El Mentidero
Ciudadano Hearst: Orson Welles contra el imperio mediático
@jonathanmartinz 13/01/2018
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Es 30 de octubre de 1938 y la tía Bea, soltera de larga duración, está exultante porque ha concertado una cita con el señor Manulis, un hombre rechoncho y dicharachero que llegará en coche a recogerla. Van a patinar a Coney Island, comen ostras y beben cerveza hasta que ella se enamora sin propósito de enmienda. De regreso a casa, el coche se queda sin gasolina en mitad de la niebla y el señor Manulis aprovecha el contratiempo para un fugaz escarceo con la tía Bea. Es entonces cuando la radio da la voz de alarma: centenares de naves llegadas de Marte están tomando el planeta. Hay heridos, destrozos en la vía pública, y más les valdría a los terrícolas rendirse sin condiciones ante la nueva autoridad marciana. El señor Manulis, que hasta entonces se ha comportado como un patán embravecido, escapa aterrado en mitad de la niebla y abandona a la tía Bea, que se ve obligada a caminar seis kilómetros hasta casa. Una semana después, el señor Manulis telefonea pero la tía Bea se niega siquiera a escucharle. Decidle que me he casado con un marciano.
En esta escena de Días de radio (1987), Woody Allen recrea uno de los episodios más celebrados de la carrera de Orson Welles, que por entonces aún trabajaba en la adaptación radiofónica de obras literarias para la CBS. En aquella ocasión era el turno de La guerra de los mundos, de H. G. Welles, y la narración fue tan convincente que desató el caos entre el público, persuadido de que el ataque aéreo no formaba parte de la ficción sino de una calculada conspiración extraterrestre. Este episodio, que ya ocupa un renglón indeleble en la historia de la radio, le concedió a Welles una sonora repercusión y un visado para la industria cinematográfica en el paraíso de Hollywood. El 21 de agosto de 1939, la RKO apadrina al joven autor y abre las puertas de una convulsa carrera que arrancará dos años más tarde con el estreno de Ciudadano Kane.
Orson Welles, nacido en 1915 en Wisconsin, es un artista prematuro adiestrado en la interpretación de clásicos teatrales, devoto de Shakespeare y conocedor de la gran literatura. Hijo de una sufragista y un acomodado empresario, será también conocido por su querencia antifascista y su devoción por Roosevelt. No en vano, el FBI lo tiene por un reputado comunista y le abre un fichero a las puertas del estreno de Ciudadano Kane. En 1947, cuando ya ha concluido el rodaje de La dama de Shanghái, los informantes de John Edgar Hoover lo reconocen en una pizzería de Roma compartiendo mantel con Palmiro Togliatti, Secretario General del poderoso Partido Comunista Italiano. Muchos años después, en 1964, cuando la caza de brujas del senador McCarthy ya ha devastado la industria cinematográfica estadounidense y ha purgado cualquier posibilidad de disidencia, Welles criticará con amargura a sus compañeros de viaje. La izquierda estadounidense, dice, se traicionó a sí misma para salvar sus piscinas.
Pero regresamos a 1939, cuando Welles firma un contrato de sesenta y tres páginas para rodar dos películas con la RKO. La Wehrmacht está a punto de invadir Polonia y la Segunda Guerra Mundial se abre paso ante la indecisión de Estados Unidos. En aquellos días, Welles trabaja en una adaptación de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, al mismo tiempo que Charles Chaplin da cuerpo a El gran dictador. Mientras el libro de Conrad desarrolla una crítica implícita hacia los abusos coloniales de la industria del marfil en el Congo, la versión de Welles aprovecha la misma estructura para golpear al Tercer Reich igual que años más tarde Apocalypse Now de Francis Ford Coppola desnudará los excesos belicistas del ejército estadounidense en la guerra de Vietnam. Sin embargo, el presidente de RKO decide abortar la adaptación de Conrad y Welles se vuelca junto al experimentado guionista Herman J. Mankiewicz en una historia que primero se llamará American y finalmente se estrenará bajo el nombre de Citizen Kane. En 1999, el director Benjamin Ross expone en su película RKO 281 algunos pormenores de este proyecto ambicioso y audaz pero también accidentado y obstaculizado desde las altas esferas del poder.
Si alguien albergaba la esperanza de que Welles renunciara a sus inquietudes políticas, Ciudadano Kane se encargó de contrariarlo. En esta ocasión, descartada la opción de retratar al Führer, la nueva película de RKO relata la historia de un magnate de prensa demasiado parecido a William Randolph Hearst, propietario de un emporio mediático y uno de los hombres más acaudalados del planeta. Sus inclinaciones derechistas son conocidas. En efecto, mucho antes de que Donald Trump entonara el "America First", Hearst ya había prodigado este lema con la intención de que Estados Unidos no se embarcara en una guerra contra el nazismo. Welles siempre negó que Ciudadano Kane se hubiera inspirado en la vida de Hearst, pero los paralelismos son tan notorios que el todopoderoso magnate promovió un boicot sin tregua contra la película. Hearst trató de sobornar a RKO para que destruyera el original, y aunque su oferta no prosperó, sí consiguió amputar algunas escenas incómodas. No solo sus periódicos silenciaron un filme llamado a convertirse en obra cumbre del cine, sino que intercedieron para que las salas no se atrevieran a exhibirla y los críticos no se atrevieran a reconocerla. Incluso la Academia, atemorizada ante la sombra del magnate, solo se atrevió a concederle el Oscar al mejor guión, precisamente aquella categoría en la que Welles delegaba su mérito en Mankiewicz. Tanto la distribución como los ingresos en taquilla alcanzaron cifras más bien raquíticas.
Escrita sobre una trama detectivesca, Ciudadano Kane plantea la historia de un periodista encargado de esclarecer el significado de la última palabra de Charles Foster Kane en su lecho de muerte: "Rosebud". Kane es dueño de un buen puñado de periódicos y estaciones de radio, así como de una mansión inabarcable llamada Xanadu, donde colecciona estatuas y animales exóticos. Todo rememora al Castillo Hearst, extravagancia californiana del magnate inspirada en la arquitectura renacentista francesa, con torres y fachada de inspiración española, jardines, dos piscinas señoriales, aeródromo, un zoológico y tres palacios menores para los invitados. La estructura narrativa de Ciudadano Kane comienza con el fallecimiento casi onírico del protagonista y reconstruye su vida desde la infancia hasta la vejez gracias a los testimonios de quienes le conocieron. La película extiende, por tanto, un mosaico lleno de aristas y medias verdades, parcial, incompleto, maleado por las visiones subjetivas de los testigos. Si los periódicos de Kane y de Hearst adulteran la realidad, también Welles nos confiesa que no existe una verdad única e inapelable, sino tan solo el periplo de un hombre poderoso que fue tejiendo un tapiz de alianzas y enemistades.
Al igual que Kane, Hearst heredó un diario llamado San Francisco Examiner a partir del cual fundó su reino. Igual que el Inquirer de Kane compite con el Chronicle, el New York Morning Journal de Hearst rivaliza con el New York World de Joseph Pulitzer. Lo mismo que Kane, Hearst recurre a su influencia mediática para emprender una carrera política en la que termina fracasando. Kane concluye sus días en la gran Xanadu junto a una soprano de poca monta llamada Susan Alexander; Hearst, por su parte, mantiene una longeva relación con la actriz Marion Davies. Lo mismo que Kane muere abandonado y en el declive de su carrera, Hearst arrastra un derrumbe financiero hasta sus últimos días de vida. En las andanzas de Hearst había, sin ningún género de duda, una materia prima excelente para glosar el triunfo y el derrumbe del sueño americano. Orson Welles, que se había educado en el teatro shakespereano, pone en escena la tragedia de un monarca de la prensa, su ascenso y su caída. Una representación en la que el despilfarro y la soberbia juegan un papel determinante. Ciudadano Kane tiene la textura de una fantasmagoría, siempre entre la abundancia y la desolación, y radiografía como pocas películas los mecanismos del poder, la ambición y la ruina.
Hay una anécdota en torno a Hearst que Welles replica en su película. Son los últimos años del siglo XIX y tanto Hearst como Pulitzer aparecen enzarzados en plena pugna amarillista por la conquista de lectores. En pleno esplendor del movimiento independentista cubano, ambos publicaron toda clase de noticias difamatorias, sin importar lo verídicas que fueran, contra las autoridades españolas que aún entonces administraban la isla. Cuentan que Hearst envió a Cuba al ilustrador Frederic Remington para que registrara algunas estampas de una guerra que parecía inminente. Remington, devorado por el aburrimiento, remitió un cable a Hearst: "No habrá guerra. Me gustaría volver". Hearst, en una lección inolvidable de manipulación mediática, le respondió: "Por favor, permanezca. Usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra". Poco después, Hearst publicaría una noticia sobre el hundimiento del acorazado Maine que enardeció los ánimos y condujo a Estados Unidos a las armas contra España. Cuba obtuvo así una primera independencia tutelada y Estados Unidos se anexionó Puerto Rico, Filipinas y Guam. Pero esa es otra historia.
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