciones. Después, el incremento del precio del suelo les impide comprar nuevas tierras. Solo queda emigrar.
Por si fuera poco, Naciones Unidas denuncia modelos de contratación inaceptables en el sector agrario, con jornadas de trabajo de más de 12 horas y la inexistencia de garantías que protejan al trabajador. La pobreza a menudo viene acompañada de la ausencia total de derechos.
Otro polémico factor lo encarnan ciertas prácticas perpetradas por algunas compañías hidroeléctricas extranjeras establecidas en el país. La Comisión Nacional de Energía Eléctrica (CNEE) sostiene que el 51% de la producción a nivel estatal está ligado a la actividad de las 33 centrales hidroeléctricas repartidas, fundamentalmente, por los departamentos de Santa Rosa, Alta Verapaz y Quiché, todos ellos de mayoría indígena. La construcción de algunas de estas centrales ha provocado situaciones de desplazamiento forzoso.
Los elevados precios impuestos desde el sector privado condenan a muchas familias a vivir sin electricidad: PNUD Guatemala denunció que, en Alta Verapaz -y pese a disponer del mayor número de estaciones hidroeléctricas de todo el país-, solo el 43% de los hogares cuenta con cobertura. Los conflictos suscitados por tales injusticias derivan en álgidas protestas comunitarias (con activa presencia de organizaciones ecologistas), que son reprimidas tanto por el gobierno -que históricamente ha visto las reivindicaciones sociales como actos ligados a grupos radicales-, como por las hidroeléctricas, quienes tienden a cortar el suministro en caso de discrepancias. “Si la comunidad está en resistencia contra la hidroeléctrica, ésta no les va a poner electricidad. Las poblaciones situadas alrededor del río Cahabón, o en Chixoy (Alta Verapaz) viven en una pobreza terrible. El agua les es negada y no reciben electricidad. Cuando la reciben, siempre es muy cara. No pueden encender una hornilla… los precios son absolutamente irreales comparados con los que tenemos en la ciudad”, asegura Biba.
El pasado mes de noviembre, El Salto hizo pública la participación directa de la constructora española ACS / Cobra en las obras que han provocado “la desaparición de 30 kilómetros del río Cahabón”. Las denuncias de activistas locales cobran cada vez mayor relevancia en la escena internacional. Hace dos semanas, CTXT recogía la invitación pública que Lolita Chávez, lideresa indígena guatemalteca y finalista del Premio Sajarov 2017, hacía a Florentino Pérez: “Quiero que nos conozcamos, que conozca los rostros de las comunidades que su empresa trata de eliminar en Guatemala”.
“Nos encontramos ante un Estado prácticamente fallido”, sostiene Úrsula Roldán, directora del Instituto sobre Dinámicas Globales y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar, quien lamenta que “las políticas públicas son casi inexistentes”. Pese a que las cifras macroeconómicas reflejan una estabilidad ejemplar con respecto a sus países vecinos, el ciudadano no siente los efectos. Un informe publicado a inicios del presente año por el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI) subrayaba que el gasto público social del gobierno guatemalteco en 2016 -en donde se incluían también las partidas destinadas a proyectos de desarrollo de infraestructura pública- ascendió al 6,9% del PIB nacional: menos de lo que Costa Rica destina tan solo a su sistema educativo.
Por otra parte, la recaudación de impuestos evidencia claros síntomas de inoperatividad. La evasión continuada repercute sobre las clases más desfavorecidas, pues, en un intento desigual e improductivo por compensar la balanza tributaria, el gobierno ha incrementado los impuestos directos, con el consiguiente perjuicio a los bolsillos más precarios.
Población desatendida, carestía alimenticia
Captar las dimensiones de la pobreza resulta complicado en un mar de estadísticas poco actualizadas. El último censo poblacional se elaboró hace 15 años: se desconoce a ciencia cierta qué población tiene Guatemala (el Instituto Nacional de Estadística, INE, estimó 16 millones y medio de habitantes en 2016). Sin censos claros, no se puede efectuar un estimado fidedigno de la crisis migratoria, coyuntura que el Gobierno aprovecha. Durante los primeros 11 meses de 2017, las remesas procedentes de EEUU ascendieron a 7.471.908 millones de dólares, más del 10% del PIB nacional. Este dinero hace girar la rueda del gasto cotidiano, pero rara vez se destina a inversiones o a la creación de negocios locales. Es la perfecta combinación de la ausencia de responsabilidades públicas: el Estado no tiene que preocuparse de atender a los que se marchan, pero tampoco a sus familias, que sobreviven del sudor del que ha emigrado.
En cualquier caso, las remesas no consiguen aliviar los alarmantes índices de pobreza del país. La última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI), elaborada por el INE en 2014, indicó que el 59% de la población indígena pertenecía al estrato social más bajo (con idéntico porcentaje entre la población rural). Este grupo resultó ser el más damnificado por los efectos de la pobreza: más de la mitad vivía en condiciones de hacinamiento, una quinta parte no tenía acceso a recursos de agua potable y el 76% de los mayores de 25 años no contaba con estudios primarios.
Además, el 72% de las familias indígenas percibieron ingresos inferiores al precio de la Canasta Básica de Alimentos (CBA). “Esto no incluye entretenimiento, sino comida”, aclara Biba. “A veces no es muy nutritiva. En el último informe sobre la canasta básica alimentaria se agregaron las sopas instantáneas porque la gente las consume. Eso es sodio y colesterol, pero ya está en la canasta básica del guatemalteco”.
Entre la población no indígena -asentada en su mayoría en áreas urbanas-, el riesgo mayor es la exclusión social, y el peligro de habitar en entornos dominados por redes criminales y pandillas. Un estudio patrocinado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional subraya el “patrón constante” de asesinatos que asola el país, aunque el fenómeno de las pandillas, a diferencia de Honduras y El Salvador, se limite solo a “áreas muy urbanas”. “El problema de la violencia es estructural”, afirma Úrsula Roldán, investigadora de la Universidad Rafael Landívar. “Lo venimos viviendo desde que tengo memoria, desde el conflicto armado. Hablamos de comunidades indígenas, marginalizadas, explotadas, discriminadas”.
Por último, para terminar de comprender la oleada migratoria se hace preciso reparar en la cicatriz histórica que define ciertos rasgos del carácter patrio. La cosmovisión e idiosincrasia nacionales han sufrido profundos daños debido a la herencia de un maltrato cíclico generalizado, los estragos de la guerra civil, las inequidades sociales, las constantes violaciones de derechos humanos, el sostenimiento de una estructura anclada en el machismo, el rechazo a la apertura de pensamiento en una sociedad extremadamente conservadora y patriarcal y el continuo abandono político. Estos factores, ligados a la histórica tendencia migratoria hacia los EEUU, han larvado en el pueblo (y con mayor intensidad en las clases más desfavorecidas) una suerte de pasividad ante las injusticias o peligros nacionales, la desintegración de posibles respuestas organizadas y, en contraposición, la proliferación de episodios de violencia que suelen concluir en muertes o en el abandono del país.
Las cifras de la vergüenza
“Yo diría que tenemos, aproximadamente, 250 puntos ciegos en la frontera por los cuales el guatemalteco puede cruzar hacia México”, explica a CTXT Carolina Escobar Sarti, directora nacional de la ONG Asociación Alianza Guatemala: “Desde EEUU, y también desde nuestro país, empieza a haber iniciativas legales que tienen que ver con la criminalización de los “coyotes” (figuras que dirigen a los emigrantes –previo pago de altas sumas de dinero- a lo largo del trayecto migratorio). Creo que se empieza a poner el ojo en ello, a pesar de que no son los únicos. Tendríamos que hablar de todo un sistema estructurado, de agentes fronterizos que colaboran...”.
Lo cierto es que no suele migrar quien lo desea, sino el que consigue el dinero para hacerlo. Si el interesado decide “contratar” los servicios de las redes ilegales establecidas, deberá abonar cantidades que oscilan entre los 3.000 y los 7.000 dólares. Biba detalla los pormenores de esta práctica: “Ellos (los coyotes) alientan a las personas a emigrar. Les dicen: ‘Oye, yo te presto el dinero’, o ‘me das una parte y, cuando estés en allí, la otra’. Puede darse la modalidad de que las familias se queden como garantes de la deuda: de una forma u otra devolverán lo prestado. Si la persona llega a EEUU, empezará a trabajar y a saldar su cuenta con el traficante. Si no, regresará con esa deuda y tendrá que negociar por otro “préstamo” o pagar el anterior.
Es más que probable que el migrante sea interceptado y repatriado por las autoridades mexicanas o estadounidenses. Según datos del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, el segundo mandato de Obama se saldó con 207.092 guatemaltecos deportados. La suma encaja con los cálculos de la Dirección General de Migración del país receptor, quien informa de 28.417 nuevas deportaciones durante 2017 (desde el 1 de enero al 19 de diciembre). Por el contrario, la concesión de asilos es residual: entre 2012 y 2015 (última fecha de actualización de este dato) se otorgaron tan solo 3.486.
Pero EEUU no lidera esta triste clasificación: México triplicó la cifra de deportaciones guatemaltecas entre 2012 y 2016, sirviendo de barrera de contención. Un nuevo planteamiento se cierne sobre el emigrante: desde que Trump entró a la Casa Blanca, hay quien comienza a considerar el territorio mexicano como lugar de destino y no de paso. El asilo, una vez más, se erige como alternativa de arraigo, esta vez con mejores resultados. En 2017, según la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, se presentaron 10.262 peticiones de asilo. De éstas, 3.224 lograron concluir con todos los trámites. El 42% recibió una respuesta positiva de las autoridades mexicanas.
El aciago devenir del retornado
Sobre los que regresan pesa el silencio. La desdibujada vida del deportado adquiere tintes dramáticos ante la ineficacia de un Estado ausente. Quedan relegados a su propio infortunio.
En su trayectoria como reportero para Nuestro Diario --periódico guatemalteco--, Esteban Biba cubrió cientos de vuelos de retornados procedentes de los EEUU. Conoce de primera mano los procesos burocráticos y denuncia a CTXT la inoperatividad de las autoridades públicas.
“El perfil del emigrante varía. Algunos regresan tras 20 o 25 años fuera; se los puede identificar por su confusa mirada dirigida al paisaje, los edificios, las calles irreconocibles. Las causas de sus regresos suelen ir ligadas a escenarios de violencia intrafamiliar. Otras veces, tan solo por haber sido detenidos conduciendo sin licencia. También están aquellos que iniciaron su periplo migratorio ilegal recientemente y fueron apresados. Ambos colectivos intentarán regresar a toda costa. Unos para recuperar sus vidas; otros para comenzar a construirlas”.
Biba afirma que a menudo llegan dos vuelos diarios repletos de emigrantes al Aeropuerto Internacional de la Aurora, en Ciudad de Guatemala. Tras descender del avión son conducidos a una sala donde se les da algo de comer (el refrigerio suele consistir en un jugo, galleta y sándwich). Allí reciben un discurso motivacional de diez minutos y les son devueltos los cordones de sus zapatos y cinturones. A lo largo de la sala se sitúan diversas mesas presididas por funcionarios públicos. La primera de ellas entrevista a los recién llegados para comprobar si son guatemaltecos (muchos hondureños y salvadoreños mienten para evitar regresar a sus países), al tiempo que supervisan posibles cuentas pendientes del recién llegado con la justicia local. De ser el caso, son encarcelados.
En otra de las mesas, un funcionario del Ministerio de Trabajo les facilita un formulario que recoge su educación, habilidades y oficios. “No conozco a un solo migrante que haya sido ubicado en un trabajo por este sistema”, lamenta el periodista. Muchos optan por no apuntarse.
Un tercer espacio ofrece préstamos bancarios oficiales adaptados, en teoría, a las condiciones de esta población. Para acceder a estas ayudas, los solicitantes deben recibir el respaldo económico de sus familiares. “Tampoco conozco a un solo emigrante que haya usado un préstamo de éstos”, prosigue Biba. “Después de todo este proceso, para mí fútil, suele haber un bus que los transporta a una terminal en la capital, porque la mayoría son de provincias. Cuando llegan, se les concede una llamada a cada uno para que, si pueden, llamen a un familiar e informen de que regresaron, o para conseguir un taxi… lo que puedan hacer. Y básicamente ahí termina la ayuda del Estado a los migrantes. ¿Seguridad laboral? Para mí, cero. No hay un método, un programa… más allá de eufemismos”.
La mayor parte de estos emigrantes regresa a casa de algún familiar. Los que ya no cuentan con ninguno en el país, van a parar a pensiones baratas de 40 quetzales por noche (4,58 euros). Las dos Casas del Migrante, emplazamientos sufragados por el Estado y situados en Guatemala y Tecún Umán (departamento de San Marcos), deberían, en teoría, cubrir las carencias de esta población, pero no dan abasto; los pocos beneficiados reciben servicio durante escasos días. Las iniciativas de la iglesia católica y aquellas promovidas por distintas oenegés sustituyen, en gran medida, a los débiles esfuerzos públicos, pero siguen siendo insuficientes. No existen planes de acceso a vivienda pública. Tampoco se da seguimiento a quienes afirman sentirse amenazados por pandillas. La desprotección es integral.
Quienes vivieron en EEUU durante años cuentan con la ventaja de dominar la lengua inglesa. A veces consiguen ser empleados por compañías norteamericanas de ‘call centers’ (centros de recepción de llamadas), donde, tal y como reveló la investigación del periodista Jonathan Blitzer para New Yorker, atienden las llamadas del país que los deportó.
A las dificultades logísticas y de capital debe añadirse la ruptura del tejido social del emigrante. Aquello que le ligaba a sus comunidades -sus amistades, gustos y aficiones compartidas- se halla ahora violentado. Este hecho afecta especialmente a los menores de edad.
Infancias rotas
Una mayor sensibilidad en las edades tempranas provoca que las diferencias entre los niños y niñas retornados y sus comunidades de origen se acentúen. Los hay que han vivido toda su vida en los EEUU y no recuerdan nada de su tierra, incluso presentan deficiencias al hablar español. Culturalmente ajenos a sus “nuevas” comunidades de origen, sufren de aislamiento y rechazo; la sociedad los considera como parias.
Biba deshoja otra dolorosa experiencia periodística de la que fue testigo en 2015: “Era una familia compuesta por una madre y sus tres hijas. Retornaron todas. Dos de las niñas habían nacido en Guatemala. La tercera era estadounidense, pero el juez decidió que se fuera con la madre porque, según él, había que mantener el núcleo familiar. Cuando regresaron se establecieron en la casa de un familiar lejano, en Chimaltenango. Vivían secando frijol, dormían en un cuarto que les dejaron y sufrían de inseguridad alimentaria. Las niñas se sentaban en el patio mirando al vacío o revisando sus fotos de EEUU. Cuando fui a verlas, sufrían un total desapego por parte de la comunidad”.
Los menores que regresan solos pasan a ser responsabilidad del Juzgado de Primera Instancia de Niñez y Adolescencia. Constituyen los casos de mayor complejidad. Este organismo estudia la viabilidad del retorno al núcleo familiar. Si no es posible, es enviado a organizaciones como Casa Alianza o Refugio de la Niñez. Carolina Escobar asegura que, más allá de algunos programas sociales como “Guate te Incluye” o “Bienvenido a casa”, el Estado carece de políticas que cubran sus necesidades. Cuando las oenegés no pueden hacerse cargo del menor, este queda totalmente descubierto: “Políticamente no tienen peso, porque ni los pequeños ni los adolescentes votan”.
Quienes quedan fuera de toda protección corren el riesgo de regresar a entornos de violencia, quedar apartados del sistema educativo, ser captados por las pandillas o las distintas redes de trata humana, o bien verse relegados a una vida de miseria en los asentamientos urbanos levantados en la periferia de las ciudades.
“Estamos al límite” -asegura Escobar-. “Hay un divorcio evidente entre la ciudadanía y la clase política. Actualmente se está produciendo una depuración a nivel estatal, pero es pronto para conocer resultados. Si empezamos a sacar la corrupción de la casa, a inyectar plata para las políticas y los programas sociales, yo creo que, de diez años en adelante, estaremos hablando de cambios realmente profundos. Si no lo hacemos… no sé qué va a pasar”.
A corto plazo, el flujo migratorio solo parece haber contenido su impulso tímidamente a la espera de futuras políticas migratorias norteamericanas. En el país con el “menor índice de recaudación tributaria en comparación al tamaño de su economía” de todo mundo -tal y como afirma el Banco Mundial-, la mejora de las condiciones de su pueblo se antoja casi una quimera. El testigo pasa a esos cerca de dos millones de guatemaltecos que, desde la nación americana, envían remesas a sus familias y postergan el derrumbe anunciado de una Guatemala que se duele de sí misma, como si el pulso de su historia “le hubiera podrido la sangre”.
Una cuestión sobrevuela el continente americano: qué hacer con esos emigrantes hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que, a diario y en números que evidencian una catástrofe silenciada, tratan de cruzar la frontera norteamericana, alcanzar una mejor vida, escapar del infierno de sus lugares de origen. Algunos...
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